EL CAMINO A FARO
Un relato de Saïd Alami
(Traducido por el autor, 2024)
El camino de Lisboa a Faro es más bien
largo, recorriéndolo el autocar en cinco horas. Las horas que Fares pasa
viajando, sea a bordo de un autocar o de un tren, suelen ser de las más
plácidas para él, pues nada hay que hacer durante el viaje, salvo leer o
relajarse y contemplar los paisajes escapados a través de la ventana, y la
presencia humana que pulula en los mismos, evitando así que se quedaran en
meras imágenes fugaces. Además, está la posibilidad de contemplar a los
pasajeros dentro del pequeño mundo de del autocar, y, también, la vuelta a los
recuerdos de la patria y de la familia. La verdad es que los paisajes de este
país, sus gentes, y la contemplación de los pasajeros que viajan con él,
suponen, en todos sus viajes, la llave involuntaria que le lleva a los
recuerdos de la patria y de la familia, y a dedicarse de lleno a imaginar los
rostros de su mujer y de sus cuatro hijos, que muchas veces logra verlos clara
y nítidamente, irradiando luz a través de las capas de la memoria.
Dos años han pasado
desde que Fares fue desterrado lejos de su casa, de su tierra y de su país. Dos
años que han tenido sabor a hiel, que aún sigue enquistado en su garganta.
Veinticuatro meses enteros, exactamente, desde que los israelíes le sacaron de
la cárcel, donde había estado años en prisión administrativa, sin mediar
acusación alguna o juicio, hasta que un día le sacaron de allí y le dieron un
plazo de catorce días para abandonar su país o, si no, reingresar en presidio.
El autocar empezó el viaje desde la estación de autobuses en la parte
vieja de la ciudad, con sus edificios nobles, los techos de teja, las mansas plazas y los
barrios populares, dirigiéndose hacia el puente del Veinticinco de Abril,
después del cual empieza la autopista que lleva al sur portugués y a su joya,
Faro.
Ninguno de los pasajeros se dio cuenta de la presencia de un coche
pequeño, de color rojo, que había emprendido la marcha detrás del autocar, nada
más abandonar este la estación.
Al Salir de la estación, con todos los asientos del autocar ocupados,
Fares miró su reloj, que señalaba justo las diez de la mañana, y se acordó de
la misión que le esperaba en Faro, donde una de sus principales asociaciones culturales
le había invitado a pronunciar, aquella noche, una conferencia sobre los últimos
acontecimientos relacionados con la cuestión palestina, ante un público de ilustrados de la ciudad.
Desde el extremo sur de Lisboa, ciudad de la que Fares está enamorado
desde que vivió en ella como estudiante,
y a la que considera una de las ciudades más bellas del mundo, siendo una
imponente atalaya que se asoma a la desembocadura del río Tajo, el autocar
accedió a la entrada del puente del Veinticinco de Abril, que se extiende
altivo, a una impresionantes altura, colgado sobre la desembocadura que parece,
debido a su gran anchura, como si fuera el mar.
Detrás del autocar, a unos cien metros de distancia, se enfiló el coche
rojo sobre el puente férreo. Era el mes de noviembre, con un cielo nublado en
su mayor parte y con el frío viajando detrás de las ventanas del autocar, y
todo lo que había dentro del confortable vehículo invitaba a Fares a abrigarse
con los edredones de los recuerdos, cuyos torrentes empezaron a fluir entre sus
sienes tal como fluía el río a su izquierda en su último ímpetu antes de
expirar en la vastedad acuática que se extendía a su derecha hasta el infinito.
Destellan en su mente, insistentemente, como nunca antes le había sucedido, los
rostros de su mujer, Nawal, de su hijo, Nidal, de sus hijas Hana y Laila, y su
crío que aún no ha visto, Muntaser. Recordaba cuan penoso fue aquel día en el
que abandonó la prisión y salió a la calle más encadenado aún que cuando estaba
a merced de sus carceleros. Aquello era una cadena enorme, de un descomunal
peso, y de infinitos eslabones, que
envolvía cada uno de los órganos de su cuerpo y aplastaba su alma. Aquella
cadena tenía un nombre odioso: perplejidad… pues ¡¿Qué había de hacer cuando
acababa de zafarse del encierro, de la tortura, y de la humillación diaria;
para encontrarse plantado en el umbral de la prisión, entre su familia, pero en
posición de despedida en vez de reencuentro!?
Retrocedió con su vista al imponente paisaje a través de la ventana, con
los grandes barcos deslizándose empequeñecidos por debajo del puente. ¡Muchas
veces había contemplado esa escena, sin embargo le sigue asombrando la amplitud
del río al alcanzar en su desembocadura una anchura inmensa, como si empeñara
en su intento de abarcar al océano, sin poder finalmente más que desvanecerse
en sus brutales entrañas. Mientras, Lisboa se extendía hasta donde alcanzaba la
vista, con su singular personalidad, su bulliciosa vitalidad y sus muchos
barcos atracados a ambos lados del estuario o navegando por sus aguas. Fares
observaba desde el autocar a los transbordadores que trasladaban pasajeros de
una orilla a otra del río, llevando a bordo a miles de seres humanos en el
cotidiano trajín de la vida.
Fares de repente se acordó su estancia, dos horas antes, en el café (El
Temel) ubicado en la orilla del estuario, junto al embarcadero principal de los
transbordadores. Se acordó nuevamente de los dos hombres que estaban sentados
no lejos de su mesa, observándole discretamente mientras que él fingía no darse
cuenta de su presencia. Dos hombres en la cuarta década de su vida, uno moreno
y el otro rubio con mejillas algo enrojecidas. Fares había notado que ambos
hombres le estaban siguiendo cuando se había detenido para comprar periódicos
en la Praça do Comércio, cerca del embarcadero de transbordadores. Sus sospechas se
confirmaron cuando cruzó la plaza y la calle principal que le separaba del
embarcadero y entró en el café, pues no habían pasado más que unos momentos
cuando ambos hombres aparecieron en la puerta y se detuvieron allí escrutando
con sus ojos a los clientes que se encontraban en el interior, hasta que le
vieron a él sentado en una mesa junto al ventanal que da directamente al río,
apresurándose ambos a tomar asiento.
Fares se reacomodó en su sitio en el autocar, sintiéndose aliviado al
haberse deshecho de sus perseguidores, y se dedicó a buscar en el vasto
panorama desplegado ante sus ojos las pocas plazas verdes que salpican las
masas de edificaciones en la ciudad vieja que se extendía sobre las colinas
debajo de sus pies, pudiendo reconocer algunos de sus señas, hasta que
desapareció de su vista, con sus calles curvadas, abrazadas, y ramificadas en
todas las direcciones.
El autocar alcanzó el final del puente, y se abrieron delante de Fares
campos y llanuras, y el verdor de la campiña le pareció explosivo y maravilloso,
con sus prados, arboles y huertas exactamente igual que las huertas de las
aldeas en su afligida tierra; huertas que siguen floreciendo y dando frutos
gracias a que sus familiares siguen cuidándolas con cariño. Y de nuevo le
asistió la imagen del ramo de flores con el que su familia le recibió a la
puerta de la prisión y que recibió de la mano de su hija, Hana. Se acordó de la
discusión que tuvo a altas horas de la noche con su mujer, el mismo día en el
que abandonó la cárcel. Allí, en el dormitorio conyugal, no le sirvieron ni los
momentos de extraordinaria éxtasis entre los brazos de Nawal quien resplandeció
entre los suyos de tanto echarle de menos. La amargura estaba enquistada en su
alma y en su corazón al estar consciente de que la separación se había
convertido en una sentencia a cumplir, igual que el condenado a muerte que sabe
que la hora de la horca había llegado y que no hay escapatoria posible.
- Nawal.
- Sí, mi amor.
- Partir es una locura.
- …………
- ¡¿Cómo me voy a separar de vosotros?! En la cárcel os veía de vez en
cuando, sin embargo, si me marcho, quién sabe….
- ………..
- ¿A quién os dejo, Nawal? ¡¿A dónde me marcho si esto es mi país?!
Sigue viendo aún sus ojos empapados de lágrimas, aferrados a él, como si
fuera él a volar de entre sus manos, para siempre. También a él le cayeron
lágrimas, llorando los dos juntos, en silencio y angustiados.
El autocar se detuvo, después de salir del puente, en un punto de peaje
para pagar antes de acceder a la autopista. Por primera vez, Fares paseo su
vista entre los pasajeros a su alrededor y se le ocurrió de inmediato que los
portugueses tienen gran parecido físico con los árabes, y cómo no si los árabes
forman parte de sus antepasados, lo cual era tema de muchas conversaciones y
discusiones que había mantenido con los portugueses. Luego pensó que quizás
había entre los pasajeros quien le estaba siguiendo, y que el haberse librado
de sus perseguidores en Lisboa había sido tan fácil que invita a la suspicacia.
Él había sido, intencionadamente, el primero en subir al autocar en la
estación, para tener ocasión así de fijarse bien en los rostros del resto de
pasajeros, sin haber encontrado entre ellos a nadie que levantara sospechas,
siendo la mayoría de ellos ancianos y mujeres. Había entre ellos una mujer que
al subir al autocar le había atraído la atención de un modo especial, por su
extraordinaria belleza y su elegancia. Sin embargo, ella no le había prestado
atención y tomó asiento junto al pasillo entre las dos filas de asientos, a la
vista de él. Mientras, a su izquierda se sentó una señora gruesa que en cuanto
tomó asiento, y antes de que el autocar hubiera abandonado la estación, sacó
pan de su bolso de mano, lo abrió con una pequeña navaja con la que untó el pan
de mantequilla y mermelada, y empezó a comerlo con apetito y avidez, sin
prestar atención ninguna a las miradas que se habían precipitado sobre ella.
Cuando el autocar se puso en marcha, ella había terminado ya de comer aquel
bocadillo y empezaba a pelar una gran pera, con suma atención, como temiendo
herir a la fruta. Y cuando el autocar se detuvo en el punto de peaje esa señora
sacó de su enorme bolso de mano una caja que llevaba el nombre de una conocida
pastelería de Lisboa, desató el hilo que la rodeaba y tomó de su interior
varias piezas de pastel tradicional portugués y las devoró todas. Son como los
árabes, Nawal …les gusta comer, pero a nosotros nos da vergüenza comer de esta
manera, rodeados de ojos que nos observan desde todas partes; mientras que
ellos no conocen esta clase de vergüenza, ni tampoco muchas otras clases que
nos han complicado la vida a nosotros a lo largo del tiempo; pues la gente aquí
vive sin complicaciones, como si estuvieran siempre dentro de casa … ¿¡Cómo
está nuestra casa, Nawal! Fares regresó a la última noche que pasó en su casa
antes de viajar a Portugal… aquella noche, en la quietud de la noche, intentaba
convencerse a sí mismo y a su mujer de que marcharse era una gran equivocación
y que debía quedarse en Palestina, incluso si su morada iba a ser la cárcel y
su destino la tortura y la humillación diaria. Sin embargo, Nawal se empeñó en
mantener la decisión que habían tomado días antes y acerca de la cual había
debatido con los hermanos de él y de ella, quienes, por unanimidad y sin
dudarlo, la aprobaron.
Aquella ardua noche, ella le dijo:
- Tienes que marcharte a Portugal, pues es tu segundo país donde has
estudiado a lo largo de años, al que visitamos juntos varias veces y donde
tenemos dulces recuerdos. Allí no serás ya un extraño, Fares. Tus amigos y tus
compañeros de estudios te vienen insistiendo desde hace tiempo para que viajes
a su país, donde te tienen preparado todo lo que necesites para que tu estancia
allí no tenga complicación alguna. No pierdas esta oportunidad, Fares. Yo no
quiero que estés nunca en la cárcel a merced de estos infames.
- Pero quedarme aquí es luchar y parte inseparable de la Intifada. Cientos
han sido asesinados, ellos, sus hijos o sus familiares; y yo, que sigo vivo, he
de resistir al ocupante de cualquier manera, incluso en el interior de la
cárcel.
- ¿Y quieres que yo espere hasta que estés desfigurado o muerto torturado?
Mira como se ha derrumbado tu salud a consecuencia de la tortura. ¿Acaso
tenemos que seguir esperando hasta que mueras a manos de un perro israelí que
desfruta mientras te tortura? ¿En qué habrás servido a tu patria al morir de
esa manera?
Aquella discusión se había repetido cada noche desde que salió de la
cárcel, pues el desconcierto a veces le paralizaba la mente. Cada vez que
miraba a sus hijos sentía partírsele el corazón, atormentado y triste. Sin
embargo, cuando entonces pensaba en su marcha, acariciaba la esperanza de poder
regresar a su patria y a su casa en un plazo próximo, pues la cuestión de su encarcelamiento y luego la
de su expulsión encubierta, había provocado el interés de medios universitarios
europeos, especialmente en Portugal, de cuyas universidades había obtenido el
doctorado hacía quince años.
El autocar seguía su marcha, acortando las distancias, hacia la costa
del sol resplandeciente
del sur de Portugal, donde le esperaba la apacible Faro, joya de la costa,
donde había pasado sus más bonitos días con Nawal, en su luna de miel, después
de haber sido nombrado profesor en la universidad de Annajah, en Naplusa. En
aquellos días se sentía colmado por toda la felicidad del mundo, ya que había
regresado definitivamente a su patria, habiéndose acabado sus años de
estudiante y expatriado, que aun así, habían sido también dulces; y al haber
encontrado en la docencia universitaria un importante papel a desempeñar en la lucha
de su pueblo contra el ocupante extranjero.
Desde su llegada a Portugal, donde había sido nombrado provisionalmente
profesor ayudante en la universidad de Lisboa, Fares no dejaba de participar en
tertulias, conferencias, y programas de radio y televisión, además de publicar
en periódicos y revistas, explicando, de modo continuo y persistente, la causa
de su pueblo y de su patria. Tal como le había dicho Nawal tantas veces, en el
curso de sus continuas discusiones, al referirse a que su traslado a Portugal
era necesario para ayudar a que el mundo conozca el infortunio que azota a su
pueblo, y no dejar el campo libre a los sionistas, impidiendo así que actuaran
allí a sus anchas.
Fares sacó de su bolsillo una carta que había recibido de su mujer en la
mañana de aquel día, y empezó a leerla por tercera o cuarta vez. ¡Oh, Nawal!, si supieras lo que sufro de
soledad en este país…hablas en tu carta de tu soledad y de cómo me echas de
menos, pues que diría yo estando aquí sin ti y sin los niños...sin familiares
ni allegados… Una sola mirada que yo echara a nuestro hijo, Muntaser, quien aún
ni me ha visto a mí, ni yo a él, sería capaz de dotarme de la suficiente fuerza
como para enfrentarme a toda la injusticia del mundo. Sacó del sobre de la
carta una fotografía de su mujer junto a sus cuatro hijos, y los contempló
largamente, uno a uno. Nawal con su cara resplandeciente, que parecía haber
ganado algo de palidez, con su cabello negro y sus ojos que destellan
inteligencia y orgullo; su hijo mayor, Nidal, de trece años, plantado en la
fotografía con la cabeza erguida como siempre, mirando desafiante la camera,
con el semblante bello de su madre. Y Hana, con sus once primaveras, su cabello
corto, y este halo de tristeza que reviste su rostro. Y Laila, con sus ocho años,
con sus ojos despiertos, su cabello dorado y la sonrisa perenne que no se
aparta de su cara. Ella, de entre sus hijos, es la más parecida físicamente a
él. Se detuvo largamente ante la imagen de su pequeño crío, Muntaser, que nació
en su ausencia. ¡¿Acaso está escrito nuestro encuentro, hijo mío?!... sintió
toda la hiel del mundo en su garganta. Y no sabe como volvió a acordarse de
aquellos dos hombres que le perseguían en Lisboa y como le vigilaban en el café de “El Temel”. En aquel café
estuvo él trasladando su vista desde las gaviotas que volaban sobre el estuario
del río, detrás del cristal de las ventanas, en un trepidante movimiento sin
descanso, y la mesa de ambos hombres que ocultaban sus ojos con sendas gafas
oscuras. Y con el aleteo de las alas blancas y grises en busca del sustento
debajo de la superficie sucia del agua, los latidos de su corazón se
intensificaban, rápida y fuertemente, temiéndose lo peor. ¡Cuántas veces le han
advertido sus amigos árabes en Lisboa del peligro que representan los
israelíes, ahora que él desempeña ya un importante rol en la lucha contra la
propaganda y las mentiras que ellos propagan en Portugal. Incluso sus
compañeros y amigos portugueses le habían repetido estas mismas advertencias,
recordándole que su enemigo tiene una fe desmedida en el poderío de la
comunicación a la hora de falsificar la verdad, motivo por el cual no permiten
que los palestinos expliquen ante el mundo la verdad de su causa. Él solía
agradecer a sus amigos esas alertas y tomar en serio sus consejos a la hora de
adoptar medidas de precaución, máxime porque recibía en su casa llamadas
telefónicas de desconocidos con los más soeces insultos y amenazas con matarle
si no cierra la boca y deja de escribir. Fares, siendo el luchador curtido que
es, se acordó de cómo se levantó súbitamente de su asiento en aquel café, irse
de allí a toda velocidad y abrir la puerta del primer taxi que encontró en la Praça do Comércio, que se
puso en camino a la estación de autobuses. Al mirar atrás desde su asiento trasero
en el taxi vio como los dos hombres se precipitaban por la puerta del café y
corrían hacia el amplio aparcamiento de coches en la misma plaza. Entonces se
había asegurado haberse escabullido de ellos, y haberse salvado de aquella
persecución, la primera a la que se exponía en Portugal. Sin embargo, seguía
albergando la sensación de haberse zafado de sus perseguidores de una manera
que había sido más fácil de lo debido.
Fares levantó la vista de la imagen de su crío y paseó su
mirada de nuevo entre los pasajeros. Delante de él se había sentado una mujer
entrada en edad, de cabello negro y largo, y cada vez que ella se volvía la
cabeza y mirara hacia atrás se daba cuenta él de su aspecto árabe… “Es como la
tía Huda, Nawal… sólo que la tía Huda tiene una nariz más fina que la de esta
señora”. Al lado de ella se sentaba un joven moreno, de semblante severo,
de cabello negro y muy corto, “como todos los que hacen el servicio militar en
este país, también con aspecto árabe del todo, Nawal. Parece a tu hermano Imad,
y es de la edad que él. Todos están a tu alrededor, Nawal, aunque algunos
siguen prisión… como es el caso del mismo Imad. Sin embargo, la prisión allí,
cerca de vosotros, es más piadoso que estar errante en un país que, por más que
quiero y que me quieran sus gentes, no tengo en él ni raíces ni ramas…no soy
más que una hoja seca que cayó de su árbol madre, y el viento la está azotando.
Oh Nawal, yo no soy más que una hoja que anhela su rama y que no acepta nada en
su lugar … ¡pero qué estoy diciendo! ¡¿Acaso has conocido a una hoja que cayó
de su rama, verde y lozana, y luego fue devuelta a ella de nuevo?!”
El autocar seguía recorriendo la
distancia dirección a Faro, con el coche rojo siguiéndolo de lejos, sin
acercarse. A bordo iban dos hombres, uno moreno y el otro rubio con mejillas
enrojecidas. Sonó el teléfono a bordo del coche, lo cogió el segundo hombre,
habló lacónicamente con su interlocutor y colgó.
Fares continuó observando los
pasajeros a su alrededor, pues contemplar a la gente es para él una gran placer
ya que eso le permite conocerlos un poco, acercarse a ellos con su corazón como
si palpara sus mundos ansiando conocerlos, especialmente si pertenecen a otros
pueblos, y cuantas veces anheló resucitar tras la muerte, una vez tras otra, y
pertenecer en cada vida a un nuevo pueblo, ya que había notado, en sus
múltiples viajes, que los pueblos poseen fondos muy parecidos entre sí,
estrechamente relacionados con la esencia más elemental del ser humano, lejos
de las cáscaras que estos pueblos se han forjado para sí, para distinguirse de
los otros pueblos, especialmente de sus vecinos.
En medio de la vorágine de sus
pensamientos, Fares se dio cuenta de la presencia de dos ojos negros que le
estaban mirando a hurtadillas. Eran de aquella mujer joven que había captado su
atención al subirse al autocar por su extraordinaria belleza. Estaba sentada
junto al pasillo entre las dos filas de asientos, delante del asiento que queda
a la izquierda de su gruesa vecina. Tenía unos treinta años, de tez morena, de
cabello negro y facciones finas. Para mirarle, ella que no le había prestado
atención ninguna al subirse al autocar, tenía que volverse a mirar atrás hacia
él … ¡Oh, cuanto sufro la soledad, Nawal! … cada vez que veo una bella mujer me
recuerda a ti, tú que eres la más bella de las mujeres… cuantas veces te imaginé
en muchas mujeres que he visto en este país, y cuantas veces imaginé a Nidal,
Hana, Laila y Muntaser cada vez que veía a niños jugando y pasándolo bien, en
un país libre donde no les somete ningún ocupante… cada vez que veo a un carro
de niños empujado por una madre me acerco y miro al niño en su interior,
acordándome de nuestro hijo, Muntaser, y muchas veces sacaba su foto para
enseñársela a la madre o al padre al verles extrañados de mi comportamiento…y
cuantas veces se me escapó una lágrima mientras ellos miraban la foto con
admiración, al acordarme de nuevo que no conocía yo a mi hijo más de lo que le
acababan de conocer ellos de él; una mera fotografía que personifica un solo
instante de la vida… un instante que ni siquiera he conocido salvo a través de
la fotografía…como os echo de menos, Nawal. Cómo echo de menos estrecharos
contra mi pecho y juguetear con vosotros como solía hacer en días pasados que
habíamos sustraído al tiempo en una desdichada patria, como veo hacer aquí a
los padres con sus hijos y mujeres, por lo que les envidio en extremo, antes de
reconsiderar mis heridas emociones y pido a Dios para ellos toda la felicidad
del mundo, para protegerles de mi envidia. ¿Te acuerdas cuantas veces venimos
juntos a este país? Los amigos portugueses aquí preguntan por ti y por los
niños y me proponen, una vez tras otra, que os traiga a este país a pesar de lo
que saben de mis anhelos de regresar a mi país. Quieren convencerme para que no
regresara a Palestina, por lo menos hasta dentro de dos o tres años… prefiero
la muerte, Nawal, a traeros a Portugal y despojar a mi patria de vosotros y
despojaros de ella… bastante es despojarme a mí de ella y de vosotros. Prefiero
la muerte antes de evacuaros de la tierra purificada como anhela el enemigo,
cosa que no comprenden algunos de mis sinceros amigos aquí.
La mujer entrada en edad y
sentada delante de él extrajo de un saco de tela unas piezas de mandarina cuyo aroma perfumado
se esparció de inmediato, llevando a Fares a aferrarse de nuevo al espacio que
su país ocupa en su memoria, que en aquellos momentos se nutría de las vistas
de los vastos campos de naranjos y limoneros que resplandecían ante su vista
tras la ventana, después de que el autocar hubiera salido ya de la ciudad de
Setúbal, a la que habían llegado una hora después de salir de Lisboa y en cuya
estación de autobuses se detuvieron por un cuarto de hora.
El conductor del autocar conducía
violentamente, temerariamente, compitiendo con los coches: la señora gruesa a
su izquierda devolvió en una bolsa de plástico hasta ponerle la piel de gallina
al ver como sufría, dándole pena realmente, ella que había devorado alimento
tras alimento desde que había tomado asiento.
Fares se dio cuenta de que el
joven moreno, de cabello corto, sentado al lado de la señora que estaba en el
asiento delante del suyo, mantenía con ella una conversación que al parecer
había suscitado el interés de la mujer. Se han congeniado, aunque la señora
sería de la edad de la madre del chico, o quizás ese fue el motivo de haberse
congeniado ambos. La señora empezó a enseñarle al joven fotografías de miembros
de su familia. Fares, desde su asiento, detrás de ella, veía esas fotografías
con ellos, la señora incluso se volvía a él de vez en cuando, como invitándole
a participar en la conversación y a ver las fotografías, pero Fares se mantenía
callado y se limitaba a pronunciar cualquier palabra de aprobación cada vez que
ella se volvía a él y le hablaba, mientras que el ruido del autocar en su
marcha a toda velocidad se encargaba de borrar aquellas fugaces palabras. Las
fotografías, Nawal, son de una señora sentada en un jardín, que no es esta
señora del asiento delante de él, otra es de un niño sentado en un asiento de
forma cilíndrica, rodeado de colores creados por el fotógrafo en el estudio,
otra es de dos críos de unos tres años de edad, ambos de pie, cogidos de la
mano… las mismas fotografías familiares que veíamos en Estudio Palestina, en la
Plaza de Al Manara, en Ramalah, cada vez que ibamos allí para tomar nosotros y
nuestros hijos fotografías bastante parecidas a estas. Quisiera, Nawal, enseñar
a esta señora y al joven las fotografías de nuestros hijos que hoy he recibido
de ti, pero no tengo el humor de mantener una larga conversación con ellos. El joven empezó a desenvolver el
envoltura de un bocadillo, con suma tranquilidad, mientras no dejaba de seguir
lo que le decía la señora. Sacó el bocadillo del papel aluminio que lo envolvía
y lo dio vueltas en sus manos, escudriñándolo, luego separó las dos partes de
pan para ver el filete de carne que había en el medio. Parecía como si
estuviera investigando el bocadillo. Luego volvió a juntar ambas partes,
pareciendo que estaba plenamente satisfecho y empezó a comer con toda tranquilidad
y detenimiento, lo que no encajaba con su tierna juventud. Estaba masticando
como con cuidado y no dejaba de dar vueltas al bocadillo entre sus manos y
abrirlo de vez en cuando, como queriendo asegurarse de que la carne no se había
escapado de allí. ¿Te acuerdas de los bocadillos de Portugal, Nawal? Te
gustaban y decías que su pan es blando y
apetitoso…Seguro que gustará a los chicos se me visitáis aquí…pero por más
ricos que sean estos bocadillos no serán comparables a los que tú les preparas
con tus manos. Los bocadillos de aceite y tomillo, de queso de Naplusa, de
falafel1,
de hummos2,
y de ful3.
¿Dónde están ahora esos bocadillos para que los devore yo sin contemplaciones,
acompañados de un vaso de té con salvia, que tú me prepares con tus manos y con
tu cariño.
La mujer joven siguía mirándole a
hurtadillas. Miradas en las que él percibió un seria curiosidad que provocó su
extrañeza. Al lado de ella se encontraba un joven negro de pelo rizado, sin que
ambos hubieran intercambiado una sola palabra desde el inicio del viaje. La verdad es que poco
pasajeros mantenían conversaciones, mientras que el resto estaban ocupados en
leer, contemplar o dormir.
El hombre sentado detrás de la
mujer gruesa encendió un cigarrillo y exhaló su homo en dirección al asiento de
ella, lo que hizo que volviera hacia él y le reprendiera con fuerza por lo que
hombre se apresuró a apagar el cigarrillo sin responderla. Nadie fuma dentro
del autocar salvo un chico y una chica que se habían sentado en la última fila
de asientos.
Fares contempló las nubes a la
derecha e izquierda del autocar. Como si se tratara de un mosaico de
dimensiones ilimitadas, formado por un sinfín de pequeñas nubes. Algunas nubes
eran blancas y otras grises, además de unas pocas nubes grandes y negras que le
transmitían, cada vez que las miraba, más sensaciones de angustia domesticada,
contenidas en su pecho. Así, empezó a jugar con las nubes, empeñándose en
domesticar más aún la angustia, dejando así, por unos momentos, de contemplar a
los pasajeros y de remover su memoria. Estaba acostumbrado a jugar con las
nubes. Lo hizo desde que era niño, especialmente cuando viajaba con su madre
desde Ramalah, donde vivían, a Amman. Aquel viaje se repetía dos o tres veces
al año. Allí estaba él aferrado de nuevo a la memoria… esa nube tiene la forma
de un gato, y esa parece un león… y aquella de allí como un león persiguiendo a
un pato; y aquella otra parece un hombre sentado en una asiento. Las nubes
corren en sentido contrario que el del autocar…Nawal, aquellos viajes míos con
mi madre eran para pasar las vacaciones en casa de mi abuela en Amman…!Cuantas
veces te habré hablado de aquellos viajes que para un niño eran como los viajes
de Ibn Batuta!... como si fueran producto de la fantasía…yo esperaba aquellos
viajes impacientemente por lo que significaban para mí de ver paisajes que no
había manera de verlos salvo viajando, y también por lo que me esperaba en
Amman de libertad a la que no estaba acostumbrado en Ramalah…mi madre estaba
distraída de mí en casa de mi abuela, al estar ocupada con su madre y hermanos,
además de que allí encontraba yo amigos con quien jugar en aquel lado del monte
de Annazif, cuando las casas allí se contaban aún con los dedos de las dos
manos, y con la tierra, las rocas y el verdor llamándonos a toda clase de
juegos, con los que consumíamos la mayor parte del día. Era la década de los
cincuenta, benditos años aquellos, que nuestra triturada generación sustrajo a
hurtadillas.
De nuevo fue sorprendido por la
imagen de los dos hombres que le persiguieron en Lisboa, a la vez que sentía
arrollarle una pesadumbre que le aplastó el pecho e hizo encogérsele el
corazón… se preguntaba acerca de lo que querían de él aquellos hombres, y
empezó a imaginar que era lo que pretendían, sin dudar por un momento de que eran israelíes.
En aquellos momentos lamentó no llevar un arma para defenderse, él, que
no había llevado un arma en su vida. Se acordó de las veces en que sus amigos,
portugueses o árabes, le aconsejaron llevar una pistola bajo licencia, sin
embargó él se negaba diciéndoles que la muerte es ineludible para aquel a quien
le persiguen asesinos para matarlo, por más armas que llevase y por muy alerta
que estuviese. Les decía, además, que prefería que no estuviese armado, para
que, en caso de ejecutarse el crimen, que todo el mundo sepa que sus asesinos
son unos despreciables canallas que suelen asesinar a personas indefensas,
exactamente igual a como venían matando a diario a su pueblo desarmado, a la
vista del mundo entero.
De repente, sus ojos y los de la joven morena se encontraron al volverse
ella hacia él de nuevo, haciéndole olvidarse instantáneamente de sus obsesiones.
Hubiera querido que fuera ella quien se sentara a su lado, en vez de esta
señora gruesa, que no dejaba de comer, dormir y devolver. Parecía como si la intensidad
de la pena que padecía a causa de la presión de sus recuerdos y obsesiones lo
llevara a desear que la morena hubiera
sido su compañera de viaje, y hubiera estado conversando con ella, pues sus
ojos destellaban inteligencia y dejaban entrever una personalidad cuya
conversación sería capaz de apartarle del dominio de la añoranza y de la
ansiedad. No pretendía obtener de aquella bellísima mujer, que no dejaba de
mirarle de vez en cuando, con mucha educación, salvo una agradable conversación,
pues su corazón no ansiaba mujeres ni había lugar libre en él donde cupiera
alguna mujer. El amor de Nawal le colmaba el corazón y la propia vida… sí,
Nawal, tu amor me separa de ellas, y eso es una promesa que he hecho conmigo
mismo desde que nació nuestro amor y luego fue nuestro matrimonio…. El amor que
encontré entre tus manos, en tus ojos, y tus ansias de mí cada vez que me
alejaba de ti o volvía a ti, es en realidad la sólida presa por donde no se
filtra en mi corazón ninguna mujer, por muy bella y muy femenina que pudiera
ser. Así que estate tranquila. Todo esto lo debemos a tu amor que empezó a
latir en mi corazón desde que solíamos jugar en el patio de la casa de mi
abuela, en Amman. Las baldosas de aquel patio me hechizaban al tener dibujados
cuadrados blancos y otros negros, y allí solíamos, tú y yo, pasar las tardes
veraniegos jugando sin descanso con mis primos. Entonces tú eras la más bonita
de las chicas de aquel incipiente vecindario. ¿Sabes, Nawal? He visto en Lisboa
y en otras ciudades portuguesas, en casas, e incluso en oficinas
gubernamentales también, las mismas baldosas que aquel patio, al haber sido
construidas en la misma época en la que eramos aún niños, tú en Amman, al
este, y yo en Ramalah, al oeste; días
aquellos cuando aún no conocíamos este de oeste. Yo esperaba aquellos viajes
con una ilusión que se intensificaba con el paso de los años, hasta llegar a su
auge cuando ya estábamos hechos y derechos, y sentía en mi corazón el mismo
anhelo de ti que me tortura hoy día, el mismo que conocí, salvaje,
destrozándome las entrañas, cuando me encontraba en prisión, no lejos de ti y
de nuestros hijos.
El regreso de Fares a su memoria se hacía cada vez más intenso, y con
ello se intensificaba el nudo de angustia en su garganta, volviendo a jugar con
las nubes, mientras los verdes campos fluían delante de sus ojos, plácida y
pacíficamente, salpicados por aldeas, casas esparcidas, campesinos afanándose
en sus tierras, campos de de naranjos, limoneros y mandarinos, y las vastas
extensiones de tierra donde están enfilados los olivos hasta el infinito.
Tres horas después de haber salido de Lisboa, el autocar se detuvo junto
a un gran café en las afueras de una aldea. Los pasajeros se apresuraron a
bajar del vehículo a la carrera afanándose por llegar a
tomar algo de comida o bebida. Fares se quedó en su sitio, quieto y absorto,
observándolos en su carrera, sin tener intención de moverse de su sitio. Le
sorprendió ver que la mujer joven tampoco se levantaba, y después vio como le
estaba mirando cuando ya no quedaba nadie más en el autocar a parte de ellos
dos, además del conductor, quien les
estaba observando desde su asiento a través del espejo retrovisor para saber si
iban a bajar o no. Sentía como si algo pesado le aplastaba el pecho y le mantenía
inmóvil en su asiento, absorto, con la mirada perdida a través de la ventana.
Era algo tan pesado como las montañas que se erguían detrás de aquella aldea.
Miró hacia aquella señora a ver si había abandonado su sitio y la encontró
mirándole con sumo interés que no intentaba ocultar. Luego oyó al conductor
preguntándoles con voz alta si iban a bajar o no, porque quería irse al café y
dejar las puertas del autocar cerradas. La voz del conductor le rescató del
mundo de la contemplación, mientras que las intermitentes miradas de la mujer
le habían transmitido algo de calidez a su corazón, haciéndole recuperar el
interés por lo que había a su alrededor.
De repente dijo ella, con voz fuerte, y muy femenina:
- Sí. Vamos a bajar.
Se quedó atónito por un instante al ver que aquella señora contestaba en
su nombre de él, como si ambos se conocieran desde hacía tiempo. Ella se levantó
lo que le permitió contemplar su esbelta figura y su elegancia, mientras ella
estaba de pie, mirándole sin disimulos, con su resplandeciente rostro y su
dulce sonrisa, percatándose él de inmediato de que estaba ante una mujer
refinada y distinguida. Espontáneamente, una sonrisa emanó de sus adentros,
recorrió sus venas para ir a posar sobre sus labios, ancha y palpitante. Se
levantó, seguro de sí mismo, y se acercó a ella mientras le estaba esperando,
diciéndola, como si de verdad se conocieran de hacía tiempo:
- Vámonos.
- Fares no se dio cuenta, mientras entraba en el café detrás de su
acompañante que un coche rojo, con dos hombres a bordo, llegaba en aquel
momento al aparcamiento de coches y se había parado cerca del autocar. No sabía
que sus rastreadores habían podido perseguirle en Lisboa hasta la estación de
autobuses, y que habían estado persiguiéndolo a lo largo de las últimas tres horas.
Dentro del café había mucho tumulto lo que suponía un gran esfuerzo para
los camareros que servían a los clientes desde detrás de la barra de mármol,
por lo que Fares y su acompañante intercambiaron miradas de indecisión, hasta
que ella señaló hacia una mesa, apresurándose ambos a sentarse en ella. Y
mientras el camarero se fue a traer lo que habían pedido, ella empezó a hablar:
- Ruego que no se extrañe de mi comportamiento, es que ya nos conocemos de
antes.
A fares le sorprendieron sus palabras, pero no dijo nada, a la espera de
que continuara hablando.
- He leído sus dos libros acerca de la cuestión palestina y sus muchos
artículos en la prensa, además de haber asistido a muchas tertulias en las que
usted ha participado, y a muchas conferencias que ha dado usted en Lisboa.
También le vi a través de la pantalla de la televisión. Es usted el profesor
Fares ¿No es así?
Dijo esas últimas palabras suyas con una dulce sonrisa adornando su faz
y sumando más encanto a su belleza. Fares, que seguía aún asombrado, no pudo
más que mascullar:
- Sí. Sí. soy el doctor Fares.
- En cuanto a mí, voy a permitirme presentarme a usted –continuó ella–.
Soy la doctora Amarilis Silva, su compañera en la universidad, pero en la
facultad de ciencias políticas, donde doy clase.
Fares se sintió relajado, ahora que por fin ha conocido la identidad de
su interlocutora y el motivo de su interés por él.
- Es un honor conocerla, doctora Amarilis –dijo recuperando su primera
sonrisa con ella–.
- El honor es mío al conocerle a usted. Le confieso que quería haberle
conocido de antes, pero siempre que acudía a sus conferencias le encontraba
rodeado de sus alumnos y de los asistentes, siendo todos ávidos de más
conocimiento acerca de la cuestión palestina.
- Si lo hubiera sabido hubiera acudido yo mismo a la Facultad de
Políticas.
- Es realmente una extraordinaria casualidad encontrarme con usted a bordo
de un autocar. No estaba segura al principio de que era usted, y no estuve
segura del todo hasta que paró el autocar aquí.
Dijo eso y se rió de corazón, riéndose él también,
con Nawal y sus cuatro hijos sin abandonar su mente. Sentía una amargura
instalada en su pecho, sedimentada en el fondo de su ser, después de haberse
acumulado allí a lo largo de años. Pero, a la vez, se había sentido satisfecho
por haber conocido a aquella señora y por el interés de ella por la causa a la
que consagró él su vida.
Ella le dijo mientras el
camarero dejaba sobre la mesa dos tazas de café:
- Quiero decirle, profesor Fares,
que su venida a Portugal hace dos años…
- ¿Y sabe también que me he venido a su país hace dos años? –la
interrumpió jocoso y mostrando su extrañeza-.
- ¡Y quién no conoce eso de entre los ilustrados en este país. Su causa,
desde que fue hecho prisionero en Israel…
- Palestina… por favor, es Palestina –la interrumpió nuevamente-.
- Sí … disculpas – se rectificó ella–. Decía que desde su detención en
Palestina hace cinco años y hasta su llegada a Lisboa hace dos años, su causa
ha sido rodeada de un amplio interés en los medios de comunicación y medios
universitarios aquí, especialmente por las dos universidades en las que fue
usted graduado, Coímbra y Lisboa.
- Efectivamente –comentó él mientras sacudía la cabeza–.Aquí encontré mi
segundo país, desde mi primera carrera.
- Quería decir, que su venida a Portugal trajo gran beneficio para la
causa palestina, pues el escenario aquí se encontraba vacío salvo de ellos,
quiero decir los judíos, actuando sobre él a su antojo.
- Los israelíes y los sionistas, por favor –la volvió a interrumpir–. Nada
tengo contra los judíos.
- Lo sé, doctor Fares –le contestó con su encantadora sonrisa–. Yo soy
quien dice los judíos y no usted. Decía que no solíamos conocer apenas nada
acerca de la verdad de la tragedia palestina según la narración de su propia
gente. Personas como usted son sumamente necesarios en todas partes de Europa y
América.
- No creo, doctora Amarilis, que mi presencia aquí tiene toda esta
importancia. Desearía ver aquí una sola persona que haya cambiado de opinión o
de postura a favor del pueblo palestino después de haberme leído o escuchado.
Amarilis puso ambas manos sobre la mesa, estirándose hacia Fares,
fijando su vista en la de él, mientras su sonrisa desvanecía por primera vez
desde que iniciaron la conversación.
- Profesor Fares –dijo–. Parece que no me ha reconocido usted aún. Yo me
he presentado, pero mi nombre no le recordó nada. ¿No es así?
Fares quedó sorprendido por la súbita seriedad de su acompañante, aunque
eso no la restaba nada de belleza y de amabilidad. Sacudió la cabeza,
asombrado, y con su sonrisa desvaneciéndose también.
- Lo siento, pero no entiendo lo que quiere decir –dijo él como no
sabiendo a qué atenerse–.
Amarilis volvió a sentarse como estaba antes, tomó un el último sorbo
que quedaba de café en su taza.
- Hasta hace un año, doctor Fares, yo era una de los más impertinentes
defensores del estado de Israel en este país, y solía visitar su ocupado país
una o dos veces por año, A veces por invitación de la Universidad Hebrea, otras de la televisión israelí, o de asociaciones
culturales e instituciones sionistas.
Amarilis se dio cuenta de los signos de asombro que revestían el
semblante de Fares, mientras la escuchaba con sumo interés.
- Mis compañeros portugueses y yo –prosiguió diciendo– recibíamos allí un
trato exquisito de bienvenida, pero nunca visitábamos las zonas habitadas por
los árabes, salvo raramente y muy apresuradamente. Solían colmarnos de regalos,
venía a cuento o no.
Amarilis se detuvo por un momento, escrutando el efecto que dejaban sus
palabras en Fares, quien no articulaba palabra estando como estaba bajo el
efecto de aquella sorpresa.
- Mis compañeros y yo estábamos empapados de la propaganda de ellos, sin
ocurrirnos siquiera mirar hacia la verdadera cara de ese Estado, ni hacia los
cimientos sobre los cuales fue levantado, ni tampoco hacia el pueblo palestino
que para nosotros no era más que una chusma de bárbaros que anhelaban destruir
un Estado civilizado y aniquilar a su pueblo, exactamente como nos había
inculcado su propaganda a lo largo de muchos años.
Aquí reaccionó Fares, empezando a recuperar su sonrisa:
- Este es el método que siguen en todas partes del mundo para incitar a
sus pueblos contra los palestinos, quienes son la victima del aniquilamiento
diario.
Amarilis le escuchó atentamente, mientras sacudía su cabeza en señal de
aprobación:
- Hasta que un día leí su libro, doctor Fares, “La esencia del Estado de
Israel”, el cual me sacudió de arriba abajo.
- ¡¿Cómo!?
- Le digo que el libro me sacudió intelectual y emocionalmente. Encontré
que mis creencias y los cimientos de mis conocimientos acerca de ese Estado
eran raquíticos e incapaces de resistir un solo argumento palestino. Sentí que
el autor del libro era como el degollado que se queja ante el carnicero o como
el ahorcado que se queja ante el verdugo.
- Es así, que excelente es esta expresión –la interrumpió impaciente–.
- Desde aquel día empecé a seguir sus conferencias y tertulias, y empecé a
sentirme orgullosa de su presencia en mi país donde le necesitamos mucho en
este campo, para que conteste a los embaucadores que manipulan nuestras conciencias.
- La veo tenerles mucha rabia. Al parecer la han perjudicado mucho.
- Efectivamente. A lo largo de años han ido dañando mi mente y mi
conciencia. Doctor Faris, yo soy quien le ha contestado muy ferozmente cuando
publicó usted su primer artículo en Lisboa, días tras su llegada, explicando su
sufrimiento en las cárceles de Israel, y el sufrimiento de miles de prisioneros
palestinos encarcelados y torturados allí. ¿No recuerda?
Fares frunció el ceño ante la nueva sorpresa, y pronto se acordó de
aquel artículo de ella de hacía dos años, acordándose entonces de su nombre
como reconocida defensora de Israel. Sin embargo, la ausencia de artículos
suyos a lo largo del último año había hecho desvanecer su nombre en su memoria.
- ¡Oh! ¡Ahora me acuerdo! –exclamó muy alegremente- Es usted Amarilis
Silva, la que me atacó varias veces, y no sólo una vez como dice.
Dijo esto, y lanzó una carcajada sonora, al tiempo que la sonrisa de
ella se ensanchaba más aún ante su jovial reacción al recuperar aquel recuerdo
que en aquellos momentos quedaba claro que ya estaba marchito.
- ¿Por fin se acordó, profesor? Es verdad que aquel no fue mi único
artículo contra usted. ¡Cuántas veces le acusé de mentir, al principio, ruego
que me disculpe.
- Disculpada estás, Amarilis, pues aquí hay muchos como tú, engañados.
Ahora sí que me acordé, y este recuerdo aumenta mi felicidad de haberte
conocido. Ruego que me permitas tutearte y llamarte por tu nombre sólo..
- Al revés, me hace feliz que me llames por mi nombre, como adelanto de
nuestra nueva amistad.
- Gracias por tus nobles sentimientos.
- Desde que leí aquel libro tuyo me he acostumbrado a leer, con un nuevo
espíritu, todos tus artículos, cuidé ver
los programas de televisión en los que estabas invitado, y a asistir a las
conferencias en las que participabas.
- Me siento feliz por todo este interés tuyo.
- A demás, empecé a devorar los libros acerca de la cuestión palestina
escritos por palestinos, árabes y aquellos que los apoyan. Antes de leer
aquel primer libro tuyo solía yo
despreciar todas esas obras y ni siquiera probaba leerlas. Todo esto produjo en
mí un gran giro que hizo que anhele conocerte.
- ¿Has leído mi segundo libro en portugués?
- Sí, en cuanto apareció, hace seis meses.
Amarilis se apresuró a abrir su bolso, de donde sacó un libro.
- Aquí está –dijo mientras ponía el libro delante de él sobre la mesa–. Lo
traje conmigo para releerlo en Faro, donde pasaré allí algunos días en casa de
mi madre.
Fares quedó nuevamente sorprendido, y al ver su libro sobre la mesa, y
ver personificado en ella el resultado de su obra intelectual, sentado delante
de él, hablándole con entusiasmo y confianza, se sintió embargado por una
felicidad que pensó que debía de ser la cumbre misma de la felicidad.
- ¿Y ahora? –la preguntó impaciente–, ¿Cuál es tu postura pública hacia
Palestina y su pueblo?
- ¿No has leído el periódico “Jornal de Notícias” de hoy?
- No. Lo compré pero aún no lo he leído.
Entonces, Amarilis se levantó, se alejó apresurando sus pasos, mientras
que él la seguía con su vista, preso de la sorpresa que no le había abandonado
desde que se sentó con ella. Y no habían pasado más que unos momentos cuando
regresó con el periódico en la mano, lo abrió en una de las páginas y lo puso
abierto delante de Fares cuyo semblante había adquirido una súbita seriedad. Su
vista se posó sobre un artículo que ocupaba una página entera.
-
Espero que el artículo te guste y
que yo haya acertado –dijo mientras volvía a tomar asiento–.
Fares leyó el título del Artículo con voz audible: “Israel, el Estado
embuste”.
El profesor se quedó atónito cuando leyó las primeras frases del
artículo de Amarilis y sus ojos se empaparon de lágrimas mientras su corazón se
colmaba de satisfacción. En ese momento sintió que la sensación de amargura que
estaba adherida a su corazón desde hacía muchos años había sido arrancada de
raíz.
Amarilis se dio cuenta de lo que embargaba a Faris de desbordante
emoción, por lo que le cogió ambas manos.
- Faris, tu trabajo es extraordinario –le dijo, cariñosamente–, y es
fundamental para la liberación de la tierra
y del pueblo de Palestina, y para liberar la mente aquí, en nuestro país.
- ¿Este es tu primer artículo desde tu nueva postura propalestina? –La
preguntó con una voz temblorosa
a causa de lo conmovido que estaba, al tiempo que ella retiraba sus manos tranquilamente–.
- No … es el segundo.
Ella se quedó callada por un momento, luego le preguntó:
- ¿Sabes cuál fue el título de mi primer artículo?
Faris sacudió la cabeza a modo de respuesta negativa, mientras la
contemplaba en silencio.
- Su título fue: “De los palestinos pido perdón”
- ¿Cómo?
- Lo que has oído. Y fue publicado ocupando una página entera de este
periódico. Yo ahora soy una de los más sinceros defensores de vuestra justa
causa, que ya es la mía y la de varios de mis compañeros de los que en el
cercano pasado habíamos sido utilizados para servir a Israel sin darnos cuenta
de la gravedad del crimen que estábamos perpetrando contra tu torturado pueblo.
- ¡Que feliz me siento escuchando estas palabras tuyas¡
- Porque se trata de la verdad. Y ahora, que te acabo de conocer en
persona te pido perdón a ti personalmente.
Sus palabras le sacudieron de nuevo.
- Al contrario, muchas gracias a ti –se apresuró a decir, humildemente–.
Me has iluminado el corazón con la esperanza y has arrancado el desconcierto de
mi corazón. Si te conociera mi esposa y si supiera lo que has hecho conmigo
ahora te hubiera dado gracias infinitamente.
Amarilis parecía no entender lo que quiso decir Faris con su última
frase, por lo que él la explicó, con algún detalle, las discusiones que tuvo
con su esposa acerca de la necesidad de marcharse fuera de Palestina.
El conductor del autocar llamó a los pasajeros avisándoles del fin del
descanso, por lo que Faris y Amarilis se levantaron, con Faris ya creyendo
plenamente en la grandeza del trabajo que estaba realizando al servicio de su
patria y su pueblo. Antes de dirigirse ambos hacia la puerta del café, Amarilis
le detuvo.
- Profesor Faris –le dijo-. Quiero que me permitas ayudarte en tu labor.
Conmigo están algunos profesores, alumnos y periodistas deseosos de servir a
Palestina informativamente tras habérselos aclarado la vista después de haberla
tenido nublada. Podemos ayudarte en la investigación, en la publicación y en
organizar eventos.
La satisfacción era visible en el semblante de Faris al oír aquellas
palabras.
- Es un gran honor para mí,
Amarilis –la dijo mientras la estrechaba la mano a modo de rubricar el nuevo
acuerdo entre ambos–. Me siento hoy el
hombre más feliz sobre la faz de la tierra, y todo gracias a ti. Pero, tengo
una petición muy importante que hacerte.
- ¿Qué es?
- He recibido muchas amenazas de parte de ellos –dijo con una voz que
emanaba de lo más profundo de su ser, mientras caminaban hacia la puerta-.
Se calló por un momento, mientras a ella se la
oscurecía el semblante al percatarse de la gravedad de la situación.
- ¿Me prometes estar al lado de la verdad por más que te cueste; incluso
si llegan a cumplir sus amenazas contra mí?
Amarilis le detuvo de nuevo, estando a pocos pasos de la puerta, con el
resto de los pasajeros rodeándoles por todas partes encaminándose todos hacia
el autocar que esperaba en el exterior.
- Te juro que lo haré –le dijo mientras le miraba de lleno con sus
encantadores ojos–. Mi conciencia mi tortura cada vez que me acuerdo los años
que pasé atacando a la víctima y aniquilándola informativamente.
Fares la agarró de ambas manos calurosamente, con sus ojos chispeando
expresiones de satisfacción y agradecimiento.
- Te lo agradezco, Amarilis –dijo-. Muchas gracias.
Su corta conversación, que no había durado más de veinte
minutos, había creado en ambos un fuerte corriente de mutua confianza. Ella le
prometió también acudir a escuchar su conferencia en Faro en la tarde de aquel
día.
Cuando Fares y Amarilis atravesaron la puerta del café, un poco
retrasados respecto al resto de los pasajeros, el coche rojo se lanzó desde el
aparcamiento, provocando un tremendo ruido que hizo que vuelvan la vista hacia
él los pasajeros que aún no habían subido al autocar, asaltados por el pánico
al ver el coche lanzado cual flecha hacia ellos, quedándose algunos pasmados e
inmóviles en su lugar, mientras que otros se disponían a huir lejos del camino
que enfilaba el coche. Fares y Amarilis se quedaron clavados en su sitio al
observar que el coche se lanzaba hacia ellos. En aquel momento, en el que el
tiempo se quedaba congelado de pánico ante lo que llegaba inevitablemente,
Fares lo comprendió todo, y empujó a su acompañante al suelo en el momento que
el hombre rubio abría fuego desde su ametralladora contra Fares atravesando su
cuerpo con un cúmulo de balas en medio de los sollozos y gritos de la gente. El
coche rojo desapareció por la carretera dejando detrás de sí una espesa nube de
polvo. Pasaron unos momentos antes de que Amarilis, tirada en el suelo y con la
cara polvorienta, pudiera asumir lo que había pasado, lanzándose acto seguido a
donde se encontraba Fares.
- Hijos de perra… infames…le han asesinado…le han asesinado –gritaba como
enloquecida, con los ojos inyectados de sangre–.
Amarilis no dejaba de gritar, puesta de rodillas junto a Faris, que
estaba tirado boca abajo, con la sangre fluyendo de su cabeza y espalda. Sus
gritos y sollozos se intensificaron al ver la sangre de Faris, mientras que la
gente empezó a congregarse alrededor de ambos, entre unos callados y atónitos,
y otros chillando y pidiendo llamar a la policía o al médico, a la vez que
vertían toda clase de insultos a los asesinos.
Amarilis levantó su cabeza hacia el tumulto que la rodeaba.
- ¿Es que no hay ningún médico? –les gritaba–. Llamar a un médico,
deprisa.
Luego ella se atrevió, en el punto álgido de su ataque nervioso, a mover
el cuerpo de Faris. Uno de los presentes la ayudó a darle la vuelta, mientras
ella sollozaba con un llanto ahogado, encontrándole a Faris mirándola, con la
sonrisa que no había abandonado sus labios, pese al polvo que se había pegado a
su cara. Al levantarle ella la cabeza con su mano y limpiarle el polvo, se
percató que estaba sin vida.
1992
Traducción 2024
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(2) Hummos:
(3) Ful: