El Rubio
Saïd Alami
(Traducido del árabe por el autor)
El tren marchaba pausadamente
como si estuviera utilizando pies humanos, no ruedas férreas. Sin embargo, me encontraba feliz con su
lentitud, pues me permitía contemplar los deslumbrantes paisajes que pasaban
continuamente a través de la ventana, con los espesos bosques de pino, las
verdes colinas, taraceados unas veces de encinas y otras de olivos, además de otras
clases de árboles y arbustos cuyos nombres ignoro. Y a veces fui sorprendido
por una liebre que corre presa de pánico
al paso del tren con el estruendo de sus chillidos en medio de la quietud de la
mañana y de la naturaleza apacible.
Me dirigía a la ciudad de
Segovia, en el corazón de Castilla, a una distancia de Madrid suficiente como
para ampararme de los males de su calor asfixiante, de su ruido insoportable y
de la zafiedad de sus gentes llegados a la ciudad de distintas partes de de
España, dejando en sus respectivas tierras de origen la cordialidad y la cortesía.
Estaba impaciente por llegar
a Segovia, al norte de Madrid, y por disfrutar de su suave climatología y sus
frescas brisas capaces de convertir aquel calor del mes de agosto en aire refrescante y en
airecillos primaverales. Impaciente me sentía también por llegar a observar la
puesta del sol detrás de las montañas que rodean aquella ciudad, pues Dios nos ha
maravillado con la creación del ocaso convirtiéndolo en una de las
demostraciones de belleza más deslumbrantes, dotando precisamente al ocaso de
Segovia de una preciosidad muy particular que es lo más sublime creado por el Glorioso, el Majestuoso, en lo que se refiere
a la caída del sol detrás de colinas y campos.
Me acordé de mis anteriores
visitas a Segovia, que se habían repetido a lo largo de los últimos cinco años,
cuando pasaba cortas estancias de quizás menos de un día o tal vez de dos
semanas, en las que conocí la amabilidad de las gentes de esa ciudad y su trato
afable con los foraños a quien tratan
con un cariño y un respeto que no me eran habituales en Madrid.
Antes de llegar a Segovia el
tren pasó por unos pueblos y enclaves de veraneo que suelen frecuentar los
habitantes de la capital en cuanto se intensifica el calor. Respiré hondo al estar ya lejos, a
salvo de Madrid y de la aburrida vida rutinaria allí, empezando a pensar con
anhelo en las dos semanas que planeaba pasar en este tranquila villa de veraneo
en compañía de un allegado amigo mío.
En cuanto pisé el andén de la
estación de tren le avisté esperándome, pues había llegado a Segovia días antes
procedente de Sevilla en huida del ardiente calor de aquella ciudad.
Mi amigo era de los árabes
que prefirieron desde su llegada a España, hacía una década, el trabajo de
comerciante en lugar de perder el tiempo en empleos, convirtiéndose en un
hombre de negocios de éxito y en propietario, entre otras cosas, de una casa en
Segovia, en la que solíamos tener, durante las vacaciones de verano, nuestro
único encuentro a lo largo del año, sin que ello afectara a nuestra amistad
que, al contrario, iba adquiriendo más confianza y más arraigo año tras año.
Ambos habíamos pasado de los treinta años de edad, conservábamos nuestra
soltería y teníamos una filosofía de vida alrededor de la cual nos habíamos
encontrado y nos habíamos comprendido mutuamente, cuyo resumen es “vive y deja
vivir”.
Y en cuanto habíamos
abandonado la estación en el coche de mi amigo, Yusef, nos abalanzamos el uno al
otro con un torrente de preguntas sobre sus novedades y circunstancias, a pesar de que hablábamos por
teléfono varias veces a lo largo del año. Empezamos a planificar las
excursiones que íbamos a realizar a los montes y pueblos cercanos a Segovia,
conocidos por su bella naturaleza y por sus restaurantes.
Yusef se empeñó, como era su
costumbre cada verano, en que nuestra primera comida tenga lugar en un afamado
restaurante conocido por su cochinillo asado, pero nosotros, naturalmente y
como era nuestra costumbre, no pedimos aquél plato, no sólo por motivos
religiosos, sino porque diez años de residencia en España no habían sido suficientes
para arrancarnos ni una pizca del intenso asco que sentíamos al ver aquel sucio
animal que más bien parece una gran rata. Pues lo más feo que la vista puede
observar en Segovia es la escena de los
cerdos lechales, desollados, colgados de sus bocas, exhibidos, partidos en dos
y asados, en las vitrinas de reconocidos restaurantes.
Desde nuestra mesa en aquel
restaurante cuyas ventanas dan a los preciosos arcos romanos del Acueducto,
tuve con Yusef una conversación entrañable que iniciamos, como es costumbre
entre dos amigos que se encuentran tras largo alejamiento, acordándonos del
pasado y sus dulces días, luego las acostumbradas disculpas por el escaso o
inexistente carteo, o por las escasas llamadas telefónicas. Y cuando habíamos
terminado de estas dos fases empezamos a planificar – como solíamos hacer en
los últimos años sentados en esa misma mesa- el modo de pasar el tiempo durante
las dos semanas siguientes.
Y mientras escuchaba a Yusef
estaba yo pensando, mientras mi mirada no se apartaba, a través de la ventana,
de la elevada construcción romana de dos mil años de existencia, en lo veloz
del paso del tiempo, que convierte al año, con sus horas, días y meses, en un
mero destello fugaz; pues me pareció en aquellos momentos como si me último
encuentro con Yusef, el año precedente en aquel mismo lugar, había ocurrido
hacía sólo un instante. Sin embargo, ¡qué valor tiene un año cuando estás
mirando a dos mil años que se alzan ante tu vista y piensas en todas aquellas
generaciones y acontecimiento que se habían sucedido debajo de esos arcos
pétreos y silenciosos!
- ¿Y ahora qué te parece si tomamos el café donde Miguel? –le pregunté a
Yusef en cuanto habíamos terminado de comer, siendo Miguel un hombre divertido,
propietario de un café donde eramos asiduos en nuestras anteriores vacaciones-.
A Yusef le encantó la idea.
- ¿Te refieres al café del “gandul”? ¡Es una excelente idea! –exclamó
Yusef-. Hace una semana entera que llegué a Segovía y aún no fui a visitarle
porque prefiero que vayamos juntos como de costumbre…y tú lo sabes mejor que
yo.
Sus
últimas palabras iban acompañadas de un guiño, en alusión a las dos hijas del
“gandul”, sobrenombre que le habíamos puesto a Miguel. Pues el hombre tenía dos
hijas de sublime belleza, la mayor de ellas no pasaba de los diecinueve años,
siendo su hermana un año menor que ella. Ambas trabajaban en el café sirviendo
a los clientes, mientras que su padre se dedicaba a conversar con sus clientes
como si fuera uno de ellos, a la vez que dirigía sus órdenes a su mujer y a sus
dos hijas para que se den prisa en servir a este y llevar la bebida a aquél. Esa
era la razón de haberle puesto el sobrenombre de “el gandul”, a modo de broma,
nada más, pues no le habíamos visto nunca servir a los asiduos del café, o
prepararle comida o bebida, alegando al respecto, como nos explicó varias veces,
que él había trabajado desde que era mozo y que ahora, que ha pasado de los
cincuenta años, merece limitarse a dirigir el café. Solía asegurarnos, riéndose
como era su costumbre, que, aun cuando parece que él no trabaja, en realidad
desempeña la misión más complicada en el café, que no es otra que dirigirlo y
entretener a los clientes que en realidad suelen acudir al café para disfrutar
de sus conversaciones y reírse de sus chistes.
Mirándolo bien, la verdad no era distinta
de aquella lógica de Miguel, pues lo conocíamos cual antorcha de vitalidad,
alegría y gracia, de modo que no se hartaba uno de su compañía. Ni yo ni Yusef
teníamos la más mínima aspiración respecto a sus hijas pues entre nosotros y
ellas había una diferencia de edad que nosotros no olvidábamos, de modo que la
insinuación que había hecho Yusef de ellas no era más que una broma inocente,
ya que no teníamos necesidad de mujeres en aquellas vacaciones nuestras en las
que ambos eramos precisamente los solteros deseosos de estar lejos de ellas
aunque sea por unos pocos días.
Así que
nos dirigíamos andando hacia el café de nuestro amigo Miguel, prestos ambos
para su caloroso y escandaloso recibimiento que nos suele dedicar cada vez que
lo visitamos, como si formáramos parte de su familia más estrecha, pues cada
vez que hemos regresado a su café nos desbordaba de abrazos, golpes en los
hombros y gritos en los que nos invitaba a tomar lo que quisiéramos de comida o
bebida para luego negarse a cobrarnos ni una peseta. Se lanzaba a contarnos con
toda suerte de detalle todo lo que hubiera tenido lugar de acontecimientos y chismes
en Segovia durante nuestra ausencia. Solía, tan entregado a la conversación, no
dejarnos ocasión alguna de hablar, y tampoco necesitábamos hacerlo, porque
escuchándolo nos íbamos de risa en risa, y si descansaba por un momento, en el
que tomaba un sorbo de la copa de coñac o de vino, que no abandonaba su mano,
nos apresurábamos a preguntarle por alguna persona, algún lugar o algún suceso
que hubiéramos oído de ello, lo que se convertía en una nueva puerta para una nueva
conversación de su parte encantadoramente divertida que nos hacía reír hasta
casi ahogarnos, mientras participaba de nuestra risa con una felicidad
manifiesta en su semblante, al tiempo que no cesaba de invitarnos a beber esto
y tomar aquello de alimentos. Nosotros, mientras, sólo participábamos con él en
tomar refrescos o café, fracasando él, una vez tras otra en convencernos de
tomar una vaso de vino, coñac o güisqui o alguna otra de las decenas de bebidas
cuyas botellas se amontonaban sobre las estanterías del café.
- Vosotros los árabes queréis vivir mil años - solía repetir, mostrando su
hartazgo, en broma, ante sus repetidos fracasos-. Beber, hombre, pues el ser
humano de nosotros no tiene más remedio que morir, sea de alguna enfermedad o
de alguna otra cosa. Estáis perdiendo ocasiones insustituibles de deleite al
rechazar mis invitaciones una vez tras otra. Otros que sean españoles anhelarían
una invitación mía a una copa de güisqui, mientras vosotros venga té y venga
café. Vuestra amistad no es nada costosa, es casi gratuita.
Nos decía aquello mientras intentaba
vencer su risa, con todos los presentes en el café escuchando sus palabras que
lanzaba con voz alta y escandalosa, como es costumbre de los españoles en los
cafés.
Miguel solía, una vez
terminaba de hablarnos acerca de Segovia y lo que había acontecido allí durante
nuestra ausencia, empezar a preguntarnos sobre nosotros, la vida en Madrid y Sevilla,
y acerca de los países árabes, y en cuanto uno de nosotros empezaba a
responderle se lanzaba él mismo a contestar sus propias preguntas, lanzándose a
verter su ira sobre Madrid, sus gentes, sus demasiados coches y la
contaminación de su aire, luego hacía lo mismo respecto a Sevilla, su calor
ardiente, lo estrecho de sus calles y sus muchos ladrones. Seguidamente se
ocupaba de los países árabes, que no había visitado en su vida, prestándose
voluntario, en lugar nuestro, a lamentar la mala suerte que los tocó a los
árabes teniendo esos gobernantes que tienen, y para asegurarnos, como si no lo
supiéramos nosotros, que si no fuera por sus gobernantes los árabes hubieran
derrotado a Israel desde el principio. Miguel, en el auge de su arabidad,
levantaba su voz para asegurarnos a nosotros, a todos los clientes del café, a
su mujer y sus hijas, que los árabes son el pueblo con la historia más grande
del mundo y con el presente más amargado, y que nosotros, Yusef y yo, somos los
más amargados de entre los árabes por nuestra insistencia en no beber, y en no
comer lonchas de jamón a las que él nos invitaba como lo más preciado de en
cuanto encierran las paredes de su café, a lo que nosotros solíamos repetir
siempre, disculpándonos de él:
- Pero, Miguel, ¿no te acuerdas de que nosotros no comemos carne de cerdo?
A lo que sus hijas se
prestaban a recordarle de nuevo; en medio del interés de la mayoría de los
clientes que fijaban su vista en nosotros, los dos árabes que rechazamos un
plato de lonchas de jamón que no rechazaría ningún español desde el sur al
norte del país por muy tonto que sea, que nosotros somos musulmanes y que los
musulmanes no comen carne de cerdo.
No se hartaba uno nunca de la
conversación de Miguel, pues su lógica alegre fluía caudalosa cargada de
atrevidas palabras, frases divertidas, analogías cómicas y expresiones
graciosas de las que abundan en la lengua española de un modo que apenas
encuentra rival en otras lenguas.
Yusef y yo apresurábamos el
paso hacia el café con auténtico anhelo de un largo y grato encuentro con
Miguel y su familia. Mientras nos acercábamos del local y seguíamos recordando
las conversaciones de Miguel:
- Y cuando termina de hablar, seca el sudor que empapa su frente y nos
dirige una mirada insinuante, señalando con la cabeza a sus dos hijas que no se
apartaban de la barra, ocupadas como están en llenar las copas de los clientes,
y en servirlos; con la ayuda de la madre que no abandonaba la cocina a lo largo
del día, mientras escuchaban lo que decíamos y nos acompañaban en nuestras
risas y a veces en nuestra conversación, luego dice: -¿ Eh, árabes, qué decís,
cuándo será la petición de mano? ¿Dónde vais a encontrar mejor que Carmen y
Lolita, tontos?
Yusef siguió recordando
aquella escena, que se había repetido en varias ocasiones:
- Al escuchar aquello que decía su padre, sus hijas se les encendían las
mejillas avergonzadas, y nos miraban riéndose mientras las mirábamos y decíamos
escandalizados, al unísono:- Pero, Miguel, ¿acaso no ves las canas que empiezan
a colarse en nuestras cabezas. Búscalas dos novios jóvenes. Además, ¿Qué te
obliga a perpetuar tu relación con dos hombres amargados que no beben vino ni
comen carne de cerdo?
Al llegar a este punto le
dije a Yusef, seriamente:
- La única cosa que me molesta de este hombre es que carece del sentido de
honra respecto a sus hijas y a su mujer. A veces he notado como algunos
clientes las acosaban y como las dirigían miradas muy descaradamente.
- Tienes razón. A veces creo que yo las quisiera proteger mucho más de lo
que hace Miguel, pues no olvidemos que conocemos
a ambas chicas desde que eran pequeñas con catorce años de edad más o menos.
Llegamos al café, y cuan
fuerte fue nuestra extrañeza al encontrar que no había ni sillas ni mesas
debajo de los dos robles gigantescos que se alzan frente de su puerta, donde
solíamos sentarnos con Miguel y su familia a avanzadas horas de la noche con el
café ya vacío de clientes, disfrutando de las frescas brisas y deleitándonos
con el murmullo de las hojas de ambos árboles meciéndose al son de las brisas.
Aumentaba nuestra extrañeza encontrar cerrada la puerta del café y el silencio
que envolvía el lugar como si fuera un cementerio abandonado. Nos miramos el
uno al otro, asaltándonos una sensación de súbito temor que puso final a
nuestra alegre conversación que se había iniciado con mi llegada a la estación
de tren por la mañana.
- A lo mejor el tío Miguel imita ahora los cafés de Madrid cerrando su
local un día a la semana, o un mes entero en verano – se apresuró a decir
Yusef, como para ahuyentar esa sensación.
- El polvo cubre la puerta y el candado –le dije señalando la puerta del
café-. Esto significa que el local lleva cerrado mucho tiempo.
Me apoyé en el tronco de uno
de los robles sin saber qué hacer, mientras que Yusef se apoyaba en el otro
árbol, también presa de la perplejidad. Echábamos mucho de menos el encuentro
con Miguel, lo que hacía que fuera grande nuestra frustración en aquellos
momentos en los que ambos estábamos presa de la incertidumbre y enmudecidos de
asombro. El silencio reinó sobre nosotros dos mientras movíamos nuestra vista hacia
la derecha y hacia la izquierda en busca de cualquier indicio que nos guíe
hacia el misterio que había detrás del cierre del café y de la ausencia de sus
dueños.
El sol aún conservaba su
vigor en aquella hora de la tarde, sin embargo las suaves brisas fluían como de
costumbre debajo de aquellos dos árboles como si moraran allí siempre.
- Si quieres que te sea franco, Imad, no te oculto mi preocupación por
Miguel y su familia –dijo Yusef-.
Ensimismado, le miré sin responder,
encontrándolo mirando el suelo y moviendo con la punta de su zapato una pequeña
piedra. El silenció volvió a reinar de nuevo sin que nos moviéramos del sitio
ni lo abandonáramos, como si estuviéramos esperando a que ocurra algo que nos
rescate de nuestra perplejidad.
Sin embargo, no tardamos en
darnos cuenta de que quedarnos allí no nos servía de nada por lo que
abandonamos nuestro sitio en silencio, volviendo sobre nuestros pasos. Pero no
nos habíamos alejado más que unos metros cuando oímos una voz que llamaba:
- Eh…¿Qué queréis?...¿Queréis algo?
Nos volvimos hacia donde
procedía la voz encontrándonos con un hombre viejo en el balcón de una casa
encima del café, agitándonos su mano. Entonces le grité mientras nuestros
semblantes se relajaban cuando nos acordamos, al verle allí, que la vivienda de
la familia de Miguel se ubica encima del café:
- Buenas tardes, abuelo. ¿Dónde están los dueños del café?
- Te oigo bien, no hace falta tanta algarabía –dijo el hombre
tranquilamente-. ¿Qué quieres?
Su respuesta me molestó
- ¿Quién es usted? Somos los amigos de Miguel –le contesté secamente-.
- Los amigos de Miguel…los amigos de Miguel –repetía refunfuñando con
sorna-.
El hombre se quedó en
silencio por unos momentos.
- Soy su padre… sí, soy el padre de Miguel –prosiguió-.
El viejo se que quedó en
silencio de nuevo mientras intercambiaba yo con Yusef una mirada de
satisfacción por haber encontrado a quien nos pudiera desvelar el misterio que
nos tenía desconcertados.
- Somos sus amigos, abuelo, y no le hemos visto desde el año pasado –le
gritó Yusef-. Hemos venido a Segovia para verlo, ¿Dónde está?
De pronto vimos a una mujer
salir al balcón y decir al viejo palabras que no oíamos, a lo que el viejo la
respondió totalmente tranquilo que estábamos preguntando por Miguel, por lo que
la señora nos miró con atención, reconociéndola yo enseguida.
- Es la esposa de Miguel, ¿A que sí? –le exclamé a Yusef-. Es Cayetana.
Una sonrisa se asomó a los labios de la mujer al reconocernos.
- Subir, Subir ¡Qué hacéis en la calle! –exclamó la mujer dándonos la
bienvenida.
Seguidamente dirigió una
mirada al viejo como reprendiéndolo y sacudió su cabeza en señal de reprobación
de su comportamiento.
- No mi mires así –la gritó el hombre-, estaba a punto de invitarlos a
subir.
Subimos por una escalera
estrecha sin intercambiar palabra alguna, pues todo nuestro pensamiento estaba
centrado en el enigma que había detrás del cierre del café. Encontramos a la
señora Cayetana esperándonos a la puerta de su casa dándonos una buena acogida.
Cuando estreché la mano de Cayetana miré sus ojos en profundidad impaciente por
escudriñar la verdad, hallando en ellos una tristeza que nunca antes había
visto en ellos. Una tristeza que ya estaba enraizada, como si hubiera estado
presente en su corazón desde hacía años. Sentí como si una mano poderosa
estrujara mi corazón haciendo disiparse mi sonrisa mientras accedíamos al
interior de vivienda donde el viejo se encontraba sentado en una humilde sala. Intercambié
una mirada con Yusef encontrándolo en tal estado de seriedad como si hubiéramos
estado allí para dar nuestras condolencias.
Al cabo de unos momentos nos
sentamos los cuatro, mirándonos en silencio, que la señora Cayetana se apresuró
a interrumpir dirigiéndose al anciano:
- ¿No te acuerdas de ellos, abuelo? Los has visto en el bar varias veces.
- Me traiciona la memoria –dijo el anciano sin apartar la vista de
nosotros-, pero bienvenidos seáis.
Le agradecimos sus palabras
con una sonrisa, pero estábamos sobre ascuas en deseos de conocer lo que le
había pasado a Miguel y a su café. Yusef no pudo aguantarse más por lo que
preguntó a la mujer sin titubeos:
- ¿Y Miguel? ¿Dónde está?
Me di cuenta de que el
anciano inclinó su cabeza sobre su pecho manteniéndose en silencio mientras se caía
la sonrisa cuyos restos habían permanecido hasta aquel momento pegados a los labios
de Cayetana.
- En la cárcel –dijo ella, firmemente-.
La respuesta nos
impactó…tanto por lacónica como por su contenido. No era difícil comprender que
Cayetana confiaba en nosotros y que quería ponernos al tanto de lo ocurrido sin
rodeos. La verdad es que yo esperaba una noticia más amarga de la que había
recibido de ella. Me pareció que Yusef se había recuperado pronto del impacto
de la noticia, pues al momento volvió a preguntarla:
- ¿Y qué hizo como para meterle en la cárcel? ¡Siempre conocimos en él a un
hombre pacífico y recto!
La mujer permaneció en
silencio, dándome cuenta de que estaba resistiendo sus lágrimas, por lo que
temí lo peor. Me acordé de sus hijas, y sin haberlo pensado la pregunté por
ellas, intentando salvar aquel momento embarazoso, con el resultado de que no
había hecho más que empeorarlo, ya que la mujer rompió a llorar sollozando, sin
embargo, pronto se recompuso y secó sus lágrimas. Miré a Yusef y vi que tenía
el semblante pálido al ver llorar a Cayetana, y la extrema seriedad que se
había apoderado del semblante del anciano que no articulaba palabra.
-
Mató a un hombre.
Así nos llegó la respuesta de
Cayetana en cuanto pudo sobreponerse por un momento. Sentí encogerse
intensamente mis entrañas ante el horror de lo acababa de escuchar.
-
¿Dice usted que mató a un
hombre?, -murmuró Yusef incrédulo ante esas
palabras de Cayetana-. ¿Miguel matando a un hombre? Esto es fuera de
toda lógica.
Sin embargo, ella sacudió la cabeza en señal
de que se reafirmaba en lo que acababa de decir.
-
Sí, Miguel, -prosiguió ella- ustedes
saben como era de pacífico y paciente, pero mató.
- Le condenaron a quince años de cárcel, - exclamó el anciano súbitamente-
pero él hizo lo que tenía que hacer.
Me di cuenta de que los ojos
del viejo se enrojecían mientras que resistía sus lágrimas. Sentí que habíamos
entrado en aquella casa para meter los dedos en la llaga de su gente. Me asaltó
un deseo de levantarme y abandonar el lugar sin esperar a escuchar ninguna otra
palabra.
Pero…¿Y las dos chicas?
Estuve por preguntar a Cayetana otra vez por sus hijas, sin embargo, la
telepatía entre Yusef y yo estaba en aquel momento en su punto álgido, por lo
que se me adelantó en preguntar a la madre por Carmen y Lolita, a lo que la
señora contestó, aún resistiendo sus lágrimas y tartamudeando al hablar:
- Por favor perdónenme, pero es que desde que os vi no puedo dejar de
pensar en la felicidad que reinaba en nuestra vida durante vuestra última
visita el año pasado. !Cómo puede cambiar la vida de ser un paraíso a ser un
infierno con esta facilidad! ¡Cómo puede convertirse de lo más dulce a lo más
amargo… sin previo aviso y sin preámbulos!... Ojalá la vida vuelva atrás un año
solamente.
Aquí la mujer rompió en un amargo llanto otra
vez al no poder controlar más sus nervios. Intercambié con Yusef una mirada de
perplejidad.
- El tiempo, señora Cayetana, no vuelve para atrás ni un solo momento.
Mejor dejar el pasado donde está y tenga usted esperanza de que el futuro
traerá todo lo bueno, Dios lo quiera, -me encontré diciendo en un intento de consolar
a aquella señora-.
Dije aquello sin estar
convencido de ello. El anciano sacudió la cabeza en señal de incredulidad,
mientras me dirigía una mirada que expresaba su desesperación.
- Todo lo bueno se fue con el pasado –dijo el viejo con voz ronca-. El
pasado es lo bueno, mientras que del futuro nada bueno se espera.
- Todo tiempo pasado lo consideramos mejor que el tiempo presente y que el
futuro, esta es la naturaleza humana, abuelo –le respondió Yusef con tono
tajante, como enfrentándose a él-. Cuantas veces sufrimos lo indecible hasta
que el tiempo de sufrir haya pasado y los años lo hayan llevado lejos, entonces
nos volvemos hacia aquel tiempo echándolo de menos con añoranza, como si se
tratara de nuestros días más felices, sin apreciar nuestra felicidad presente
la cual no podíamos ni soñar en los tiempos de sufrimiento. Todo esto ocurre
simplemente porque los años del pasado están más alejados de nuestra muerte que
nuestro presente, y porque el pasado es tiempo de niñez, juventud o sueños.
¿Por qué dice usted que no hay esperanza en el futuro? ¡¿Acaso decide usted el
futuro de esta familia, o el de cualquier otro ser humano, o siquiera decide
usted su propio futuro?! Nadie de
nosotros, abuelo, sabe lo que nos esconde el próximo instante de bien o de mal.
La mujer
escuchaba a Yusef, habiendo dejado de llorar, y parecía que sus palabras la
habían caído como un bálsamo. Yusef notó que sus palabras la habían sentado
bien a Cayetana, sin embargo dejó de hablar al darse cuenta de que empezaba a
perder el control de sus nervios ante aquel anciano sumiso que o estaba callado
como una tumba o hablaba para debilitar el ánimo de aquella desdichada mujer.
Reinó un
profundo silencio mientras Cayetana tenía la vista colgada de Yusef, como
instándole a seguir hablando, pero mi amigo permanecía con la boca cerrada, lo
cual formaba parte de su naturaleza cuando tenía los nervios tensados. Percibía
yo que también Yusef deseaba abandonar aquella casa de inmediato, pero a la vez
estaba seguro de que él ardía en deseos de saber lo que le había pasado a
aquella familia…a aquellos amigos.
Entonces
dirigí a Cayetana una pregunta que estaba seguro de que Yuse la estaba
masticando nerviosamente en aquellos momentos:
- Señora Cayetana. ¿Por qué no nos cuenta usted ha historia desde el
principio? Si nos considera amigos.
- Al revés, son ustedes de nuestros pocos amigos. Teníamos una larga lista
de amigos antes de meter a mi marido en la cárcel, algunos de ellos parecían
como hermanos. Sin embargo ahora, con Miguel en la cárcel y el bar cerrado, han
desaparecido todos. Miguel se enorgullecía de haber sido muy querido y de que
tenía decenas de amigos. Muchos de ellos le mostraban su rostro de amigos con
la esperanza de que les invitara a tomar gratis un vaso de vino tras otra.
- Es un buen hombre y la gente le quiere, y pronto pasan a tener confianza
en él –la interrumpió Yusef en voz baja como si hablara consigo mismo-.
Efectivamente,
Cayetana empezó a narrar la historia que terminó enviando a su marido a la
cárcel, destrozando su feliz hogar:
- Todo empezó días después de última visita de ustedes a Segovia. El otoño
estaba a la puerta y las brisas de la noche empezaban a ser algo frías, lo que
hizo que los clientes del bar se recogieran en sus casas a una hora temprana,
salvo dos o tres personas. Era de noche y me preparaba con mi marido para
cerrar el local y hacer las cuentas de aquel día de trabajo. Las dos niñas
preparaban la cena en la cocina y charlaban alegremente como las conocen
ustedes, pues ambas han heredado la alegría y vitalidad de su padre. De repente
apareció por la cortina de abalorios de la puerta un hombre que no pasaba de los
treinta y cinco años de edad, tal vez menos…rubio, de alta estatura y ojos
azules. Y como sabéis, en España se considera al hombre rubio, alto y de ojos
azules como el paradigma de belleza masculina, tal vez porque somos un pueblo
formado en su mayoría de morenos, algo de baja estatura y de ojos oscuros. El
hombre nos saludó con suma educación, dándonos cuenta enseguida de su acento
extranjero. Quise decirle al hombre que el bar ya estaba cerrado, pues nada más
verle no me cayó bien. Sin embargo, el bueno de Miguel me paró, dio la
bienvenido al foráneo y le preguntó si quería tomar algo. El rubio pidió una
taza de café reflejando su semblante que algo le tenía muy preocupado. En
cuanto Miguel le sirvió el café el hombre le contó que acababa de llegar a
Segovia en tren, que no había encontrado ningún taxi en la estación y que el
teléfono público de la estación estaba averiado. No era la primera vez que escuchábamos
un caso parecido, pues estamos a pocos metros de la estación de tren. Mi
marido, al haber comprendido lo que quería, le entregó la guía telefónica, y el
hombre empezó, entusiasta, a pasar sus páginas en busca de los números de
hoteles sin dejar de dar gracias a Miguel, pues como sabéis la estación está
lejos del centro de la ciudad y la oscuridad cerrada la rodea por todas partes
a aquella hora de la noche. Percibí que mi marido quería ofrecerle al rubio
alquilarle una habitación de uno de los dos apartamentos que habíamos comprado
en aquel verano y los convertimos en algo así como un pequeño hostal.
- Miguel nos habló de aquel proyecto suyo y nos invitó a visitar los dos
apartamentos ubicados en el nuevo edificio adyacente a este –dije, interrumpiéndola
por primera vez-.
- Alquilar las habitaciones de estos dos apartamentos se ha convertido en
el único medio de vida que tenemos hasta que vuelva a abrir el bar de nuevo –
prosiguió ella-. Miguel sabía que era difícil conseguir una habitación en
ninguno de los hoteles que se anuncian en la guía telefónica y cuyo número no
pasa el de los dedos de una mano. De hecho, en cuanto el foráneo había llamado
a dos hoteles empezó su entusiasmo a disiparse. Y cuando iba a llamar al tercer
hotel Miguel le ofreció el alquiler de una de nuestras habitaciones. Pronto
cerraron el trato y Miguel salió con el rubio para enseñarle su habitación. Durante
su ausencia se marchó el último de los clientes al tiempo que Carmen y Lolita
habían terminado de preparar nuestra cena. Habían pasado pocos minutos cuando
regresó mi marido acompañado de aquel hombre que nos pareció que se había
convertido durante aquellos minutos en uno de sus más allegados amigos. Miguel
me llevó a parte y me dijo, lleno de orgullo y satisfacción, que la habitación
le había gustado a aquel extranjero que estaba claro que pertenecía a un
estrato social rico. Me dijo que su nombre es René, francés, y que cenará con
nosotros después de que haberle insistido en que cene con nosotros, lo que me
molestó sobremanera, sin embargo no hice más que sonreírle al foráneo dándole la
bienvenida.
Cayetana
se quedó en silencio por un momento que fue aprovechado por el anciano para
repetir, enojado, con sus heridas ya a flor de piel al escuchar de nuevo esa
historia:
- Nada bueno se puede esperar de los franceses. Ellos no quieren a los
españoles en absoluto y se creen superiores a nosotros en todo.
Al no hacer ninguno de
nosotros comentario alguno, ya que nuestra vista estaba pendiente de Cayetana,
la mujer continuó hablando:
- No me había reído en vida como en aquella cena. René era un hombre de
fácil chiste y de una simpatía singular, además de estar hablándonos con un
español algo rudimentario lo que provocaba que las niñas se rieran de él cada
vez que cometía un simpático error, sea en el significado de las palabras, sea
en la manera de pronunciarlas. La verdad es que pronto se hizo con nuestra
atención y con la confianza de Miguel quien le escuchaba apasionado, a pesar de que no solía escuchar a
nadie en semejantes reuniones en las que no dejaba ocasión de hablar a nadie.
El francés era culto, de una vasta experiencia en la vida, conocía Europa
entera y muchos otros países en África y Asia, lo que hizo que todos
escucháramos atentamente su apasionante conversación, especialmente Carmen y
Lolita. Me acuerdo que nada enturbiaba la amenidad de aquella cena salvo un
solo punto donde Miguel y René chocaron, y su desacuerdo estuvo a punto de
enconarse, pues ambos estaban casi embriagados de tanto vino que habían tomado
en la cena.
- Ah. Me acuerdo de aquello. El tema de los árabes –intervino el anciano
nuevamente, sacudiendo la cabeza-.
- Pero si tu no estabas con nosotros en aquella cena, abuelo –respondió
Cayetana cariñosamente-. Usted estaba durmiendo plácidamente a aquella hora
tardía de la noche.
- Sí. Sí. Pero me has contado eso varias veces.
Yusef y
yo nos impacientábamos interesados como estábamos por conocer aquel punto de
desacuerdo entre Miguel y su huésped y que el viejo había señalado que estaba
relacionada con los árabes, por lo que miré a Cayetana animándola a seguir
hablando.
- En el marco de su conversación acerca de sus visitas a muchos países –se
apresuró a decir Cayetana-, René habló mal de los árabes, calificándolos de
bárbaros, además de otros calificativos infames. En realidad, Miguel pasó por
alto este comportamiento de René al principio, pero el francés volvió a
insistir mofándose de los árabes en un intento de arrancarnos más risas y más
admiración como había acostumbrado desde el inicio de aquella tertulia. Sin
embargo todos permanecíamos impasibles lo que provocó su extrañeza, pasándose
entonces del lenguaje de broma a insultar a los árabes con toda franqueza y
seriamente. Aquí le preguntó Miguel, irritado, sobre la causa de su odio hacia
los árabes, quedándose el francés perplejo sin hallar respuesta, limitándose a
repetir sus feos adjetivos de los árabes, hasta que Miguel le dijo algo
enojado, pero sin perder los nervios:“Vosotros los franceses odiáis a
mediomundo y despreciáis al otro medio. Yo te diré porque odiáis a los árabes,
porque os han derrotado en Argelia después de haberla colonizado a lo largo de
más de cien años, como también os han echado de Marruecos, de Túnez y de otros
países árabes, y esto fue hace pocos años, René. Este es uno de los motivos de
tu odio a los árabes. ¿Quieres que te cuente más motivos?”.
Cayetana
hablaba imitando el modo de hablar de su marido, poniendo en esa última
pregunta algo de irritación y enfado. Sin embargo, no se detuvo, sino que
siguió hablando:
- René se llevó una grandísima sorpresa mientras escuchaba a Miguel y le
preguntó al darse cuenta de su enfado por el misterio que hay detrás de aquel
conocimiento suyo de esa parte de la historia de Francia, a lo que miguel
contestó diciendo que se traba de capítulos de la historia de los árabes
primero, antes de ser de la historia de Francia, y que él es contemporáneo de
aquel período de tiempo y por lo tanto no había nada extraño en que se acuerde
de ella. Después, mi marido añadió algo que no olvido y que parecía que molestó
a René e hirió su vanidad: “Has de saber, nuestro huésped, que no eres el único
aquí que conoce el mundo. La diferencia entre tú y nosotros que tú estás
obligado a viajar de un país a otro para conocer a la gente, mientras nosotros
aquí, en esta ciudad histórica y en este café, nos viene a visitar el mundo
entero, como has venido tú, siendo francés, y otros franceses, sin que nosotros
hayamos visitado Francia nunca. Francia es la que nos visita. Lo mismo que los
árabes, de entre quienes tengo amigos cuya amistad me enorgullece. Me quieren y
quieren a esta familia mía, y no acepto de ti que vengas a insultar a mis
amigos”.
- Miguel es un hombre noble. ¡Qué buen amigo es Miguel! –exclamó Yusef sin
poderse aguantar más-.
- Os lo dije, nada bueno se puede esperar de los franceses. No quieren a
los españoles en absoluto. No olvidéis que Napoleón ocupó nuestro país largo
tiempo. Pero le hemos expulsado de la peor manera.
El
anciano dijo esas últimas palabras suyas con mucho entusiasmo, sacudiendo su
puño en alto. Cayetana sonrió ante las palabras de su suegro.
- Eso sucedió más de cien años antes de tu nacimiento, abuelo –dijo
Cayetana en voz alta, como acostumbraba cada vez que le hablaba, por tener el
anciano el oído débil-. Luego prosiguió:
- Pero volvamos a aquella noche. Aquella discusión entre Miguel y el
francés llevó a un claro enfriamiento de la conversación que mantuvimos con
René posteriormente, y que no duró más allá de unos minutos tras los cuales el
rubio se levantó disculpándose para recogerse en su habitación. Aquella cena
tuvo un efecto que yo no había notado hasta que la tertulia estuvo a punto de
finalizarse. Pues, René, el de las bellas facciones..el de alta estatura… el
chistoso…el hombre experto y conocedor casi del mundo entero…el culto que habla
tres idiomas…el rico propietario de una fortuna…ese hombre no había obtenido
solamente el interés de todos nosotros, sino que también había deslumbrado a
Carmen y Lolita, que se quedaron
hechizadas por su personalidad. ¿Y cómo
no iba a ser así cuando ambas estaban acostumbradas a tratar con gente en cuyas
vidas no había nada excitante ni sorprendente. A esto añadimos que ambas
estaban pasando por una edad peligrosa en la que todo lo excitante parece maravilloso,
y todo lo sorprendente parece excelente, así sin averiguar ni analizar. Es la
edad de enamorarse en la que el corazón suele estar abierto de par en par al
primero que llama a la puerta, sea quien sea. Me asaltó el temor y tuve malos
presagios al darme cuenta de que las miradas de mis hijas estaban pendientes de
René. Me alegría aquella noche se desvaneció antes de prenderse la discusión
entre Miguel y René al notar que este dirigía miradas insinuantes a mi hija
mayor, Carmen, por lo que me sentía sobre ascuas a la espera de que se acabara
aquella infausta cena que ha sido el preludio de todas nuestras desgracias
siguientes.
René se
marchó a su habitación después de habernos saludado uno por uno utilizando su
habitual jovialidad, como para asegurar que su encontronazo con Miguel no había
dejado rastro negativo alguno en su corazón. Miguel quiso acompañar a René
hasta su habitación para demostrarle a su vez que no estaba enojado con él y
que todo seguía su curso normal, pero el francés insistió en que Miguel se
quedara con nosotros, procediendo ambos a estrecharse las manos con sendas y
amplia sonrisas. En cuanto el rubio había salido por la puerta del bar Miguel
me miró en silencio con un gran signo de interrogación en sus ojos que no supe
su significado pero que suscitó en mí múltiples temores. Miré hacia Carmen y
Lolita y las vi ocupadas en recoger la mesa y limpiar la cocina, habiéndose
desvanecido su alegría y cesado su risa.
A la mañana siguiente abrimos el bar a las
siete de la mañana como de costumbre. Me acuerdo que hacía un tiempo estupendo
y un cielo azul inmaculado, hasta parecerme que los temores de la noche
anterior habían tenido lugar hacía tiempos remotos, no dejando el menor rastro
en mi corazón en aquellos momentos. Tampoco noté malestar alguno en mi marido
pues estaba recibiendo la mañana en plena actividad y con alegría, como siempre
le he conocido. En cuanto a las dos niñas seguían en la cama, como acostumbraban
a aquella hora de días de verano.
La mañana pasaba tranquila y apacible, hasta media
mañana, cuando René entró en el bar con cara risueña, saludándonos con voz
alta, brindándole nosotros el mejor de los recibimientos. El rubio tomó el
desayuno en compañía de Miguel, manteniendo los dos una conversación en la que
se les oía reír de nuevo. No sé porque brindábamos a René un trato distinto al
de otros clientes, pues desde el primer
momento mi marido lo trató como a un amigo, tal vez por su inclinación natural
de brindar toda su amistad a los que no son españoles por compartir con ellos
sus sentimientos de estar lejos de sus patrias y de sus familias, como me dijo
una vez.
En cuanto habían terminado de desayunar escuché a
Miguel decirle en voz alta a su interlocutor, señalándome a mí:- “sería mejor
que lo consultaras con su madre, en cuanto a mí no tengo inconveniente”. Así, el
rubio avanzó hacia mí, para decirme con toda confianza, como si yo fuera una de
sus familiares más queridos:-“Señora Cayetana, quiero recorrer Segovia para
conocer bien esta famosa villa, pero no quiero hacerlo en solitario ahora que tengo en vosotros a unos buenos amigos en esta
ciudad. ¿Permite usted a la señorita Carmen acompañarme para enseñarme su
ciudad?”. Intercambié una mirada fugaz con mi marido sin detectar en su rostro
señal alguna de estar molesto, con lo que no encontré el medio ni el valor de
rechazar su petición, aunque quería rechazarla. ¡Cómo iba yo a responder a toda
aquella amabilidad con el rechazo! Así que no tuve más remedio que permitirle
acompañar a Carmen, sin ocultar las señales de disgusto que mi semblante
mostraba sin disimulo, y que el rubio ignoró. Le dije que Carmen no tardará en
bajar al bar y me contestó que irá a alquilar un coche para recorrer la ciudad
y los pueblos de los alrededores y que no tardaría en regresar para llevarse a
Carmen.
Aquí, el anciano se plantó como si de repente se
hubiera despertado espantado.
- ¡Allí estuvo el error. Tu error y el de mi hijo Miguel! –exclamó con su
voz ronca-. ¡Si él es un estúpido, cómo dejas tú a tu hija acompañar a un
extraño en un coche! Así empezó la tragedia que destrozó nuestra familia.
Ante el
arrebato del viejo, Cayetana se quedó en silencio, cabizbaja, presa de una
profunda tristeza al acercarse en su relato al momento decisivo. Yo, observando
su tristeza, me encontré dirigiéndome al anciano.
- Esto es fácil de decir ahora, abuelo –le dije tranquilamente-, ¿pero
quién de entre los seres humanos conoce el futuro?
Rogué a
Cayetana que continúe hablando mientras que veía a Yusef ensimismado sin
parpadear a la espera de conocer el resto de la historia.
- Nada más irse el rubio subí hasta aquí y le dije a Carmen que el francés
quería que le acompañara en su recorrido por Segovia–prosiguió diciendo
Cayetana-, viendo en sus ojos una alegría exultante que ella intentó
infructuosamente ocultármela. Y como hace cualquier madre en situaciones así la
di varios consejos y la advertí previniéndola de que apenas conocíamos nada acerca
de René, además de que casi la doblaba en edad. Aunque en realidad si hubiera
tratado de un jovencito de la misma edad que ella no la hubiéramos permitido
acompañarlo, pues el hombre maduro inspira confianza y cordura que muchas veces
resultan ser mero espejismo. Poco después el hombre regresó y nos pidió, de una
manera simpática y escandalosa, que salgamos a echar un vistazo al coche que
había alquilado. Así que salí con mi marido y con Carmen afuera del bar,
seguidos por algunos clientes de entre nuestros amigos, encontrando que René
había alquilado un coche de lujo del que expresamos nuestra admiración, que fue
cuando él, a oídas de los clientes, dijo orgulloso que la belleza de Carmen
merecía un coche mucho más lujoso que aquél. Sin embargo no nos sentimos
molestos por aquellas insinuaciones suyas porque las había pronunciado con un
tono que pareció natural e inocente. Me di cuenta de que mi hija, Carmen, se
sentía sumamente feliz en aquellos momentos, como una niña que acababa de
recibir un nuevo juguete. Sus ojos brillaban de felicidad mezclada con la
inocencia de niños. Me acuerdo de que me dio un beso rápido, como de costumbre,
luego besó a su padre y a su hermana, Lolita, antes de subir al coche. Tenía
entonces dieciocho años. En aquellos momentos no podía resistir una pregunta
que me ocurría insistentemente y que intenté en vano ahuyentar de mi mente:
“¿Estaría Carmen enamorada de René? ¡Oh…Dios mío!”. No quería ni siquiera el
mero pensamiento en una probabilidad como aquella, pues el amor a su edad es
ciego y desenfrenado, con resultados temibles. Sabía yo que el francés era de
aquella clase de hombres de los que las chicas se enamoran fácilmente…hombre
apuesto, culto y rico… además de otras cosas que aún no sabíamos de él ...
Sentí mi corazón despeñarse hasta mis pies … ¿Qué cosas serían esas que no
conocíamos de él? Miré a mi hija sentada como estaba en el asiento delantero
del coche, con su pelo largo y negro caído sobre su espalda. Sentí un
incontenible y súbito deseo de preguntarle a aquel forastero sobre todo aquello
que ignorábamos de él… ¡Pero!
Cayetana
se detuvo, dejando de hablar durante unos momentos, extremadamente emocionada;
su respiración se había hecho fuerte y sonaba alta en su pecho, como se
estuviera debatiéndose en una terrible pesadilla. Pero ante nuestro sepulcral
silencio, reanudó su relato, cabizbaja mirando el suelo, con el corazón roto:
- El coche se puso en marcha, lanzado violentamente, lo que me dio un
nuevo dato sobre la clase de hombre que estaba detrás del volante, por lo que
mis latidos se aceleraron y a punto estuve de echarme a correr detrás del
coche… detrás de mi hija querida. Sin embargo me quedé quieta, contemplando el
coche hasta que desapareció de mi vista.
La mujer
se calló de nuevo. Estaba claro que estaba resistiendo unas amargas lágrimas
que quería derramar para aliviarse un poco, sin embargo, nuestra presencia la
instaba a seguir resistiendo. Mientras, el anciano se encontraba a su vez
cabizbajo, con la mirada clavada en el suelo, sin parar de sacudir la cabeza, apenado
y lamentándose aquellos amargos recuerdos.
Cayetana
levantó la cabeza y nos miró fijamente con ojos enrojecidos antes de hablar, enronquecida
su voz, controlando sus nervios tal como se había entrenado a hacer a lo largo
del año que había pasado desde aquella peripecia:
- ¿Saben, señor Yusef y señor Imad? A lo mejor no vn a creer lo que voy a
decirles ahora, porque es algo difícil de creer, pero es precisamente la amarga
verdad. Esa fue la última vez que veía a mi hija, Carmen… no he vuelto a verla
desde entonces… y no creo que vuelva a verla.
- ¿Cómo? ¡increíble! –exclamó Yusef sorprendido e impactado.
Yo
permanecí en silencio a la espera de que Cayetana nos dé una explicación de lo
ocurrido. Efectivamente, la mujer siguió hablando:
- Eso es lo que pasó, así es de sencillo–dijo con las lágrimas ya destellando
en sus ojos-. Cuando me di la vuelta con Miguel para entrar en el bar encontré
a Lolita de pie en la puerta, con la vista perdida. Miguel la gritó, alegre: -“¿Qué
te pasa, Lolita? No te entristezcas mi pequeña, ella es un año entero mayor que
tú…tal vez dentro de un año encuentres un novio mejor que este”. Aún suena su
voz en mi oído repitiendo aquellas palabras bromeando alegremente. ¡Pero, quién
sabe! A lo mejor no estaba nada feliz en aquellos momentos y mostraba aquella
alegría para quitarme a mí algo de la preocupación visible que me embargaba.
Nunca alcancé conocer sus auténticos sentimientos en aquella hora de la mañana.
Lolita, al vernos acercarse a ella, se dio la vuelta y entró en el bar sin
hacer comentario alguno acerca de la broma de su padre, lo que suscitó en mí
mil signos de interrogación nuevos. Su semblante absorto aumentó mi preocupación,
así que entré en el bar para empezar a contar los minutos hasta el regreso de
Carmen y seguir con todo mi ser las vueltas de las manillas del reloj. Sin
embargo, Carmen no regresó. Nuestra preocupación, nosotros tres, empezó a salir
a flote en nuestros semblantes cuando el sol ya pendía sobre poniente, pues
Segovia es una pequeña localidad que recorrerla y recorrer los pueblos de sus
alrededores no requiere todas aquellas horas que habían transcurrido desde su
salida por la mañana con el forastero. Miguel empezó a cruzar el bar yendo y viniendo,
y en cuanto se alejaba de la puerta que da a la calle volvía hacia ella y se
asomaba escrutando el lugar con la vista acechando el coche de René. Algunos
clientes se dieron cuenta de nuestra preocupación y nos preguntaron por Carmen cuya ausencia del bar a aquella
hora de la tarde no era nada habitual. Un cliente que había sido testigo por la
mañana de la marcha de Carmen con el francés se mantuvo en silencio, lo que se
lo agradecí con mis miradas, mientras contestaba a los que preguntaban que mi
hija había ido a visitar a una amiga suya que se puso enferma. Lolita parecía
la más preocupada y tensa de nosotros, y había pasado el día callada y dedicada
de lleno a realizar cualquier faena que la encargaba yo o por iniciativa
propia.
Incrédulos,
veíamos como se hacía de noche. Ya había caído la noche y Carmen sin regresar.
Puede que aquella fuera la primera vez en que se hacía de noche con Carmen
fuera de casa, y eso por sí era algo grave para nosotros. No sabíamos en
aquellos momentos que estábamos en el umbral de unos días y unos meses
fatídicos cuya maldición sufrimos luego
minuto a minuto. Sin embargo, a pesar de nuestra extrema preocupación, cada uno
de nosotros seguía aferrado a un rayo de esperanza, y todos estábamos seguros
que Carmen, la morena, la pura… la flor lozana, iba a aparecer por la puerta de
un momento a otro. Pero nada de eso ocurrió. Y cuando ya no teníamos la menor
duda de algo anormal había ocurrido a Carmen, con el reloj marcando las once de
la noche, me lancé con mi marido hacia la comisaría de policía y, temblando
ambos de tanta tensión que llevábamos dentro, comunicamos al oficial allí lo
que había ocurrido. Y tras contestar a sus preguntas, el oficial nos pidió que
regresemos a casa y dejemos el asunto en sus manos, y así hicimos.
Pasadas
tres horas vino el oficial a casa y nos pidió que le enseñemos la habitación de
René. Le abrimos la puerta de la habitación y entramos con él, y cuál fue
nuestra sorpresa cuando no encontramos nada del equipaje de René lo que hizo
estallar nuestros temores rompiendo yo a llorar al comprenderlo todo de golpe en
aquel instante. Aquel canalla se había llevado todo su equipaje por la mañana,
o sea, lo tenía planificado todo. El oficial nos pidió la descripción física de René y una fotografía
de Carmen, y se fue prometiéndonos llamarnos en cuanto obtenga cualquier
información acerca del forastero y Carmen. Aquella noche no pegamos ojo. Miguel
intentó saber de Lolita si ella sabía cualquier cosa que nos podía ayudar en
localizar a su hermana, pero ella permanecía callada y absorta. Por la mañana
temprano vino el oficial y pidió a Lolita que le acompañara a la comisaría, y
no había pasado aún una hora cuando regresó y nos dijo que el oficial quería
vernos. En la comisaría el oficial intentó tranquilizarnos antes de
sorprendernos diciéndonos que Carmen se había escapado con el francés por su
propia voluntad y que se pondrá en contacto con nosotros cuando se haya casado
con él. El impacto que recibimos fue trágico. Sin poder creer lo que oíamos, le
preguntamos al oficial que cómo es posible que el francés y nuestra hija hayan
llegado a tomar una decisión semejante cuando no habían pasado más que unas
pocas horas desde que se habían conocido, y ¡¿Cómo es posible que el amor haya
prendido en sus corazones con esa fuerza desde la primera entrevista?! ¡¿Y cómo
habían llegado a este acuerdo cuando no se habían visto salvo a la hora de
cenar y sin haber intercambiado más que unas pocas palabras!? El oficial nos
contestó que Lolita estaba al tanto de todo lo ocurrido y que ella le había
dicho cuando la interrogó que René pasó a Carmen, a escondidas, durante la
cena, un papel en el que la pedía que acudiera a verle a la puerta del edificio
adyacente al bar cuando hayamos dormido todos. Carmen lo hizo, pues se había enamorado
de él locamente.
El
oficial agregó que seguramente que Carmen pensó que no había nada malo en verle
a la puerta del edificio, y que iba a ser una entrevista inocente y una
aventura pasajera. Carmen puso al tanto a su hermana de que iba a ver a René y
la pequeña estuvo toda la noche esperándola sobre ascuas hasta que su hermana
regresó poco antes del amanecer para comunicarla que estaba decidida a
escaparse con el francés. Lolita intentó con todas sus fuerzas,
infructuosamente, convencerla para que vuelva atrás en su decisión, pero Carmen
la dijo que René era ya toda en su vida, que había pasado la noche con él en su
habitación, que la había convertido en mujer, y que no soportaba separarse de
él ni un solo momento. Carmen le dijo a su hermana que prefería desaparecer de
nuestra vida por un corto período de tiempo hasta que las aguas vuelvan a su
cauce con su casamiento de René.
Al
llegar a este punto de su relato, Cayetana se quedó callada por unos momentos,
sin embargo nadie de nosotros articuló palabra alguna al haber comprendido lo
grave de la tragedia de esta familia. Entonces ella continuó hablando con su voz triste con la
que nos habíamos familiarizado desde que entramos en su casa:
- Salí de la comisaría con mi marido absortos los dos, y permanecimos
callados hasta que llegamos al bar. Allí mi marido dijo a los clientes que iba
a cerrar el local, y los rogó irse, saliendo todos sin que nadie de ellos
protestara y sin hacer ninguna pregunta, pues algunos de ellos percibían que
teníamos un gran problema ya que nunca antes Miguel había echado a los
clientes. En cuanto hubieron salido todos, y después de haber cerrado las
puertas del local, mi marido cogió a Lolita de la mano, subió con ella hasta
aquí y la pegó sin piedad hasta oír sus gritos el barrio entero, y si no fuera
porque la rescaté de entre sus manos la hubiera matado a golpes. Seguidamente,
Miguel rompió en llorar, sollozando como un niño pequeño, pues en mi vida le
había visto llorar tan amarga y exasperadamente. Mientras lloraba no paraba de
echarse la culpa a sí mismo, repitiendo que Lolita no tenía nada que ver con lo
sucedido y que él era el único culpable. Mientras yo necesitaba desesperadamente a quien me
consolara me puse a intentar a consolar a mi marido, y cuando fracasé en mis intentos
rompí a llorar con él y con Lolita.
A la
tarde de aquel día vino el oficial con nuevos resultados que había conseguido
en sus pesquisas, y lo primero que nos soltó era que René no era René, y que
aquel era uno de sus alias. Nos dijo que
se trataba en realidad de un criminal que trabaja al servicio de una
banda criminal internacional dedicada a la trata de blancas, y que está
reclamado por la policía de varios países. El oficial agregó a nuestros oídos,
que ya no soportaban oír más verdades horrorosas,
que las informaciones que tenía confirman que tanto aquel criminal como Carmen
habían atravesado la frontera a Francia y que la policía francesa les está
buscando activamente. Antes de regresar a la comisaría, el oficial intentó
aliviarnos en nuestra desgracia diciéndonos con un tono de consolación:- “Carmen
no es la primera víctima que cae en las garras de este criminal. Su ficha está
repleta de esta clase de crímenes”.
En
cuanto el oficial hubo marchado mi marido se plantó pidiéndome que le preparara
la maleta. Había decidido viajar de inmediato a Francia para buscar a Carmen y
salvarla antes de que fuera tarde. No hubo manera de hacerle volver atrás en su
decisión a pesar de que él sabía como yo que su misión era casi imposible. Veía
en sus ojos otra intención acerca de la cual no me atreví ni a preguntarle,
temerosa como estaba de oír la irremediable respuesta. Mi marido no estaba
decidido sólo a salvar a nuestra hija, sino que también tenía una irrefrenable
voluntad de vengarse de René. Al día siguiente Miguel emprendió el viaje sin
saber yo en mi fuero interno si tenía que habérselo impedido o animado a
viajar, pues quería recuperar a mi hija a cualquier precio, aunque temía las consecuencias
de esa persecución.
Llegados
a este punto, Yusef no pudo más que preguntar a Cayetana:
- ¿Y encontró al canalla?
- ¡Era más fácil encontrar una
aguja en un pajar! -exclamó el viejo recorriendo a un dicho popular español-.
- No. Aunque permaneció en Francia tres meses enteros, y a pesar de que
algunos de sus amistades españoles le ayudaron en la búsqueda de René y Carmen,
–respondió Cayetana a la pregunta de
Yusef, reanudando su relato de los hechos, con su voz más ronca y más
estertórea-. Nos iba comunicando sus
noticias en cuanto tuvieran lugar. Poco antes de su regreso a Segovia recibí
una carta suya enviada con un amigo procedente de Francia. Aquella fue una fatídica
carta que Miguel me pidió que no la enseñara a Lolita por temor a que caiga víctima
de una crisis nerviosa si llegara a leerla. En aquella carta Miguel me
informaba que se había cerciorado de que Carmen trabajaba en un vil prostíbulo
en París, y que él no pudo nunca llegar a ella porque sabía que la estaba
buscando. Me pedía mi marido en la carta que pusiera todo mi empeño en
olvidarme de Carmen como si no hubiera existido nunca, por más dolor que me
costara aquello. También me decía que el maldito de René era conocido en los
bajos fondos, pero que no pudo hallar rastro alguno de él.
Sin
embargo, las pesquisas de mi marido en París no fueron en vano, y ojalá
hubieron sido en vano, pues allí supo que René se encontraba en Portugal y que
de allí viajará de nuevo a España.
¿Sabéis
cual era el motivo de su nueva visita a España? Buscar una nueva presa para sus
prostíbulos parisinos. ¿Y Sabéis a quién había elegido esta vez?
Cayetana
se quedó en silencio mientras nos miraba, hallándonos en estado de aturdimiento
ante todo lo que habíamos escuchado. Sin embargo, nuestro aturdimiento se redobló
varias veces cuando la mujer, ante nuestro silencio, dijo:
- Lolita. Sí, el canalla regresó para hacer con Lolita lo que había hecho
con Carmen.
Intercambié
con Yusef una mirada de repulsa, presos ambos de una fuerte estupefacción.
- ¡Cómo puede haber sobre la faz de la tierra personas con este descaro!
–exclamó Yusef, enojado-.
Cayetana continuó hablando,
adquiriendo su voz más fuerza, lo que reflejaba claramente la tensión nerviosa
por la que pasaba mientras recordaba aquellos momentos infelices de su vida:
- Sí. René había regresado para acabar también con mi hija Lolita, quien
no me queda nadie en esta vida salvo ella. Él sabía que ambas niñas, Carmen y
Lolita, se habían hechizado por su falsa personalidad. Tan solo dos días
después de recibir aquella carta de Miguel me percaté de una súbita adustez en
el semblante de Lolita, que se había apoderado de sus facciones. No os oculto
que yo sospechaba durante el período de ausencia de su padre que ella, de
alguna manera, estaba en contacto con su hermana, pero luego me convencí de que
mi sospecha era equivocada. Lolita se resistió al principio a informarme sobre
el motivo de aquella repentina adustez suya. Es verdad que la preocupación era
nuestra compañera desde que el rubio atravesó la puerta del bar por primera
vez, pero aquella preocupación de Lolita era nueva y extraña.
La verdad
es que en los meses de ausencia de Miguel, Lolita se había convertido de una
niña en una mujer sensata, como resultado inevitable del sufrimiento y el
padecimiento psicológico que estábamos soportando. Aquellos sucesos fatídicos
habían pulido su personalidad y agudizado su mente, hecho que ignoraba el
maldito rubio, que ni se le había pasado por la imaginación.
Finalmente
pude saber el motivo de aquella preocupación de Lolita: había recibido en la
mañana de aquel día una llamada de René en la que la dijo que su hermana quería
verla. Y cuando ella le preguntó porque motivo Carmen no hablaba con ella en
persona, la contestó que su hermana sufre de fuerte ronquera que la hace muy
difícil hablar por teléfono, y la pidió que les esperara donde el castillo de
Segovia a una hora determinada. Una hora después Lolita se dirigió a la
explanada que conocéis fuera del castillo con la esperanza de encontrarse con
su hermana. Pero el rubio la estaba esperando allí él solo. Y cuando mi hija le
preguntó fríamente acerca de su hermana, el rubio la contestó que Carmen les
estaba esperando en Madrid porque temía venirse a Segovia donde pudiera coincidir
con alguien de las muchas personas que la conocen en la ciudad e informar de
ello a su padre. Sin embargo Lolita se negó a acompañarle a Madrid a pesar de
que él se lo pedía insistentemente recorriendo a toda clase de artes de
persuasión que utilizaba con las chicas ingenuas. Pero Lolita ya no era esa
chica ingenua, y sabía exactamente a qué clase de canallas pertenecía aquel
francés. Ella, sin saberlo yo, había leído la carta de su padre, lo que la
alejaba mucho de las garras de aquél bestia. Su extrema precaución respecto a
él la llevó a no hacer mención alguna de que su padre lo estaba buscando,
cuando la pareció que él no estaba enterado de ello.
René,
que sedujo a muchas chicas, había caído en la redes de mi pequeña Lolita, pues
ella le convenció que iría a Madrid al día siguiente para encontrarse allí con
su hermana. Mi pequeña Lolita se había percatado de las autenticas intenciones
del francés y de que su hermana no lo había acompañado en aquel viaje suyo a España.
Al cazador no le había pasado por la mente que él había caído víctima de una débil
gorriona, por lo que la dio la dirección del hotel donde se alojaba en Madrid
para que acudiese a su encuentro al día siguiente. El rubio se marchó seguro de
que iba a atrapar a Lolita a solas en Madrid, donde ella no conoce a nadie. En
cuanto a mi hija, regresó a casa en el estado de adustez que os he explicado,
sin saber qué hacer, hasta que me lo contó todo.
Las
desgracias, amigos, no vienen en solitario, sino juntas. Y eso es precisamente
lo que ocurrió aquel día. Pues cuando me disponía a salir de casa con mi hija
para informar al oficial de policía del regreso del rubio, alguien llamó a la
puerta y al abrirla me encontré a mi marido delante de mí. Fue un feliz
encuentro que no olvidaré mientras viva, pues no nos habíamos separado ni una
sola vez desde que nos casamos hacía veinte años. Pero sentía en aquellos
momentos que aquello no era más que la última bocanada de aire de una felicidad
ya se desvanecía. Esperé hasta el día siguiente y le conté a Miguel lo acaecido
con el rubio, lo que le hizo perder el juicio, abriéndole de golpe todas sus
heridas, gritando como enajenado: “¿Hasta este punto era yo bondadoso con la
gente? … ¿Hasta este punto pensaron que era tonto?”. Cuando se hubo
tranquilizado un poco; y ahora creo que fingía haberse tranquilizado para que
creyéramos lo que se disponía a decirnos; nos dijo que iba a encontrarse con
René e intentar concertar con él un encuentro con Carmen, a cambio de que nos
olvidáramos todos del pasado. Me insistió a mí y a Lolita para que no
informáramos a la policía con el fin de que no entorpeciera ese acuerdo. Luego
se despidió de nosotros y se marchó. En cuanto al resto de la historia seguro
que ya lo sospecháis. Miguel fue al hotel del rubio y cuando se encontró con él
cara a cara le apuñaló varias veces con un cuchillo de grandes dimensiones que
se había comprado en Madrid con ese fin.
El silencio reino de nuevo,
hasta que la pregunté a Cayetana por Lolita, ya que nos había llamado la
atención que ella no estuviera con nosotros, a lo que Cayetana contestó,
recuperando sus ojos algo de su brillo:
- No os preocupéis, ella se encuentra bien. Se ha ido a Madrid para
preparar los papeles de matrícula en la universidad allí. ¿No os había dicho
que Lolita es ya sensata y consciente?
Al oír aquello, respiramos
hondo, Yusef y yo.
Cuando salimos de aquella
casa no pudimos más que echar un triste vistazo a aquel café y a su puerta
cerrada y cubierta de polvo. Me pareció entonces que oía el alboroto de los
clientes, el tintinear de los vasos, las tazas y las cucharitas, y la voz de
Miguel riéndose a carcajadas, bromeando con este, aviniendo con aquel,
discutiendo con los clientes de futbol, y gritando de vez en cuando:
- Carmen…un café con leche para el señor Antonio.
Y veía yo a una chica en el
umbral de la juventud apresurándose a preparar el café en cumplimiento de la
petición de su padre, con amplia sonrisa sobre sus labios mientras se mete
verbal y alegremente con una hermana suya menor que ella que pasa la mayor
parte del tiempo con la mente ida, y esta asomarse por una ventanuco que da a
una gran cocina y grita a su madre para que ordene a Carmen que deje de burlarse
de ella, y la buena madre reírse y
decirla en voz alta, metiéndose a su vez con su hija pequeña:
- Oh, Lolita…¿Cuándo serás mayor y sensata?
1976
De la colección de relatos (La Asamblea المؤتمر) de Saïd Alami, publicado en árabe en 1992.