AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


(Entrega 15)


26 Mayo 2022


 De repente, se oyeron voces, gritos y gente corriendo por los pasillos del palacio. El mago Flor cogió a Amarzad de la mano y salieron a toda prisa a ver lo que pasaba. En medio del salón del trono, el caballero de la Guardia Personal del sultán, Burhanuddin, esgrimía aún su espada tras haber herido a dos hombres que estaban sangrando entre gritos, tirados por el suelo, a sus pies. Nuriddin estaba observando la escena a un par de metros, sujetando su espada y con la cara desencajada, mientras los guardias personales del sultán y otros de la Guardia Real empezaban a rodearle para protegerle.

Burhanuddin gritaba a los dos heridos que tenían sus espadas y dagas tiradas por el suelo, para que desvelaran el nombre de quién les había encargado asesinar al sultán, pero estos no se doblegaban y no desvelaban el secreto. El caballero miraba al sultán a la espera de órdenes. El monarca le hizo una señal para que se le acercara, y una vez estuvo junto a él este le dijo, susurrándole al oído, que ordenara llamar a un médico para atender a los heridos e intentar después sacarles el secreto sin causarles más daño, más bien persuadiéndolos de cualquier manera.

El mago Flor permanecía allí observando, pero invisible salvo para Amarzad. De repente, con el sultán aún presente, los dos heridos levitaron, elevándose en el aire, apoderándose de ambos un gran pánico añadido al dolor que sentían a causa de sus heridas. Todos se echaron atrás, espantados ante aquella escena tan extraordinaria, mientras el sultán observaba con sumo interés lo que pasaba, rodeado de sus guardias personales. Muchos miembros de la Guardia Real se habían precipitado en aquellos momentos hacia el salón del trono, mirando espantados cómo levitaban aquellos dos infelices, que chillaban, agitándose como locos. Las dos dagas utilizadas por ambos agresores se elevaron también del suelo para volverse a posar de nuevo sobre el mismo, pero puestos con las puntas hacia arriba, justo debajo de los dos levitados. Una voz grave, estruendosa, resonó súbitamente entre las paredes del gran salón, encogiéndose ante su fuerza todos los allí presentes.

—Tenéis que desvelar el nombre de quien os ha enviado aquí —exclamaba aquella voz—, si no, vosotros dos vais a caer sobre vuestras propias dagas, que, como sabéis, están envenenadas. Contaré solo hasta cinco, no tenéis otra elección.

Todos los presentes quedaron atónitos, salvo Amarzad que estaba de pie junto a su madre, no lejos de su padre. Ella veía cómo el mago Flor hablaba con aquella voz majestuosa y le miraba con admiración y agradecimiento.

Los dos agresores, totalmente presos de pánico, empezaron a chillar juntos el nombre del rey Qadir Khan, pidiendo perdón una y otra vez, antes de caer nuevamente al suelo, donde las dagas habían desaparecido, para reaparecer de inmediato, tiradas a los pies del sultán.

El sultán no salía de su asombro ante todos los hechos inconcebibles que estaba presenciando, de tal manera que le hicieron casi olvidarse de la intentona de asesinato de la que había sido víctima minutos antes. En eso, llegó el médico, que empezó a atender a los dos heridos que seguían tendidos en el suelo. Una vez se llevaron a los dos agresores, el sultán ordenó salir a todos, salvo a Burhanuddin y otros tres miembros de su Guardia Personal.

Todos salieron en medio de una gran algarabía, pues no paraban de comentar, alterados, las sobrenaturales escenas que habían presenciado. Al quedarse solos, Amarzad y Shahinaz corrieron a abrazar a Nuriddin, mientras Burhanuddin permanecía a la expectativa, tal como le había ordenado el sultán. Este hizo una señal para que le siguieran todos a un salón contiguo donde tomó asiento, al igual que su mujer y su hija, sobre sendos divanes, permaneciendo Burhanuddin de pie a cierta distancia. La reina ordenó a una de sus doncellas que habían permanecido junto a ella que trajera bebidas refrescantes, pues sus gargantas habían quedado secas ante el horror, tensión y perplejidad que acaban de sufrir.

El mago Flor seguía allí, al lado de Amarzad, pues sentía que el sultán estaba indefenso en aquellos momentos en los que solo contaba con la protección de Burhanuddin y los otros tres guardias. El gran mago no descartaba nuevos intentos de asesinar al sultán en cualquier momento ya que presentía la poderosa mano de Kataziah en la agresión que acababa de sufrir.

El monarca, que no había articulado palabra aún desde que ordenó a todos salir del salón del trono, seguía con cara de desconcierto, no terminaba de asimilar todo lo que acababa de sufrir y presenciar. No dejaba de mirar a quel joven que acababa de salvarle la vida, moreno, alto, de complexión fuerte, anchas facciones, sin que la mirada melancólica de sus ojos verdes dejara vislumbrar en su justa medida su gran inteligencia, su mente lúcida y su enorme valentía. Parecía que le estaba viendo por primera vez.

—Siéntate, joven —ordenó el rey a Burhanuddin, amablemente.

Burhanuddin se sentía muy cortado, cohibido, pues se encontraba a solas con la familia real y no sabía cómo comportarse. Tras instantes de perplejidad, se sentó precipitadamente sobre un cojín, un poco distante de la familia real.

Era claro que el rey estaba pendiente del joven que le había salvado la vida momento antes, esperando a que terminara de sentarse.

—¿Alguien de vosotros puede explicar lo que acabamos de ver con nuestros propios ojos? —preguntó el rey de súbito a los presentes, pero dirigiendo la vista a Burhanuddin—. ¿Cómo levitaron esos dos hombres sobre el suelo y de quién era esa voz tan grave y estruendosa que les ordenaba confesar su crimen y el nombre de su inductor? Es algo totalmente inexplicable.

—Es la voluntad de Dios proteger a vuestra majestad —dijo Shahinaz emocionada y con lágrimas en los ojos.

—Es verdad, padre —terció Amarzad—, fue la voluntad de Dios, primero que ambos hombres fracasaran en su intentona gracias a la fuerza y destreza de su majestad y, después, que apareciera esa voz misteriosa y ese poder inexplicable que los hizo levitar del suelo y los aterrorizó.

—No solo fue lo que dices, sino también gracias a la prestancia y valentía de este joven que acudió en mi socorro. Esos dos hombres luchaban como demonios, con sus dagas y espadas a la vez, y yo no hubiera podido resistir a ambos durante mucho tiempo, pero este joven, la verdad sea dicha, ocupó mi lugar en la lucha, apartándome con su mano para que no corriera peligro, y luchó él solo contra ellos, no como un demonio, sino como dos o tres, derrotando a ambos en cuestión de minutos, sin pretender matarlos. Yo veía claramente que no era su objetivo matarlos, sino simplemente neutralizarlos. ¿Es verdad lo que digo, joven? ¿No pretendías matarlos? —preguntó el sultán de repente a Burhanuddin, que estaba escuchándole sonrojándose ante los halagos que el sultán hacía sobre él.

—Sí, así es, majestad —apenas pudo articular el joven.

—Como comprenderéis —terció el sultán—, Qadir Khan no iba a enviar a cualquiera con la misión de matarme, habrá elegido a sus mejores hombres para este menester. Burhanuddin demostró que es un extraordinario luchador.

Burhanuddin al escuchar todas aquellas alabanzas del sultán se quedó mudo, sin saber qué decir.

—¿Y por qué hacías eso, valiente joven? —volvía a preguntar Nuriddin, mientras Shahinaz y Amarzad estaban, tras haber escuchado lo narrado por el sultán, llenas de admiración hacia aquel joven, tímido, que no les dirigía la mirada en ningún momento y que apenas lo hacía a los ojos del sultán.

—Porque si mueren, majestad, no hay manera de saber quién los envió —contestó Burhanuddin, articulando las palabras lentamente, como temiendo equivocarse.

Era justo lo que pensaba Nuriddin, pero quería escucharlo de boca del propio joven, lo que le venía a confirmar que se trataba de un hombre de sabiduría e inteligencia, además de una destreza en la lucha y una sangre fría como nunca había visto en su vida, pues él mismo había comprobado, luchando contra aquellos agresores, que eran asesinos profesionales, de gran maestría en el combate; sin embargo, aquel chico, sentado frente a él en aquellos momentos, tan tímido y tan educado, se enfrentó a ambos como si los estuviera entrenando, haciendo gala de una capacidad, fuerza y agilidad, muy por encima de las posibilidades de los atacantes.

—Muy bien, joven. Lo has hecho muy bien y estoy muy satisfecho contigo —dijo el sultán, dirigiéndose a Burhanuddin, sonriendo, por primera vez, aquella tarde—. ¿Quién te enseñó luchar de esta manera?

—Mi padre, majestad —contestó el joven, escuetamente—. Que Dios se apiade de su alma.

Amarzad y Shahinaz seguían con gran atención la conversación entre el sultán y Burhanuddin.

—Debió de ser un gran hombre al haber sido capaz de entrenar a su hijo de esa manera. ¿Pertenecía a nuestro ejército tu padre?

—Era el comandante Ubaid, majestad —dijo Burhanuddin, levantando la vista, mirando a los ojos del sultán, una mirada que le desveló a este la profunda nostalgia que el chico tenía de su padre—. Hasta su muerte fue jefe de la Guardia Personal de mi señor, el visir Parvaz Pachá, que Dios le tenga en los cielos.

—¡Oh! —exclamó el sultán—. Yo conocí a tu padre, no se separaba de nuestro querido Parvaz Pachá, y algunas veces Parvaz nos hablaba de él, muy orgulloso. Luego supe que tu padre había caído mártir defendiendo con su espada a Parvaz Pachá cuando fueron sorprendidos por una banda de salteadores de caminos, en un viaje. Eso fue hace dos años, ¿verdad, joven?

Burhanuddin escuchaba al sultán muy complacido porque el monarca se acordaba de su padre, y no hacía más que asentir con la cabeza cada palabra de Nuriddin.

—Sí, sí, majestad. Hace dos años.

Así, el sultán comprendió finalmente el misterio detrás de la extremada destreza en la lucha de aquel joven, a pesar de su corta edad.

—Burhanuddin —dijo el sultán en voz alta—, explícame lo que pasó exactamente, pues hasta este momento no lo comprendo bien. Solo me acuerdo de dos hombres que saltaron sobre mí al entrar yo en el salón. Ellos estaban escondidos detrás de las columnas. Menos mal que pude defenderme por unos instantes, hasta que llegaste tú a tiempo, porque de haberme herido uno de esos dos criminales con su daga envenenada, hubiera sido mi final.

—Majestad, es mi deber protegeros y a ello me dedico. Suelo estar pendiente de su majestad por donde quiera que se mueva dentro de las dependencias del palacio —respondió Burhanuddin, ya con más aplomo—. Lo que acaba su majestad de decir. Eso es justo lo que pasó. Es nuestro deber, como de costumbre, que dos de nosotros precedan a su majestad cuando entra en el salón del trono, pero nos distrajeron en aquellos momentos unos gritos que oímos detrás de nosotros, pero ni nosotros ni nuestros compañeros de la Guardia Real sabíamos de dónde procedían. Entonces yo presentí que su majestad estaba en peligro y me precipité para alcanzarle.

El sultán se quedó pensativo cuando escuchó aquello de los gritos que no se sabía de dónde procedían, pues él no se había percatado de ellos. Sin embargo, al mago Flor, escuchando lo narrado por Burhanuddin, le crecían las sospechas de que Kataziah estuvo detrás de la intentona de asesinar al sultán. «Sin duda alguna, aquellos gritos misteriosos eran para distraer a los guardias que acompañaban al monarca», pensó el gran mago.

En eso, llegaron precipitadamente el gran visir, Muhammad Pachá, que ya había regresado de acompañar a Akbar Khan en la embajada a Sindistán, el príncipe Nizamuddin que aún no había partido hacia la frontera con Rujistán y Qasem Mir, quienes se acababan de enterar de los graves acontecimientos acaecidos en el Palacio Real. Nuriddin los invitó a sentarse y contestó a sus preguntas resumidamente.

Tras escuchar al sultán, los recién llegados, entre los cuales solo Muhammad Pachá conocía a Burhanuddin y a su padre, no dejaban de mirar al desconocido joven, curiosos y admirados, y este, no acostumbrado a ser el centro de atención en tan supremo encuentro, evitaba sus miradas.

—¿Y quién me puede explicar cómo pudieron esos dos individuos acceder al interior del palacio armados como iban? —espetó el sultán indignado, sin dirigirse a nadie en concreto—. Tengo mi destacamento de Guardia Personal y un numeroso cuerpo de Guardia Real —prosiguió el sultán—, y aun así esos criminales pudieron colarse en mi palacio, poniendo en peligro no solo mi vida, sino también las de la sultana y la princesa.

Todos permanecieron callados, pues eran conscientes de que lo que acababa de suceder era de tal gravedad que justificaba de sobra el enfado del monarca.

—Creo que su majestad debería relevar de sus cargos a ambos jefes de la Guardia Real y la Guardia Personal —dijo Amarzad con voz seria y llena de preocupación, mientras la sultana asentía con su cabeza.

Nuriddin miró a su hija durante unos instantes, en silencio.

—Precisamente, hija, tomé la decisión de castigarles duramente, inmediatamente después de la agresión, pero antes de tomar las riendas de este asunto quise conversar tranquilamente con este joven que me salvó la vida, y recuperar la serenidad mientras. Nunca fui hombre de tomar decisiones preso de cólera, especialmente cuando se trata de castigar a quienes incurren en graves negligencias, como en este caso, y suelo hacerlo así especialmente por piedad hacia los culpables, pues la cólera suele ser la peor consejera.

—Su majestad siempre ha sido hombre de sabiduría y cordura —dijo Muhammad Pachá, bastante más mayor que Nuriddin, y a quien este respetaba profundamente.

El sultán sonrió haciendo un ademán de agradecimiento a su gran visir.

—¡Pues así sea! —exclamó el sultán—. Caudillo Qasem Mir, le ordeno que destituya de inmediato a ambos jefes. Su negligencia ha sido imperdonable, especialmente en medio de las circunstancias tan peligrosas a las que se enfrenta el sultanato.

—A la orden, majestad —respondió Qasem Mir de inmediato.

En este momento, el comandante de la Guardia Real, Noruz, pedía permiso para comparecer ante el sultán, permiso que le fue concedido.

Noruz entró y prácticamente corrió al encuentro del rey, inclinándose exageradamente ante él, mientras lanzaba toda clase de felicitaciones por el fracaso de la intentona. Todos los presentes se mantenían en silencio incluido el sultán. Burhanuddin se mantenía callado.

Continuará...

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