La Pandilla de la Decepción
Saïd Alami
(Traducido del árabe por el autor)
Era una mañana de
invierno en la que Madrid se bañaba con rayos de un sol estival convirtiendo
sus calles en ríos de resplandor y arroyos de luz, lo que hacía que los
transeúntes se imaginaran que el invierno se había marchado lejos, impregnando su
olfato la fragancia del espejismo de verano, y despertando en ellos recuerdos
de veranos pasados, con su calor al mediodía y con sus refrescantes brisas en
las cortas noches. En momentos inspiradores como esos, solemos repasar,
involuntariamente, los archivos de nuestra memoria, y puede que entre sus
pliegues encontremos al rostro de un amigo o al de una persona querida, y
volvamos a contemplarla por un breve momento, que usurpamos de nuestros
aburridos días de invierno. Si el recuerdo nos resulta agradable nos recreamos
en él, al contemplarlo de distintas formas, ayudados por nuestra propia
imaginación, y lo examinamos en detalle hasta parecernos que lo revivimos de
nuevo y que aquel amigo comparte con nosotros nuestro paseo por aquella calle;
es más, que conversa con nosotros; y cuando nos damos cuenta nos encontramos
hablando solos y algunos transeúntes lanzándonos unas miradas de pena o de
desaprobación.
Eso es precisamente lo que me pasaba aquella
mañana mientras apresuraba los pasos por la calle “Gran Vía” abarrotada de
transeúntes de cuyas caras me parecían asomarse signos de satisfacción y
alegría, sin saber yo si aquello era debido a su alborozo por aquel sol
imprevisto o por la esperada llegada de la democracia definitivamente a su país,
tras un año entero desde el fallecimiento del general Franco.
La alegría de la vida esparcía su fragancia
a mi alrededor, con el bullicio de la gente, las luces de los escaparates
comerciales, el movimiento de los vehículos, los quiscos de prensa
desperdigados a ambos lados de la calle, las cafeterías abarrotadas de
clientes, y la voz de aquel ciego de pie en la Plaza del Callao, pregonando con
su hermosa voz los números de la lotería que colgaba de su pecho, tal como era
su costumbre desde que le conocí hacía doce años, la vendedora de castañas
asadas, acurrucada detrás de su hornillo, sentada en una esquina de la plaza removiendo
las castañas en una gran bandeja metálica con el fondo lleno de anchos agujeros
y debajo de la cual arde candente el carbón, y la gitana vendedora de ramos de
rosas, de pie, exhibiendo su mercancía enfrente del cine “Capitol”, a unos
pasos de “Callao”, por la que cruza la “Gran Vía”; y a poca distancia de ella
se situaban los turistas rubios, hechizados por aquel sol, que estaban sentados
en la terraza de la cafetería “Manila”, observando de cerca el festival de la vida madrileña, como habían
hecho, antes que ellos, los turistas, día tras día, siempre que se asomaba el
sol sobre la ciudad, aunque sea con pudor.
Sin embargo, toda aquella vida que bullía
ante mis ojos no era capaz de arrancarme de la parcela de recuerdos en la que
se había refugiado mi alma. Por todos modos, los años que pasé transitando por
esta calle, que anduve cientos de veces, o subiendo hacía la plaza de Callao o
bajando en dirección a la Plaza de España, no fueron capaces de generar en mí
sentimientos de pertenecer a ella, ni en
apariencia ni en el fondo, a pesar del afecto y atracción que sentía hacia ella.
Un sensación de depresión había empezado a
asaltarme mientras repasaba los recuerdos de aquellos años, por lo que seguía con un ojo la
jubilosa vida a mi alrededor, y con el otro veía al hombre deprimido que
aguardaba en lo más recóndito de mi alma. En momentos como ese me sentía como
partido en dos personas, una consciente de la vida a su alrededor y la otra
acurrucada en el pasado, rumiándolo, deprimida y triste. Mi primera persona
quería sacar a mi segunda persona de su tristeza, enjuagar su depresión y darle
rienda suelta para que sorba de las copas de la vida que bullía en la calle, a
mi alrededor. Siempre me encontraba así, partido en dos, atareado en una lucha
anímica con el fin de reunir mis dos partes, apiñar mi ser en un solo puño con
el que poder dirigir acerados puñetazos a las circunstancias que me acorralan,
con el fin de conseguir escabullirme de su hermética garra.
De repente… me despertó de mi ensimismamiento
y de mis pensamientos una voz que exclamaba mi nombre:
-
¡Husam!… ¡Husam!
Levanté la cabeza. Sí, me di
cuenta aquel momento de que caminaba cabizbajo. Entonces le vi.
Espontáneamente, mi boca dejó dibujarse una amplia sonrisa, a la que mi otra
persona, acurrucada en mi otra mitad, miró desdeñosamente, y hasta con regodeo, como si supiera que iba
a sufrir amargamente en los minutos siguientes, pues ocurría lo mismo cada vez
que me encontraba con un amigo venido del pasado. Mi sonrisa no se disipó con
este último pensamiento, sino que se
quedó aferrada a mis labios mientras abrazaba a aquel íntimo amigo con quien no
me había visto desde hacía seis años, concretamente. Sí seis años. Y esto era
motivo del temor que sentía hacia mi otra persona.
Pronto tomamos asiento en la cercana
y elegante cafetería Nebraska en la que solíamos citarnos en los días del
pasado. Con la pequeña mesa entre nosotros, me di cuenta de que Amín –así se
llamaba aquel amigo mío–, me devoraba con sus ojos que irradiaban alegría y
regocijo por nuestro encuentro, y advertí en su espléndido semblante que se
hallaba en un estado de felicidad y autoconfianza, lo que hizo que mi otra
mitad se encogiera más aún, al tiempo que yo intentaba deshacerme de mis
trompicones mentales y dedicarme plenamente a disfrutar de aquel encuentro con
mi amigo tras tan larga separación. Sin embargo, no habían pasado más que unos
minutos cuando tuve la sensación de que Amín había percibido en mi
conversación, de alegre cáscara, el sabor de la amargura que radicaba en su
esencia, y que yo intentaba ocultarla en aquellos primeros momentos de nuestro
encuentro por considerar que él debía ver en mí a aquel hombre que tanto había
aspirado a ser, y del que tanto había hablado a Amín en los días de estudiantes
en la universidad de Madrid.
Sin
embargo, fue inútil…!Cómo podía yo ocultar la verdad sobre mí al amigo con
quien jugaba de niño en los vecindarios de Jerusalén, y con quien me había
divertido en los días de adolescencia en Kuwait, y padecí con él de la amargura
de la expatriación en Madrid! Un corto silencio reinó entre nosotros en el que
mi semblante, a pesar mío, se ensombreció, apagándose la alegría en los ojos de
Amín. Entonces, me encontré hablándole con toda franqueza:
-
Años perdidos –le dije–. Sí, años
perdidos. Seis años hace que nos dejaste, mientras yo me quedé y pasé otros
tres años en la misma facultad. Pero, ¿Qué utilidad tiene hablar ahora de mí,
cuando ardo en deseos de saber cómo te ha ido?
Me contó
su historia desde que, seis años antes, dejó la facultad y se trasladó a
Jordania. Sin embargo, nada más empezar Amín a hablar regresaba yo en mi
imaginación hacia atrás…recordando cómo había empezado el viaje de la
expatriación hacía doce años.
Amín y yo
eramos miembros de una pandilla de amigos que incluía a otros tres estudiantes.
Al principio la llamábamos “Pandilla de
la Diáspora” en alusión a la dispersión de nuestras familias y a nuestra
expatriación que aún era reciente. Habíamos simbolizado el nombre de nuestra
pandilla con las primeras dos letras del mismo, P.D. Nos habíamos conocido al
poco de ingresar en la Facultad de Medicina, salvo mi vieja amistad con Amín.
No dominábamos aún el idioma español,
por lo que nos sentíamos inmensamente perdidos por las calles de Madrid y
entre nuestros tomos académicos, al
tiempo que apenas comprendíamos las lecciones de nuestros profesores. Aun así,
nuestros lozanos corazones rebosaban de anhelos como la Tierra de anchos y como
el cielo de altos. Tomábamos como buenos ejemplos algunos estudiantes árabes
que se habían incorporado a la Facultad años antes de nosotros y que iban
aprobando año tras otro. Cuando nos encontrábamos con alguno de ellos solía
animarnos y asegurarnos que él también había pasado por ese período de sentirse
perdido, y que suele ser un período pasajero que terminaremos atravesando con
el paso del tiempo y con el dominio del nuevo idioma.
Si nos
encontrábamos con un estudiante que haya fracasado año tras año, solíamos
fustigarlo con nuestras ingenuas lenguas, burlarnos de él en nuestras alegres
conversaciones a solas, e incluso le despreciábamos en nuestro fuero interno, y
nos mofábamos de los consejos que nos daba por creer que todo lo que nos
contaba de explicaciones acerca de su fracaso académico eran meros pretextos débiles con los que
quería ocultar las verdaderas causas de su fracaso, que nosotros, con nuestros
estrechos horizontes, atribuíamos a una de dos, sin más, corrupción moral o
desidia en los esfuerzos académicos. Acabábamos de salir de las casas de
nuestros padres y madres, donde nos habíamos criado bajo su absoluto cuidado, y
no conocíamos nada de los avatares de la vida más allá de nuestras familias y
de los barrios donde vivíamos en nuestros respectivos países. Eramos meros
chicos que no pasaban de los veinte años de edad, aún incapaces de ver la vida
salvo en dos colores, el blanco y el negro.
Y pasaron
los años…dándonos cuenta entonces y por primera vez de la extremada rapidez de
su paso. La vida nos forjó. Estudiamos y pasamos largas noches estudiando, nos
mezclamos con otros estudiantes de las distintas facultades, escribimos decenas
de cartas a nuestras familias, buscamos las emisoras de radio árabes en
nuestros transistores, nuestros corazones latían por cada acontecimiento que
haya sacudido nuestra patria árabe, discutimos con nuestros compañeros árabes a
lo largo de incontables horas, de política, de la causa palestina y acerca de
los asuntos de nuestro mundo árabe; nos mezclamos con los españoles y
establecimos con ellos amistades superficiales y les explicamos hasta la
saciedad la tragedia de nuestro pueblo palestino, ganamos para nuestra causa a
decenas de ellos, refutamos detalladamente todas las falsas alegaciones que
escuchábamos acerca de nuestra religión islámica, y demostramos a muchos
españoles su tamaña ignorancia acerca de todo lo tocante con la religión del islam,
y su tamaña aversión y odio hacia ella; nos fascinaron las chicas españolas con
su belleza y fuimos alcanzados por los flechazos del amor por doquier, y
probamos, después de haber pasado hambre largamente, el sabor del descanso en
los brazos de mujeres que enjuagaban nuestra tristeza y nos colmaban de amor y
ternura en aquellos días en los que vagábamos sin familia, sin nuestra sociedad
y sin alegría. Así, teníamos ya amigas o novias. Pasamos tiempos difíciles
económicamente, pues había entre nosotros quienes recibían de sus familias
pagas que a duras penas les bastaban, y había de entre nosotros quien pasaba
hambre en la última semana de cada mes, como resultado de su mala
administración. Realizamos viajes por España y vimos mucho de lo que nuestros antepasados
dejaron en ella, lo que aumentaba nuestro vínculo con su bella tierra y con sus
buenas gentes, a pesar de toda su ignorancia acerca de todo lo relacionado con
los árabes y el islam. Realizamos visitas a nuestras familias, visitas que eran
al principio de desbordante felicidad y que con el paso de los años iban
adquiriendo un tinte triste a causa de la creciente acumulación de las cenizas
de nuestro fracaso académico.
Habían pasado cuatro años desde que iniciamos los
estudios universitarios cuando nos dimos cuenta de que, salvo uno de nosotros,
habíamos engrosado la cola de los estudiantes de quienes nos burlábamos en el
pasado. Y no nos lo creíamos, como no habíamos asumido con anterioridad la
realidad de nuestra nueva situación académica y social. Dos de nosotros no
habían terminado aún el primer curso, mientras otros dos habían logrado a lo
largo de cuatro años aprobar el primer curso, solamente. En cuanto a nuestro quinto
compañero iba aprobando constantemente, aunque apenas se separaba de
nosotros.
Me
acuerdo que un día nos encontramos a la puerta de la Facultad y tuvimos una
conversación alegre, como de costumbre, pero a mí me pareció que una nube de
tristeza la ensombrecía, que pronto llovió abundantes palabras cargadas de
desilusión. Aquello era la alegría de jóvenes lozanos y vigorosos mezclados con
la tristeza de quien empezaba a sentir como los apresurados pasos de las hordas
de la frustración pisoteaban sus entrañas. Aquella conversación nuestra se
alargó, se caracterizó por su franqueza
y ya no nos ocultábamos a nosotros mismos que eramos, efectivamente,
estudiantes frustrados. Entre veras y bromas, nuestro compañero, Isam, propuso
que cambiásemos el nombre de nuestra pandilla desde aquel momento a “La
Pandilla de la Decepción”, manteniendo así sus símbolos P.D. Isam añadió, con
su tono alegre, al que estábamos acostumbrados, y del que no me olvidé hasta
hoy día, que debíamos tratar de curar el caso del fracaso del que padecíamos, y
que la medicina establecía que el tratamiento de una enfermedad empieza por el
diagnóstico de la misma, y que el objetivo de cambiar el nombre de nuestra
pandilla era precisamente poner el dedo en la llaga, para poder curarla más
tarde.
Amín
parecía en aquel día el que más se lamentaba entre nosotros por aquellos años
de expatriación en los que anhelaba cosechar nuevos resultados y daba
esperanzas a su familia de que Dios había de ayudarle, irremediablemente, a
realizar sus anhelos; pues el rayo de la esperanza suele seguir reluciendo en
el corazón de los jóvenes por más negra que sea la oscuridad en sus vidas; lo
cual suele ocurrir como resultado de los escasos años en los que han sido
conscientes de la vida, experimentándola, y por ser inconscientes acerca de que
las desgracias de la vida, sean pequeñas o grandes, y sus infamias, sean leves
o abominable; pueden abatirse sobre ellos como se habían abatido sobre millones
de seres humanos antes; y que ellos pueden perpetrar desmanes y cometer
temeridades que habían perpetrado y cometido muchos seres humanos que en la
flor de sus vidas tanto habían creído que eran infalibles a los errores,
fracasos y vilezas. Es que ocurre que los jóvenes, debido a su escasa
experiencia en la vida, creen que son lo mejorcito de entre los seres humanos
que han aterrizado sobre la faz del Globo Terráqueo venidos del mundo de la
inexistencia, y que todos los que recurrieron el sendero antes que ellos no lo
habían recorrido de la manera adecuada, lo que provocó que hayan tropezado y
hayan caído al suelo, y que ellos…ellos concretamente…son los primeros que
recorrerán el sendero de una manera admirable. Y así generación tras
generación, sin que hubiera manera de hacer bajar a los jóvenes de sus nubes de
seda y advertirles acerca de los peligros que les acechan de todas partes, y
que proceden precisamente de sus comportamientos hacia las circunstancias que
les rodean, pues todos los consejos y recomendaciones que les ofrecen quienes
les han precedido sobre el sendero de la vida suelen ser desperdiciados, y solo
el tiempo, con su eterno látigo, suele ser el encargado de hacerles
recapacitar… pero esto ocurre muchas veces demasiado tarde… y cuando el
sendero, ya a sus espaldas, haya recibido a otra hornada de nuevos jóvenes que
avanzan a su vez en medio de una espesa nube de polvo que les impide ver con
claridad, montados a lomos de unos indómitos corceles.
Ahora me
acuerdo, con Amín sentado enfrente a mí en la cafetería Nebraska, relatándome
la historia de sus últimos seis años, que él nunca había deseado estudiar
medicina, y que anhelaba, cuando acabó su enseñanza secundaria, ingresar en una
de las facultades de Derecho en algún país árabe, sin embargo, sus padres y sus
familiares, como había ocurrido con la mayoría de estudiantes árabes con los
que convivimos en la expatriación, se esforzaron sobremanera por llenarle la
cabeza de fantasías y sueños. Le pintaron la carrera de medicina como si fuera la cúspide de
las aspiraciones humanas, reprobando que se convierta, en caso de estudiar
derecho, en el futuro compañero de ladrones y asesinos, defendiéndoles y
comiendo merced a ellos, como decía su padre, y tal como nos contaba Amín en
muchos corrillos. Recuerdo que una vez dijo, mientras se reía tanto que casi
pierde el conocimiento en aquella larga conversación, sentados en la escalera
de la entrada principal de la Facultad, y detrás de nosotros las elevadas
columnas de piedra que custodian la solemne puerta de hierro:
-
Que Dios recompense a mi familia,
compañeros, pues si ellos supieran lo que me ronda por la cabeza me dejarían de
enviar mi paga mensual.
Aquel
día me extrañé de aquella risa histérica de Amín, y le pregunté acerca de lo
que le rondaba por la cabeza, y me contestó mientras intentaba reprimir la risa
que persistía y que hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas:
-
Me ronda por la cabeza lo que os
ronda por la cabeza a vosotros cuatro. Estamos todos sentados aquí como bobos,
conformándonos con el papel de victimas que nuestros padres y madres nos han
impuesto. ¿No veis que ya es hora, ahora que hemos pasado años aquí y ya no
somos aquellos chicos ingenuos que fuimos, de decirles que no, y que no, y
buscarnos una salida de este atolladero,
y dejar a nuestras familias en paz? Ellos no conocen de este mundo más que el
estrecho círculo de nuestra sociedad que no glorifica otra cosa que no sean las
profesiones de medicina y arquitectura, debido a la propagación de enfermedades
y epidemias, y porque la mayoría de nuestros pueblos vivían en casas de adobe,
y la mayoría de sus ciudades y pueblos siguen sin conocer los alcantarillados,
salvo los que se desbordan dejando correr sus porquerías a la vista de todos.
¿A caso no comprendéis que ya no puede ser propio de nosotros, después de que
la vida nos haya curtido y después de que nos haya enseñado sus colmillos, que
no movamos un dedo por salvarnos a nosotros mismos, aunque sea a costa de la
obediencia ciega a nuestros padres que nos ha sido impuesta desde pequeños,
usurpándonos nuestra propia voluntad desde nuestra más tierna infancia, a
propósito, con determinación y acechanza?
Y no
encontré en aquellas palabras suyas lo que justificara sus risas.
-
¿Y qué es lo que te hace reír en
esto que dices? –le dije burlonamente–. Son palabras que más bien deberían
provocar el llanto de todos nosotros, de nuestros padres, nuestras madres,
nuestros familiares, nuestras sociedades, nuestros pueblos y nuestra nación
entera. Verdaderamente eres un filósofo.
De
nuevo, mis compañeros estallaron en risas, para luego sumirnos en el silencio
en medio del cual intercambiábamos miradas perplejas, al tiempo que llegaban a
nuestros oídos las voces de nuestros compañeros de la Facultad, el bullicio de
los coches que pasaban por la avenida principal que atraviesa la ciudad
universitaria, en cuyo lado opuesto, en frente de la Facultad de Medicina,
estaba ubicado el comedor universitario que en aquellos momentos estábamos
esperando que abriera sus puertas para dar la el almuerzo. Súbitamente, nuestro
compañero, Walid, estalló en una sonora carcajada dejando su mano caer sobre la
espalda de Amín que en aquel momento se encontraba cabizbajo mirando el suelo.
-
¡Oh, amigo, que días aquellos los
de antaño! –exclamó Walid con las palabras debatiéndose en su boca para salir
de modo comprensible en medio de su risa-. ¡Ojalá la juventud vuelva algún día
para contarle nosotros lo que hizo el médico, doctor Amín!(1)
No esperábamos que la risa de Walid iba a ser tan
justificada por lo que participamos de su risa, mientras Amín lo empujaba con
ambas manos, jugueteando, diciéndole, en medio de nuestras risas:
-
¿Y por qué no nos demuestras tu
genialidad, pachá arquitecto?(2)
Oyendo esta nueva broma nuestras risas se
intensificaron, mientras que Walid se tiraba para atrás casi a punto de
ahogarse de risa. Aquí intervine, dirigiendo mis palabras a Walid:
-
Has dicho la verdad. La vejez se
va reflejando en ti como en los rostros de todos nosotros. Hemos empezado a ser
viejos estando aún en al principio de nuestra juventud.
No
acababa yo de decir esto cuando mis cuatro amigos repetían al unísono una frase
que solíamos repetir en nuestros corrillos:
-
De preocupación, de tristeza y de
la expatriación que es como el veneno.
Aquí Nabil tomó la iniciativa, exclamando él solo:
-
Y
de la separación de mi prima.(3)
Otra vez la Pandilla del Fracaso estalló en risas.
Acostumbrábamos
a reunirnos casi todos los días después de las clases, y cuando nos juntábamos
intercambiábamos las novedades acerca de nuestros estudios, nuestros profesores
y nuestros compañeros de entre los estudiantes árabes, acabando siempre
hablando de las noticias del mundo árabe y lo que acontecía allí de vergüenza y
deshonor. En cierta ocasión, Walid, comentando las noticias de la patria, dijo
que aquellas calamidades que ocurrían allí se debían a que se trataba del sexto
miembro de la Pandilla del Decepción, y que por esa razón nos apasionaban sus
noticias hasta la adicción.
A pesar de
nuestro hondo sentimiento de fracaso, cuya bacteria empezaba ya a corroer
nuestras personalidades cual carcoma a la madera, ninguno de nosotros se había
atrevido a tomar un paso decisivo que le coloque enfrente a su familia
flagrantemente. No dejábamos de maldecir a nuestra suerte, nuestros profesores
y nuestras familias. Nabil decía, sarcástico, que nuestras familias solo
quieren el bien para nosotros, y que de ese bien sólo nos desean el bien que
les reporte el bien. ¡Que hubiera podido hacer él por su familia –decía– si se
hubiera licenciado en aquel año de la Facultad de Letras o de la de Ciencias
Sociales, como era su deseo antes de viajar a España para estudiar medicina!
“Sin embargo –continuaba–, ahora, tras cinco años de sufrimiento, preocupación
y cuantiosos gastos, que no han dado ningún resultado que merezca la pena,
seguramente que estarían tan orgullosos de mí que me escupirían directamente a
la cara”. Siempre cuando llegaba a este punto de su célebre sermón, repetíamos
con él, al unísono, Amén, Amén. Que rimaba con las iniciales de Pandilla de la
Decepción(4)
Estaba yo
seguro de que aquellos amigos míos eran uno jóvenes inteligentes y ambiciosos,
y que anhelaban poder satisfacer las ambiciones de sus respectivas familias,
más bien, este era el principal objetivo que nos quitaba el sueño a todos. Sin
embargo, yo los observaba en silencio, encontrando en ellos lo que encontraba
en mí mismo de falta de autoconfianza que a veces llegaba a hasta el extremo de
perder el equilibrio psicológico, lo que a su vez llevaba a la temeridad. Veía
yo la alegría reinar entre nosotros cuando nos juntábamos en cualquier lugar,
pero en cuanto me encontraba con alguno de esos compañeros a solas veía
irremediablemente la pena cubriendo su rostro, la preocupación paralizando su
pensamiento y la sonrisa dibujarse tenue sobre sus labios de vez en cuando. Yo
era uno de ellos. Jóvenes destinados a convertirse en escombros de jóvenes.
Pasó otro
año, y uno de los primeros días de julio
nos juntamos todos en la Facultad para recibir las notas de final de todo un
año lectivo. Cuatro de nosotros sabíamos de antemano que los resultados no iban
a ser mejores que antes salvo en una medida insuficiente para la subsistencia. Sin embargo, la
esperanza es lo último que se pierde, tal como reza un dicho popular que los
españoles repiten a menudo, y mucho más cuando se trata de la esperanza que
suele ser caudalosa en las almas jóvenes.
Y
efectivamente, nuestros resultados académicos aquel día fueron tal como
esperábamos, volviéndonos a nuestro corrillo, sentados en un banco largo de
piedra que una mano sabia colocó allí hacía muchos años, a los pies del caballo
indómito, que se alzaba en el espacio arbolado ubicado entre las facultades de
medicina y farmacia, como parte del monumento de “Los portadores de la
antorcha”, símbolo de nuestra universidad. Felicitamos calurosamente a nuestro
compañero, Nabil, por las buenas notas que había obtenido, pero su semblante
estaba tan sombrío como el de todos nosotros por lo que sabía de la aflicción de
nuestras almas. Tras una larga conversación en la que comentamos nuestras
notas, cargamos contra nuestros profesores, y nos lamentamos todo lo que quisimos,
reinó el silencio entre nosotros, mientras yo me fijaba en el hombre fuerte y
desnudo, firmemente montado a lomos de aquel caballo, inclinándose tanto que su
mano derecha casi toca el suelo, en su intento de recoger la antorcha que le
extendía, con una mano agotada, la cabeza inclinada hacia el suelo, otro hombre
desnudo y tirado en el suelo, desfallecido por la enfermedad, o tal vez por la
vejez, o, quien sabe, por el fracaso. Amín interrumpió el momento de silencio,
diciendo, inclinado, apoyando sus dos codos sobre sus rodillas, y fijando la
vista en la arena entre sus pies:
-
Ya basta, compañeros. Llevamos en
este país seis años sin provecho ninguno, y ya es hora de que nos demos cuenta
de que nuestro futuro no está en esta Facultad y que cada uno de nosotros debe
regresar a donde sus raíces y emprenda la carrera que tanto había anhelado.
Amín se
extendió hablando, analizando la situación que sufríamos, luego se enderezó en
su sitio, se levantó harto ya de estar sentado, y se plantó delante de nosotros,
retomando la palabra tranquilamente, y señalando el imponente monumento que se
erguía detrás de él sobre un pedestal pétreo y redondo.
-
Llevamos años viendo casi a diario este
precioso monumento, sin haber extraído de él, aún, la lección que debimos haber
extraído desde el principio – dijo mientras le escuchábamos con todos nuestros
sentidos por la elocuencia con que estaba expresando nuestros más profundos
sentimientos, como si estuviéramos escuchando en aquellos momentos la voz de
nuestras conciencias–. ¿A caso no veis la sucesión de las generaciones?
–continuó-. La generación pasada entrega la antorcha… la antorcha del saber y
del progreso, a la nueva generación. Se supone que nosotros somos esta
generación representada por este fornido jinete, que a lomo del caballo del
tiempo, cuya juventud es eterna, seguirá abriendo camino a las generaciones que
esperan su turno para saltar sobre su lomo. ¿Por Dios decirme, cómo vamos a
poder cumplir esta misión, llevar la antorcha y dar rienda suelta a nuestros
caballos, para entregarla a nuestros hijos, estando nosotros más débiles aun
que este hombre que está tirado en el suelo?
Recuerdo que en aquellos momentos Amín hablaba excelente y
vehementemente como nunca lo había visto antes. Me pareció entonces claramente
que aquellas palabras suyas eran fruto de un largo pensamiento, y presentí que
estaba a punto de anunciarnos algo de suma importancia. Mientras estaba
contemplando a mi amigo en aquella hora del mediodía de un día de principios de
verano, percibí en él aquel gran abogado que siempre quiso ser. Y
efectivamente, vino su esperada declaración, al decirnos, tras haberse quedado
callado por unos momentos, dándose la vuelta hacia el monumento, al que miró
detenidamente, al tiempo que nosotros cuatro nos mirábamos en silencio,
esperando que continuara hablando:
-
Compañeros, he decidido recuperar
mis fuerzas y levantarme de este tropiezo. Dejaré la carrera de medicina sin
lamentar haberla dejado y sin sentirme arrepentido por lo pasado, pues si no he
conseguido un título universitario en estos seis años, sí he aprendido mucho,
he madurado y me he convertido en un hombre después de haber sido un chico. No
creáis que existe el fracaso en el que no hay más que fracaso, ni el éxito en
el que solo hay éxito. Si rebuscáis bien en nuestro fracaso tras estos años,
encontraréis bajo sus feas cenizas un éxito incandescente como ascuas, capaz de
reavivar en el alma el calor y la continuada confianza como para seguir
caminando y buscar la salida correcta.
Los
miembros de P.D. recibimos, pasmados y perplejos, aquella declaración, e
intercambiamos, nosotros que estábamos sentados en una sola fila, miradas
silenciosas, para luego dirigir, todos, una misma mirada a Amín, como si
pidiéndole que siga hablando, pues nos parecía a todos que no había terminado
de hablar. Efectivamente, Amín, al no recibir ningún comentario a sus palabras,
continuó:
-
¡Qué os pasa, compañeros!
–exclamó como para despertarnos de un profundo sueño–. ¿A caso porque hemos
perdido seis años lectivos, creéis que debemos de seguir despilfarrando años de
nuestra vida? Podemos corregir el error ahora y cambiar de carrera para
salvarnos, y ser dignos de recoger la antorcha de manos de nuestros padres,
pero si pasan otros seis años sería imposible corregir el error, y sería como
si levantáramos un monumento a nuestro error como este que veis delante de
vosotros, y que no se moverá de su sitio por más que nos empeñemos.
En este
punto intervino Isam, con una voz ahogada y cargada de preocupación:
-
¿Te irás de España o te
trasladarás a la Facultad de Derecho aquí, en Madrid?
Ante esta
pregunta, el semblante de Amín se cubrió de seriedad y frunció el ceño, se
sentó en el suelo delante de nosotros, recogió una pequeña rama seca que había
caído de uno de los arbolitos que nos rodeaban, y empezó a dibujar líneas en la
arena, callado, con la cabeza agachada sobre su pecho. Su silencio era como una
respuesta muy clara. Estaba decidido a marcharse.
-
¿A dónde has decidido viajar? –le
preguntó Isam de nuevo–.
-
Hemos venido aquí a estudiar con
miras a regresar luego para trabajar en un país árabe que nos aceptara sobre su
territorio, ya que Palestina sigue siendo vedada para nosotros –Contestó Amín,
con voz temblorosa y sin levantar la vista hacia nosotros–. Esto en caso de que
la carrera sea la medicina. Pero estudiar derecho para trabajar en el futuro
como abogado en un país árabe requiere que yo me traslade a estudiar en nuestra
gran patria (5), pues debe de haber algún sitio para mí en alguna de sus universidades,
desde el Océano hasta el Golfo.
Dicho
esto, me sorprendió ver a Isam cayendo con la palma de la mano sobre la de
Amín, quien se la había extendido espontáneamente al ver que Isam había
levantado la suya hacia él.
-
¡Entonces, de acuerdo! –exclamó
Isam–. Yo regreso contigo a la tierra patria.
Aquel
fue un día decisivo en la vida de todos nosotros que no he de olvidar jamás.
Pocas
semanas después nos despedimos de Amín e Isam en el aeropuerto de Madrid, con
lágrimas cubriendo nuestros ojos, y regresamos, los tres que quedábamos de la
pandilla P.D. a la ciudad, absortos, sin que ninguno de nosotros articulara
palabra alguna.
Aquellos
fueron seis años dulces de nuestras vidas a pesar de su amargura. Seis años que
pasaron de nuestra vida para no volver jamás, como pasa cada minuto del saldo
de la vida. Después de la marcha de Amín e Isam no volví a vivir la vida como
solía hacerlo antes, pues desde entonces me embargó la honda sensación de que
yo era como quien llega tarde a coger el tren y encuentra que este acababa de
marcharse dejándole solo en una estación desierta, despidiendo el tren con la
mirada, sin que hubiera en la estación ni en sus alrededores un solo motivo que
justificara seguir allí.
Había
decidido tomar el mismo paso que Amín e Isam, volviendo a la patria árabe, sin
embargo no se lo dije a ninguno de mis amigos, hasta cerciorarme de la reacción
de mi padre. Le había escrito al día siguiente de aquella conversación con los
miembros de P.D. junto a aquel monumento.
Mi
familia lanzó contra mí una feroz campaña cargada de amenazas y persuasiones,
animándome a seguir adelante con los estudios, mostrando su disposición a no
escatimar gastos, los que sean, en aras de permanecer en mi sitio y no ponerles
en ridículo entre familiares y amigos, según las expresiones empleadas por mi
padre en la carta que me envió, y que fue seguida por otras cartas de mi madre
y de mis hermanos. Naturalmente que no habían pensado en mí, ni de lejos, ni en
mi estado de ánimo. Todo lo que les preocupaba eran las habladurías de la
gente, expresión que se repetía en todas las cartas que recibí de los miembros
de mi familia en respuesta a aquella carta mía. Yo casi me había olvidado, tras
años de expatriación, que las habladurías de la gente en nuestras sociedades
árabes retrógradas casi tenían más importancia anímica para el individuo que el noble Corán y los honorables hadices del
profeta(6). Casi me había olvidado que la gente allí está dispuesta a sacrificar a
sus hijos e hijas con tal de estar a salvo de las lenguas de los demás. En
cuanto a sus hijos e hijas, que se vayan al infierno. Estaba a punto de
olvidar, en la sociedad de mi expatriación, donde la gente tiene en cuenta las
habladurías de la gente, pero comedidamente, que la principal ocupación de la
gente en nuestras sociedades es precisamente la observación de la gente,
ensañarse con los demás con los dimes y diretes en cuanto se presente la
ocasión. ¡Y cómo no, tratándose de sociedades que han descollado tanto en la
cortesía, en la generosidad y en la adulación, hasta niveles nunca alcanzados
por otras sociedades!
Ya era
evidente para mí que mi permanencia en la universidad, expatriado, era cuestión
de vida o muerte para mi familia, sus mayores y sus pequeños… la mera
permanencia, aunque fracasando, porque ellos aplicaban aquel dicho popular de
nuestro país que dice que “Dios auxiliará”, prefiriendo así dejar la cuestión
al tiempo, en el que confiaban que, sin duda, iba a solucionar mi crisis. Las
cartas que recibía contenían decenas de consejos que me incitaban a tener
paciencia y tenacidad, como si no había yo pasado seis años de paciencia y
tenacidad.
Ahora mi
acuerdo, en este encuentro con Amín, después de seis años de separación, que
todas esas ideas me venían a la cabeza mientras deambulaba de regreso de la
oficina de correos, en la plaza de Cibeles, y en mi mano una carta de mi
hermano mayor, que acababa yo de leer junto al apartado de correos donde recibo
mi correspondencia. Y mientras subía por la calle de Alcalá, cuyo nombre árabe
alterado, de “alqal´ah”, no fue capaz de arrancarme el sentimiento de
expatriado a lo largo de los años en los que la he recorrido yendo y viniendo
de correos para recoger las cartas y los cheques bancarios enviados por mi
familia; miré casualmente hacia la fuente donde está el monumento de Cibeles,
diosa de la Naturaleza, sobre su carro tirado por dos leones, ubicado en el
medio de la plaza, imaginándola mirándome con cariño de madre, y diciéndome a
mi mismo “¿Y cómo no se va a compadecerse de ti esta mítica diosa pétrea siendo
ella madre de tres de los dioses griegos más importantes? Y es que puede que
una madre pétrea cercana de ti te dé más cariño que tu verdadera madre que está
lejos de ti, y que ya no ve en ti salvo el hijo que va a tener un título con el
que ella llevara la cabeza muy alta delante de la gente”, tal como me había
dicho mi madre en una carta que recibí de ella
dentro de aquella campaña”. Sacudí la cabeza con fuerza para ahuyentar
aquellas ideas, estrujé con la mano la carta de mi hermano y la tiré en la
primera papelera que encontré en la plaza de Sol, que en aquella hora bullía de
gente y palpitaba vida.
Entonces
me envolvió una extraña sensación de relajo e indiferencia mientras me dejaba
absorber por la multitud, lo que hizo que me corazón se desbordara por una ola
de felicidad que yo sentía en aquellos momentos que era falsa, pero la recibía
extasiado y sonriente al pensar que era una especie de pequeño regalo de
aquella diosa griega que había sentido mi desdicha al verme asomarme a ella día
tras día desde el portal del
altivo edificio de correos, con una carta en la mano y soledad y
preocupación en los ojos. Además, ella también es como yo, extraña en la tierra
de los españoles, a pesar de que llevaba en aquel lugar más de un siglo.
El resto
de los miembros de P.D. continuamos estudiando en la misma universidad.
Probamos suerte un año más, exactamente como hacen los jugadores en los casinos,
probando su suerte una vez tras otra, hasta que son obligados a abandonar esa
farsa por la atrofia de sus bolsillos y el hinchamiento de sus yugulares. En
verdad no había diferencias entre ellos y nosotros, ya que ellos sacrifican su
dinero y su tiempo con la esperanza de ganar mucho dinero de una sola vez,
mientras que nosotros sacrificamos años enteros con la esperanza de ganar
títulos que en el futuro se traducen también en abundante dinero. Naturalmente,
nuestro juego requería también gastar mucho dinero que nos enviaban nuestras
familias, a quienes el dinero nunca les sobraba más allá de las necesidades
básicas. Nos sentíamos con las manos encadenadas a aquella paga mensual que
recibíamos de nuestras familias, ya que no teníamos otra escapatoria que seguir
estudiando y repetir aquello de: “Dios auxiliará”.
Así pasaron otros tres años… y es que los
años no pasan, ni existen, salvo en el pasado, pues los que pasan son los días,
y estos son muy habilidosos deslizándose por nuestras vidas sin apenas sentir
nosotros sus sigilosas pisadas, especialmente si estamos en la flor de la
juventud, con el saldo de vida aún delante de nuestros ojos repleto de cifras,
hasta parecernos que por más que gastemos de él no se iba a agotar. En cuanto a
los años, estos se deslizan por detrás de los días, ocultándose de nuestra
vista, y no los vemos hasta que se hayan alejado y ya estén donde un punto inasequible
del horizonte, dejando en nosotros despojos de nosotros mismos, que los años
sucesivos se encargan de depredar y de llevar apresuradamente lejos, campo a
través. En esos tres años conseguíamos de éxito lo poco que nos persuadía a que
probáramos suerte de nuevo al siguiente curso, exactamente como en los primeros
seis años. En cuanto a Amín e Isam, después de un corto período de
correspondencia no volvimos a saber nada de ellos.
Recuerdo
que me reuní con los otros dos miembros de P.D., Walid y Nabil, cuando este
último estaba cursando su especialidad en el hospital universitario después de
haber terminado la carrera de medicina. Era la tarde de un día de finales del
mes de septiembre, en el mismo lugar, mismo jardín y mismo banco de piedra
donde nos habíamos reunido tres años antes cuando Amín e Isam decidieron trasladarse
a estudiar a un país árabe. El monumento de los portadores de la antorcha
estaba delante de nosotros, recordándonos aquellas palabras de Amín que seguían
resonando en mis oídos. En aquella bonita tarde, con la ciudad universitaria alrededor de nosotros, vacía de
gente, tuvimos una conversación en la que no había un atisbo de tristeza, ni
tensión ni lamentos, pues Walid y yo habíamos llegado a un estado de
indiferencia hacia todo…especialmente hacia nuestras familias. La conversación
se alargó y se ramificó hasta caer la noche que envolvió la universidad, con
sus facultades, plazas, jardines y su principal y amplia avenida, que
tremendamente perezosa se extendía detrás de nosotros, debajo de la luz de las
farolas alineadas a ambos lados suyos, aunque las separaba de ellas las filas
de árboles que se levantan en sus dos aceras, que habían conocido mis pasos
yendo y viniendo a lo largo de nueve años, los más dulces y amargos de mi vida.
Walid y yo llevábamos en los bolsillos las notas de unos exámenes que habíamos
realizado aquel mes en un intento de mejorar los resultados de la primera
convocatoria de exámenes, en junio. Sentíamos que nuestros bolsillos estaban a
punto de arder de tanto que nos quemaban aquellos cuartillas, y ninguno de
nosotros articulamos palabra alguna acerca del futuro, como si hubiéramos
llegado a una misma conclusión en el sentido de que la solución era ya obvia, y
se imponía por sí misma, sin dejar lugar a otras consideraciones.
Aquella
tertulia nuestra duró hasta casi medianoche, tras lo cual nos fuimos andando
hasta la plaza de La Moncloa, donde empieza la ciudad universitaria. Allí nos
separamos tomando cada uno el camino hacia su casa. Sin embargo, yo sentía que
una tremenda rebelión se debatía en mi pecho, necesitando caminar y respirar
más aire libre, con lo cual me encontré regresando sobre mis pasos a la
desierta ciudad universitaria. Quería despedirme de ella a solas, bajo la luz
de la luna de aquella cálida noche. Y mientras iba caminando tranquilamente por
la larga y amplia avenida, entre dos filas de árboles, bajo la luz tenue de las
farolas, me puse a ordenar mis ideas acerca de los pasos que tenía decidido
tomar.
Cuando me
senté allí, solo… en el mismo banco de piedra… delante del monumento de
portadores de la antorcha…me envolvió la oscuridad, la quietud me cubrió con el
manto del sosiego y sentí que por fin había conseguido mi libertad, y que no
existía sobre la faz de la tierra quien pudiera usurpármela o imponerme algo
por pequeño y secundario que pudiera ser.
Estuve absorto
en mis pensamientos y empecé a pasear, yendo, viniendo y dando vueltas
alrededor del monumento. Hablé conmigo mismo en voz alta, embriagado por
aquella victoria mía sobre mi otro yo, que a lo largo de aquel día me estaba
instando a seguir con los estudios y no enojar a mis padres después de haber
sacrificado tanto por mí a lo largo de aquellos años. Me dirigí al hombre
fuerte y desnudo, plantado sobre el lomo de aquel caballo, imaginando que me
respondía y que me gritaba pidiéndome que saltara y me sentara tras de él a la
grupa del caballo, para partir con él, como habían partido con él los de mi
generación en los últimos años, hacia el anhelado futuro. Aún recuerdo como me
subí sobre el pedestal circular sobre el que se levanta la gran estatua y
extendí mi mano hacia la antorcha pétrea, para recogerla yo mismo, como si
hubiera querido con ello cerciorarme de que iba a cumplir la misión que tanto
anhelaba cumplir. Si alguien me hubiera visto aquella noche en aquel estado
habría pensado que había perdido el juicio o algo así.
No sé como
pasaron las horas en aquella soledad mía. Estaba seguro que aquella noche era
la mía, y que marcaba la línea divisoria entre mi vida pasada y mi futuro.
Efectivamente, aquella noche me gradué de la universidad de la vida,
convirtiéndome en hombre, aunque no llevara en la mano un título de papel. Sin
embargo, sentía en aquellos momentos que el lugar me atraía hacia él con
fuerza… la Facultad de medicina a mi derecha y frente de mí, la Facultad de farmacia
a mi izquierda, el comedor universitario a mis espaldas, el hombre fornido con
la mano extendida para recoger la antorcha, y el caballo debajo de él casi
relinchaba tan lleno de vida. La oscuridad me envolvía, el sosiego se
desbordaba dentro de mí, y las lágrimas en mis ojos, ora por los nueve años
pasados, ora exultante por mi nueva libertad.
El
amanecer exhaló sus primeros alientos, miré mi reloj mientras seguía sentado en
el banco de piedra y vi que señalaba las siete. Me puse de pie y contemplé el
cielo encontrando un resplandor rojo que emanaba por detrás del edificio de la
Facultad de medicina, extendiéndose encima de él, ramificándose en el cielo,
con una media luna incipiente, hermosa, dibujada en lo más alto del resplandor,
como si fuera una delicada insinuación. Vi luces surgir de algunos edificios de
la universidad y personas que pasaban rápidamente por el lugar, ligeramente,
como si no pisaran el suelo, y otros que pasaban a través de los imponentes
portales, cabizbajos, como si estuvieran haciendo aquello irreflexivamente, sin
estar conscientes de ello, tal como acostumbraron a hacer a lo largo de muchos
años. Me quedé atónito observando el cielo, viendo como torrentes de luz rojiza
teñían las ligeras nubes que se extendían en el todo horizonte oeste, formando
una imagen prodigiosa cuyos colores rojizos iban cambiando gradualmente hacia
el gris azulado, hasta hacer desvanecer del todo aquel esplendor rojo en unos
cuantos minutos, siendo sustituido por un color entre blanco y gris, que suele
persistir a lo largo del día en los días de inicio del otoño madrileño.
Me volví
en mí a la voz de Amín.
-
Y aquí donde me ves –dijo–, soy
un hombre medianamente feliz.
Luego me miró fijamente.
-
¿Sabes por qué? –preguntó–.
-
¿Por qué?
-
Porque he perdido años de mi vida
en balde. Un gran vacío en mi vida que seguirá doliéndome hasta el final,
especialmente desde que me di cuenta de cuan corta y cuan etérea es la vida.
-
No digas eso, Amín. La vida nos
enseñó en esos años lo que no pudo la universidad.
-
Tienes razón, hemos aprendido
mucho –dijo con voz tenue, resistiendo una súbita carraspera, mientras sacudía
la cabeza mirando la mesa–.
Durante
unos momentos permanecimos en silencio, hasta que saqué una amplia sonrisa a
mis labios y le pregunté con voz alegre:
-
Por cierto. Dime, ¿Sabes algo de
Isam? No hemos vuelto a saber nada de ti ni de él desde hace mucho tiempo.
El rostro de Amín se
ensombreció de golpe. Sus ojos hablaron con los míos, tragándome la sonrisa, y
una enigmática sensación de miedo me recorrió el cuerpo. Y cómo no recibía
respuesta alguna le repetí la pregunta, a lo que él reaccionó volviendo a mirar
la mesa y se puso a mover con los dedos una cucharita a la que miraba
fijamente. Luego masculló unas palabras ininteligibles, de las que sólo
comprendí:- “Creí que lo sabías todo”.
-
¿Todo, acerca de qué? –le pregunté,
impaciente–.
-
Acerca de Isam –contestó
lacónicamente, con voz vencida por el estertor, mientras seguía moviendo la
cucharita, sin apartar la vista de ella–.
-
Por favor, Amín, dime que es lo
que ha pasado –le espeté, impaciente, mientras le agarraba la mano que movía la
cucharita–.
Amín levantó hacia mí sus ojos
tan enrojecidos que parecían a punto de estallar, con sendas lágrimas que
centelleaban.
-
Isam falleció hace casi seis años
–dijo con una voz ahogada–.
La noticia me fulminó, no
pudiendo articular palabra. Me quedé mirando a Amín en silencio, como atontado.
La cara de Isam amaneció en mi mente…alegre…llena de vida.
-
Cuando Isam dejó Madrid e
insistió en ir a estudiar a un país árabe o buscar trabajo –dijo Amín con la
voz aún ahogada–, chocó con su familia, quienes cortaron con él, mayores y
pequeños, para obligarle así a regresar a la universidad, aquí. Le fui a visitar
una vez, meses después de nuestro regreso, encontrando que su situación entre
sus familiares era más dura para él que la de vagancia y extravío en la
expatriación. Su padre y su tío se sentaron con nosotros por cortesía,
empezando el segundo a lanzar un discurso pesado e hiriente hacia su sobrino,
incluso hacia mí, aunque con algo de decoro respecto a mí.
- ¿Y qué tiene que ver su
tío en esto estando su padre vivo? –le interrumpí preguntando indignado–. ¿Te
acuerdas cuantas veces nos contaba acerca de las continuas riñas que no cesaban
entre su padre y su único tío? ¡Qué mentalidad más anticuada!
- Así somos nosotros, Husam –continuó diciendo, ya habiendo recuperado
algo de serenidad–. Por más que te ausentes de la patria regresas para
encontrarla tal como la habías dejado, o la encuentras retrocediendo para
atrás. Aquellas abusivas palabras provocaron una discusión enconada entre Isam
y su tío, y súbitamente su padre se disparó de su sitio y cayó sobre Isam
golpeándole e insultándole, con lo que me apresuré a intervenir no pudiéndome
creer lo que presenciaba, y pude, con ayuda del malévolo tío, separar el padre
del hijo. Me precipité a salir de la casa, agarrando a Isam de su axila, para
que respire conmigo aire puro fuera. Estuve a lo largo de una hora intentando
con todas mis fuerzas calmarlo, pero él no hacía más que mascullar, indignado,
unas palabras en las que descargaba toda su cólera contra la vida y contra el
mundo entero. Luego me dijo que quería ir a visitar a uno de sus familiares
para tratar con él un asunto importante. Quise acompañarlo, pero él insistió en
irse solo. Antes de dejarme me dio un abrazo efímero que provocó mi extrañeza,
y le seguí con la mirada mientras se alejaba, sintiendo pena y lástima por él.
Sin embargo, me rondaba aún la esperanza de que seguramente Isam podrá
atravesar aquella etapa dificultosa de su vida, y que el tiempo se encargaría
de curarle las heridas del corazón. En aquellos momentos no sabía que yo era el
último en ver con vida a Isam, ya que un coche le atropelló minutos después de
dejarme, falleciendo en el hospital horas después.
- Que Dios le acoja en su
misericordia –le interrumpí murmurando– ¿Y su madre, su padre y aquel tío suyo,
volviste a verles?
- Cuando fui a dar el pésame a su familia –continuó–, encontré a su
madre postrada en el lecho, y así sigue hasta hoy día. En cuanto a su padre le
encontré sollozando y me pedía disculpas en voz alta delante de la gente por
aquel comportamiento suyo hacia su hijo cuando más necesitaba su ternura y su
apoyo. A su tío no le vi y espero no volverle a ver nunca.
Amín dejó de hablar, nos
quedamos en silencio de nuevo, reinando la tristeza sobre nosotros. Momentos
después nos levantamos, nos estrechamos las manos y nos separamos, quedando en
vernos al día siguiente.
Salí de la cafetería
encontrando que el cielo se había ennegrecido con unas espesas nubes, y que la
ciudad estaba envuelta por una densa oscuridad cuando no había pasado el mediodía
aún. Caminé arrastrando los pies, sin que el rostro de Isam se apartara de mí.
Me volví hacía mis dos personas acurrucadas dentro de mi ser y encontré en
aquel instante que se habían fusionado y se habían sumergido juntas en un
silencio taciturno. ¡Oh pasado!, ¡maldito seas!, sigues estando vivo y capaz de
causar daño al alma siempre que te presentas en ella o se presenta ella en ti,
en tu espacio que no hace más que expandirse en la memoria, cual tumor
cancerígeno que crece sin cesar, hasta apoderarte de la memoria entera, que es
cuando se presenta la muerte.
Me acordé de repente que no
había preguntado a Amín por si había contactado con los otros dos miembros de
P.D., el doctor Nabil y Walid. Walid había abandonado los estudios al mismo
tiempo que yo y juntos hemos regresado a nuestra patria. Sin embargo, nos
encontramos allí sumidos entre nuestras familias en un ambiente odioso, cargado
de hostilidad y acechanza contra nosotros, cualquiera que
sea el motivo, pequeño o grande, por lo que preferimos regresar a Madrid y
establecernos definitivamente aquí. Me di la vuelta buscando a Amín entre los
transeúntes para preguntarle por aquello, encontrándole caminando pausadamente,
cabizbajo, por lo que continué mi camino.
1977
Publicado en la colección de relatos (La Asamblea المؤتمر) de Saïd Alami,1992.
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(1) Juego de palabras, basado en un verso árabe popular, que reza así:”Ojalá
la juventud vuelva algún día, para contarla lo que hicieron las canas”, siendo
que “canas” y “médico” riman, en árabe.
(2) Pachá arquitecto: formula popular
de dirigirse a los arquitectos, en Egipto.
(3) Juego de palabras en árabe. La palabra “veneno” rima con “prima”.
(4) En árabe.
(5) Es así, la gran patria, como llaman los árabes unionistas al
conjunto del mundo árabe.
(6) Hadices: Dichos del profeta Muhammad, la paz sea con él.