EL VISADO

EL VISADO<p> Un relato de Said Alami

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EL VISADO

Said Alami

 (Traducción del árabe por el autor, 2024)

     La mañana tiene fresco el aliento y el cielo azul abraza el horizonte

madrileño cual madre amorosa. Yaser se percata de todo esto, y percibe la

apacibilidad de la naturaleza en el albor de este día del mes de junio,

llegando a sus oídos ya los pasos de un nuevo verano cuyos cálidos

alientos soplan sobre este barrio del extremo norte de Madrid. No se le

escapaba que es algo acostumbrado en esta ciudad castellana que no

existiera más estaciones del año salvo el verano y el invierno, como si la

primavera y el otoño se hubieran escapado de ella hacía mucho tiempo

ante el dominio de las dos principales estaciones, y no entran en ella salvo

a escondidas y por períodos intermitentes y cortos. Yaser abrazaba  la vida

a aquella hora, y contemplaba gozoso las renovadas hermosuras que

exhibía la naturaleza tras haber amainado los vientos y cesado la lluvia.


     En realidad, el estado del tiempo no era lo único que le incitaba a albergar aquella sensación suya de júbilo, pues tenía otro motivo muy notable que le infundía euforia a su joven corazón y le instaba al optimismo. Pues, acabado el curso escolar, ya hay algarabía en su casa a causa de los preparativos del viaje de su hija a la patria árabe donde pasaría sus vacaciones de verano al cuidado de su familia allí. Su misión en aquella mañana era obtener el visado que la permitiría entrar en el país donde su familia vivía desde hacía largos años.  

     ¡Tanto tiempo que lleva esperando este día! Desde el inicio del año escolar lleva contando los días que restaban para su viaje, depositando en ese viaje sus esperanzas de enseñar a su hija la lengua de sus padres y sus antepasados. Él cree en su fuero interno que la expatriación que le había sido impuesta hasta ahora supone una injusticia para su hija desde que nació. Por este motivo solía acechar las ocasiones que permitiesen  a su hija tener contacto con su familia con el fin de acrecentar en ella los lazos de unión y pertenencia a una patria devastada que necesita imperiosamente a sus hijos esparcidos en distintas partes de la Tierra. Efectivamente, ya está ella en su octavo año de edad, habiendo nacido en Madrid, sintiendo la expatriación igual que la siente su padre, y echando de menos ansiosamente el reencontrarse con sus parientes; y no sólo eso, pues ella también habla de Palestina como si acabara de abandonarla, ella que nunca ha respirado su aire ni ha bebido de su agua. Todo esto gracias a una educación hogareña atenta, a niños españoles de su misma edad, algunos de los cuales se empeñan en recordarla sus raíces cada vez que se mofan de sus orígenes y de su extraño nombre, dentro y fuera del colegio, y en la plazuela de juegos enfrente de casa, así como gracias a uno solo de sus maestros que siente rencor hacia los árabes, y lo insufla hacia su hija con expresiones unas veces encubiertas y otras francas, generando en ella más sentimientos de pertenencia a una lejana patria.

     Yaser se había esforzado todo lo que ha podido por enseñar a su hija algo de lengua árabe, hacer que aprenda de memoria algunas azoras coránicas cortas, y enseñarla acerca de todo esto un puñado de sencillos datos que pudieran tener cabida sin dificultad en su aún pequeña mente. Pero a pesar de ello, está aún convencido de que el resultado de sus esfuerzos sigue siendo escaso, pues se trata de una misión enorme y él es simplemente un expatriado árabe más… de cientos de miles de expatriados árabes residentes en Europa que no interesan a ningún responsable en las dos orillas de su expatriación, ni en la que arribaron, ni en la que abandonaron.

     A Yaser, todos estos pensamientos le pasaban a menudo por la mente. Siente como si estuviera inmovilizado con cadenas y no tiene más remedio que permanecer expatriado, pues Palestina sigue perdida desde que sus ojos vieron la luz por primera vez, mientras que el resto de los países de la gran “patria” permanecen con las puertas cerradas para él, como para decenas más de compañeros suyos que cursaron sus estudios en este país.

     Y con esas ideas rondándole la mente, el regocijo mañanero de Yaser, que conducía su coche por calles abarrotadas de vehículos, empezó a disiparse y se encontró golpeando el volante, nerviosamente y cargado de amargura, aliviando así algo de la rabia acumulada en su corazón año tras año. Se apoderó de él una repentina depresión cuando se preguntó, por enésima vez en los últimos días, si la embajada árabe, a la que se dirigía en aquellos momentos, iba a concederle a su hija el visado de entrada que le permitiría viajar para visitar a la familia. Así, inconscientemente, incendió el reproductor de casete del coche del cual fluyó música árabe que Yaser seguía escuchando desde hacía días. Con la música quiso ahuyentar las preocupaciones lejos de su corazón, pues estaba ya harto de todas esas ideas que golpean su mente sin pausa ni piedad desde hacía años. Había comprendido de su larga experiencia que el mejor de los métodos era esperar; pues quizás un acontecimiento inesperado ocurriera en la tierra de los árabes, o tal vez algo cambiara en su extensa geografía y haga que viajar hasta allí y hacerlo entre sus países, se convierta, así porque sí, en algo normal y carente de exigencias imposibles de cumplir, exactamente como ocurría en el pasado, cuando los árabes no se habían fascinado aún por un invento occidental llamado pasaporte, y antes de que sus gobernantes lo convirtieran en un nuevo dios a adorar, como hicieron los israelitas con el becerro.

     La música que fluye del reproductor de casetes lo devuelve a la patria con fuerza…fieramente … está habituado a la voz de la cantante desde su más tierna edad. Que felicidad sería que Samira visitara a su abuelo y su abuela, y que viva por algunos meses sobre una tierra árabe… tierra donde escuchara la voz del almuédano llamando a la oración… tierra donde todo lo que hay no sea en contra de su identidad y de su religión, como es el caso aquí. La alegría volvió a colmar su corazón de nuevo mientras bajaba por la calle Serrano. Subió el volumen del aparato elevando la voz de su cantante favorita y luego alzó  su voz acompañándola cantando, mientras el coche consumía lo que quedaba de distancia hasta la embajada árabe.

     Yaser llegó a aquella zona abarrotada de coches, con sus edificios modernos, donde se ubican algunas embajadas árabes. A punto estaba de fracasar en su búsqueda de aparcamiento, teniendo que dar vueltas durante largo rato por calles con tremendos embotellamientos. En su búsqueda pasó delante de una embajada árabe rodeada de prostíbulos por todas partes, por lo que se encontró mascullando con voz baja, sin previo pensamiento ni premeditación, el popular dicho: “los pájaros caen donde sus semejantes”.

     Finalmente encontró donde aparcar su coche y aceleró sus pasos hacia la embajada apoderándose de él nuevamente un amargo sentimiento de pesimismo respecto a lo que le esperaba detrás de su puerta. Ya no era consciente de lo suave de las brisas que acariciaban su cabello, ni del azul del cielo con sus escasas nubes que se elevaban mansas sobre su cabeza, ni de los coches que se arrastraban permitiéndole moverse ligeramente entre ellos cuando se veía obligado a hacerlo. La preocupación cargada de temor se había apoderado de su pensamiento. ¡¿Acaso rechazarán darle el visado a su hija?!

     Se dirigió al portal del edificio que acoge la sede de la embajada, apresurando después los pasos hacia el ascensor. En su soledad entre sus cuatro paredes se dio cuenta de que estaba sacudiendo su cabeza con fuerza, aliviando así lo que se debatía en su pecho. Odiaba llamar a la puerta de ninguna embajada árabe, pues en la mayoría de ellas no eran bienvenidos ni siquiera sus propios nacionales, con lo que se puede imaginar el recibimiento que brindan a otros árabes. Siempre que se veía obligado a dirigirse a una embajada árabe sabía a ciencia cierta que Dios quería castigarle aquel día creándole un motivo que le condujera a ella. El motivo solía ser el profesional, dada la naturaleza de su trabajo, para pedir un visado o para renovar el pasaporte. Muchas veces se preguntaba con sus amigos árabes acerca de ese enigma detrás de la petulancia que la mayoría de los ciudadanos árabes encuentran en las embajadas de sus países donde sea que vayan por el mundo.

     El ascensor se detuvo en la planta duodécima, lanzándose Yaser a caminar por un corredor revestido de alfombras y unos gigantescos espejos fijados a ambos lados sobre paredes de mármol. Se había lanzado por el corredor como quien se lanza a entregarse al verdugo para que haga con él lo que quisiera, rápidamente, librándole así de los latidos de su corazón que ya eran escandalosos y dolorosos. Se había esforzado con ahínco durante todo el recorrido, desde que salió de casa rumbo a la embajada, en ahuyentar de su mente el gran signo de interrogación, que era más grande que él mismo y que todos sus sentimientos de patriotismo. Pero no pudo. Y ahora que está dentro de aquel edificio, ya en su planta duodécima, no podía seguir con aquel flaco intento suyo, y se siente a punto de gritar a pulmón lleno aquella gran pregunta suya: “¿Acaso le darán a Samira el visado?”. Una terrible pregunta que permanecía pendida en alto cual espada encima de la cabeza de todo aquel que cae en la tentación de pedir un visado a una embajada árabe…salvo si quien lo pide no sea sospechoso de pertenecer a un país árabe. Pues, entrar en el paraíso es cosa cuyas condiciones son conocidas para un árabe, sea musulmán o cristiano. Sin embargo, para que un árabe entrara en un país árabe, depende de un sinfín de circunstancias…que no las conoce salvo Dios, además del cónsul de turno.

Ante el pánico que le provocaba la gran pregunta esgrimida sobre su cabeza, Yaser se vio obligado a esgrimir la espada de la lógica, en un intento desesperado de librarse de la fuerte angustia que le aplastaba como si se tratara de una montaña, por lo que se decía a sí mismo, insistiendo: “¡Cómo no la iban a dar el visado si aún no pasa de los ocho años de edad!...ellos rechazan dar visados a los mayores, por un motivo u otro…pero a los niños eso sería fuera de toda lógica. ¡Acaso sería lógico privarla de visitar a su familia y a un país árabe que es parte de su patria grande!”. Y volvía otra vez a toparse con esa esgrimida espada que nuevamente se agitaba sobre su cabeza, advirtiendo y amenazando… ¡Acaso es normal o lógico impedir a los mayores visitar a sus familias y a su patria grande, por muy apremiante que fuera su necesidad de realizar esa visita!… ¡Acaso no es la infamia por excelencia que los miembros de una familia árabe tengan que acudir a un país extranjero como única solución para un encuentro ocasional o para una reunificación familiar!... Yaser recordó, ya plantado ante la puerta de la embajada, a su amigo Jamil, quien esta misma embajada se negó a extenderle un visado para visitar a su madre moribunda, residente en el país de la embajada, sin que le haya servido de nada entregarle al empleado de la sede diplomática el telegrama que acababa de recibir de su hermano instándole a acudir de inmediato para poder despedirse de su madre … ninguna conciencia fue capaz de reaccionar en los pasillos de la embajada ni en sus lujosos despachos, a pesar de que Jamil suplicó que le permitiesen ver al cónsul pero el empleado le contestó al cabo de unos minutos que este estaba muy ocupado y no podía recibirle. Yaser se acordó de como le explicó Jamil, con lágrimas en los ojos, que aquel día salió de la embajada llorando como un niño. Así, la madre de Jamil falleció sin que su hijo pudiera siquiera asistir a sus funerales a causa de que unos funcionarios descerebrados, con conciencias muertas y carentes de principios, habían decidido que el fallecimiento de la madre no merecía todo aquel interés que mostraba el hijo expatriado. Jamil, hoy día, dos años después del tránsito de su madre, maldice, día y noche, unas embajadas sordas y unos gobiernos ciegos que controlan el destino de una nación muda.

      Al recordar Yaser ese incidente sintió un amarguísimo nudo arrasar su garganta. Sin embargo, pensó que lo que le interesaba en aquel momento era el visado para el viaje de su hija,  y que sería mejor para él ahuyentar todos esos pensamientos negativos que le estaban amargando su mañana, después de haberle parecido en su inicio qué era una mañana ideal y luminosa. Pues, ¡para qué sirven todos esos pensamientos qué tantas veces le habían causado quebraderos de cabeza! Lo importante es que Samira visite a su familia, donde su abuela ya le tenía localizado un colegio donde enseñarle árabe durante su estancia. No sería razonable que priven a una niña  de sus derechos más básicos. Sin embargo la gran pregunta volvía a sonar en sus adentros, y volvía a agitarse sobre su cabeza aquella terrible espada. La vida se ennegreció ante sus ojos, convencido como estaba de la inutilidad de la lógica, en el mismo momento en el que tocaba el timbre de la puerta de la embajada, y se ponía a esperar y miraba, con fingida educación en su semblante, hacia el ojo de la cámara qué se dedicaba estudiar sus facciones, dado que él se había convertido en sospechoso desde el momento en el que se puso delante de aquella puerta.

      En el preciso momento de abrirse la puerta se le vinieron a la imaginación escenas de las películas de Drácula, con las puertas que se abren lentamente a lo desconocido y cargado de horror, con un chirrido que casi arranca los corazones de cuajo. Dio un paso hacia el interior de la embajada, cerrándose la puerta detrás de él automáticamente, lo que le hizo pensar que estaba ya bajo la soberanía del Estado propietario de la embajada, y qué la democracia entera, los derechos de los humanos y pseudohumanos, se habían quedado al otro lado de la puerta, percibiendo él su algarabía a través de las ventanas, por lo que le asaltaba la sensación de echar realmente de menos las calles donde se había habituado a la libertad desde hacía años. 

       Un policía ciudadano del país de la embajada avanzó hacia él, dirigiéndole una penetrante mirada,  y le preguntó, abruptamente, que quería; al tiempo que Yaser percibió que otro policía le escudriñaba, tal vez con rabia, desde un sillón confortable. El primer policía le dijo que tenía que registrarle, a lo que Yaser, siendo realista, obedeció, pues estaba acostumbrado a esta clase de “faenas” en muchas embajadas árabes. Aquel registro no era más qué el principio de una serie de quebraderos de cabeza por los que Yaser hubo que pasar en la embajada. 

*

       Media hora después de haber entrado en la embajada Yaser abandonaba aquella torre de oficinas para incorporarse al tumulto en las aceras, andando sin rumbo, abstraído, enojado y con la rabia royéndole el  corazón. El cielo de Madrid estaba ya de nuevo muy nublado, y las avanzadas del verano se habían retrocedido ante el contraataque  de los  fríos vientos. El hombre percibió algo de relajación gracias a las brisas qué soplaban sobre él. Sus ojos derramaron sendas lágrimas, mientras pensaba en lo que le iba a decir a su pequeña hija, y como le iba a explicar que no habrá tal viaje para visitar a la familia. ¡Cómo iba él mismo a arrancar la alegría de su corazón después de haber pasado los últimos meses hablándole del esperado viaje! ¡Acaso podría decirle que las autoridades de un Estado árabe se han negado a darle el visado por el simple hecho de que ella tenía nacionalidad árabe! Qué justificación podría darle a ella y conseguir que lo asumiera su pequeño cerebro! ¿Acaso decirle qué un Estado árabe teme que una niña de ocho años ponga en peligro su estabilidad y su continuidad? Quizás, a pesar de su niñez, ella le vaya a contestar, cómo acostumbra hacer en sus respuestas que denotan su inteligencia natural, diciéndole: “¡Pues paya gobierno papá!... ¿hasta este punto es inestable y carente de raíces?”. Con sus propios ojos vio en la embajada papeleos de ciudadanos españoles a los que se les iba a conceder el visado, y cuando le preguntó al funcionario de la embajada, que poco antes le había asegurado que había ordenes del ministerio de Exteriores de no conceder a nadie visados de entrada en el país, este le contestó insolentemente: “¿Acaso no ves que son pasaportes españoles?”. Pero Jamil portaba un pasaporte español cuando quiso viajar para despedirse de su madre y a pesar de ello no le dieron el visado porque era árabe, como ellos. Los ojos de Yaser de nuevo se empaparon de lágrimas mientras repetía con voz audible, cargada de pena y de resentimiento: “Vaya nación tan infeliz e ignorante que somos”.

      Le asaltó a Yaser una sensación de amarga soledad en medio de aquel tumulto de viandantes  y coches, cuando de repente oyó a alguien que le exclamaba en español, bromeando: “¡Hombre! … ¡Desde luego que vosotros, los árabe, no conocéis el significado de la amistad!… ¡¿Así cortas conmigo todo este tiempo?¡”.

     Yaser levantó la mirada hacia su repentino interlocutor reconociendo en él a uno de sus compañeros de universidad a quien no había vuelto a ver desde su graduación años atrás. Yaser se alegró por ese encuentro, acogiendo su rostro una emergente sonrisa al tomarle su amigo entre sus brazos y palmotearle sonoramente en la espalda como acostumbran los españoles al encontrarse con un amigo. El semblante de Yaser se relajó del todo, pues era intenso en aquel momento su deseo de zafarse de la fuerte amargura que aquella embajada árabe había infundido en su corazón, con lo que le contestó a su amigo, ambos aún en plena alegría del encuentro: “Tienes razón, Fernando, pues mi gente no conoce ni siquiera el significado de ser hermanos, imagínate pues en lo que se refiere a ser amigos. Vámonos”.

1984 

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