La mañana tiene fresco el aliento y el
cielo azul abraza el horizonte
madrileño cual madre amorosa. Yaser se percata
de todo esto, y percibe la
apacibilidad de la naturaleza en el albor de este día
del mes de junio,
llegando a sus oídos ya los pasos de un nuevo verano cuyos
cálidos
alientos soplan sobre este barrio del extremo norte de Madrid. No se le
escapaba que es algo acostumbrado en esta ciudad castellana que no
existiera
más estaciones del año salvo el verano y el invierno, como si la
primavera y el
otoño se hubieran escapado de ella hacía mucho tiempo
ante el dominio de las
dos principales estaciones, y no entran en ella salvo
a escondidas y por
períodos intermitentes y cortos. Yaser abrazaba
la vida
a aquella hora, y contemplaba gozoso las renovadas hermosuras
que
exhibía la naturaleza tras haber amainado los vientos y cesado la lluvia.
En realidad, el estado del
tiempo no era lo único que le incitaba a albergar aquella sensación suya de
júbilo, pues tenía otro motivo muy notable que le infundía euforia a su joven
corazón y le instaba al optimismo. Pues, acabado el curso escolar, ya hay
algarabía en su casa a causa de los preparativos del viaje de su hija a la
patria árabe donde pasaría sus vacaciones de verano al cuidado de su familia
allí. Su misión en aquella mañana era obtener el visado que la permitiría
entrar en el país donde su familia vivía desde hacía largos años.
¡Tanto tiempo que lleva
esperando este día! Desde el inicio del año escolar lleva contando los días que
restaban para su viaje, depositando en ese viaje sus esperanzas de enseñar a su
hija la lengua de sus padres y sus antepasados. Él cree en su fuero interno que
la expatriación que le había sido impuesta hasta ahora supone una injusticia
para su hija desde que nació. Por este motivo solía acechar las ocasiones que
permitiesen a su hija tener contacto con
su familia con el fin de acrecentar en ella los lazos de unión y pertenencia a una
patria devastada que necesita imperiosamente
a sus hijos esparcidos en distintas partes de la Tierra. Efectivamente, ya está
ella en su octavo año de edad, habiendo nacido en Madrid, sintiendo la
expatriación igual que la siente su padre, y echando de menos ansiosamente el
reencontrarse con sus parientes; y no sólo eso, pues ella también habla de
Palestina como si acabara de abandonarla, ella que nunca ha respirado su aire
ni ha bebido de su agua. Todo esto gracias a una educación hogareña atenta, a
niños españoles de su misma edad, algunos de los cuales se empeñan en
recordarla sus raíces cada vez que se mofan de sus orígenes y de su extraño
nombre, dentro y fuera del colegio, y en la plazuela de juegos enfrente de
casa, así como gracias a uno solo de sus maestros que siente rencor hacia los árabes,
y lo insufla hacia su hija con expresiones unas veces encubiertas y otras
francas, generando en ella más sentimientos de pertenencia a una lejana patria.
Yaser se había esforzado todo
lo que ha podido por enseñar a su hija algo de lengua árabe, hacer que aprenda
de memoria algunas azoras coránicas cortas, y enseñarla acerca de todo esto un
puñado de sencillos datos que pudieran tener cabida sin dificultad en su aún
pequeña mente. Pero a pesar de ello, está aún convencido de que el resultado de
sus esfuerzos sigue siendo escaso, pues se trata de una misión enorme y él es
simplemente un expatriado árabe más… de cientos de miles de expatriados árabes
residentes en Europa que no interesan a ningún responsable en las dos orillas
de su expatriación, ni en la que arribaron, ni en la que abandonaron.
A Yaser, todos estos
pensamientos le pasaban a menudo por la mente. Siente como si estuviera
inmovilizado con cadenas y no tiene más remedio que permanecer expatriado, pues
Palestina sigue perdida desde que sus ojos vieron la luz por primera vez,
mientras que el resto de los países de la gran “patria” permanecen con las
puertas cerradas para él, como para decenas más de compañeros suyos que
cursaron sus estudios en este país.
Y con esas ideas rondándole
la mente, el regocijo mañanero de Yaser, que conducía su coche por calles
abarrotadas de vehículos, empezó a disiparse y se encontró golpeando el
volante, nerviosamente y cargado de amargura, aliviando así algo de la rabia
acumulada en su corazón año tras año. Se apoderó de él una repentina depresión
cuando se preguntó, por enésima vez en los últimos días, si la embajada árabe,
a la que se dirigía en aquellos momentos, iba a concederle a su hija el visado
de entrada que le permitiría viajar para visitar a la familia. Así, inconscientemente,
incendió el reproductor de casete del coche del cual fluyó música árabe que
Yaser seguía escuchando desde hacía días. Con la música quiso ahuyentar las
preocupaciones lejos de su corazón, pues estaba ya harto de todas esas ideas
que golpean su mente sin pausa ni piedad desde hacía años. Había comprendido de
su larga experiencia que el mejor de los métodos era esperar; pues quizás un
acontecimiento inesperado ocurriera en la tierra de los árabes, o tal vez algo
cambiara en su extensa geografía y haga que viajar hasta allí y hacerlo entre
sus países, se convierta, así porque sí, en algo normal y carente de exigencias
imposibles de cumplir, exactamente como ocurría en el pasado, cuando los árabes
no se habían fascinado aún por un invento occidental llamado pasaporte, y antes
de que sus gobernantes lo convirtieran en un nuevo dios a adorar, como hicieron
los israelitas con el becerro.
La música que fluye del
reproductor de casetes lo devuelve a la patria con fuerza…fieramente … está
habituado a la voz de la cantante desde su más tierna edad. Que felicidad sería
que Samira visitara a su abuelo y su abuela, y que viva por algunos meses sobre
una tierra árabe… tierra donde escuchara la voz del almuédano llamando a la
oración… tierra donde todo lo que hay no sea en contra de su identidad y de su
religión, como es el caso aquí. La alegría volvió a colmar su corazón de nuevo
mientras bajaba por la calle Serrano. Subió el volumen del aparato elevando la
voz de su cantante favorita y luego alzó
su voz acompañándola cantando, mientras el coche consumía lo que quedaba
de distancia hasta la embajada árabe.
Yaser llegó a aquella zona
abarrotada de coches, con sus edificios modernos, donde se ubican algunas
embajadas árabes. A punto estaba de fracasar en su búsqueda de aparcamiento,
teniendo que dar vueltas durante largo rato por calles con tremendos
embotellamientos. En su búsqueda pasó delante de una embajada árabe rodeada de
prostíbulos por todas partes, por lo que se encontró mascullando con voz baja,
sin previo pensamiento ni premeditación, el popular dicho: “los pájaros caen
donde sus semejantes”.
Finalmente encontró donde
aparcar su coche y aceleró sus pasos hacia la embajada apoderándose de él
nuevamente un amargo sentimiento de pesimismo respecto a lo que le esperaba
detrás de su puerta. Ya no era consciente de lo suave de las brisas que
acariciaban su cabello, ni del azul del cielo con sus escasas nubes que se
elevaban mansas sobre su cabeza, ni de los coches que se arrastraban
permitiéndole moverse ligeramente entre ellos cuando se veía obligado a
hacerlo. La preocupación cargada de temor se había apoderado de su pensamiento.
¡¿Acaso rechazarán darle el visado a su hija?!
Se dirigió al portal del
edificio que acoge la sede de la embajada, apresurando después los pasos hacia
el ascensor. En su soledad entre sus cuatro paredes se dio cuenta de que estaba
sacudiendo su cabeza con fuerza, aliviando así lo que se debatía en su pecho.
Odiaba llamar a la puerta de ninguna embajada árabe, pues en la mayoría de
ellas no eran bienvenidos ni siquiera sus propios nacionales, con lo que se
puede imaginar el recibimiento que brindan a otros árabes. Siempre que se veía
obligado a dirigirse a una embajada árabe sabía a ciencia cierta que Dios
quería castigarle aquel día creándole un motivo que le condujera a ella. El
motivo solía ser el profesional, dada la naturaleza de su trabajo, para pedir
un visado o para renovar el pasaporte. Muchas veces se preguntaba con sus
amigos árabes acerca de ese enigma detrás de la petulancia que la mayoría de
los ciudadanos árabes encuentran en las embajadas de sus países donde sea que
vayan por el mundo.
El ascensor se detuvo en la
planta duodécima, lanzándose Yaser a caminar por un corredor revestido de
alfombras y unos gigantescos espejos fijados a ambos lados sobre paredes de
mármol. Se había lanzado por el corredor como quien se lanza a entregarse al
verdugo para que haga con él lo que quisiera, rápidamente, librándole así de
los latidos de su corazón que ya eran escandalosos y dolorosos. Se había
esforzado con ahínco durante todo el recorrido, desde que salió de casa rumbo a
la embajada, en ahuyentar de su mente el gran signo de interrogación, que era
más grande que él mismo y que todos sus sentimientos de patriotismo. Pero no
pudo. Y ahora que está dentro de aquel edificio, ya en su planta duodécima, no
podía seguir con aquel flaco intento suyo, y se siente a punto de gritar a
pulmón lleno aquella gran pregunta suya: “¿Acaso le darán a Samira el visado?”.
Una terrible pregunta que permanecía pendida en alto cual espada encima de la
cabeza de todo aquel que cae en la tentación de pedir un visado a una embajada
árabe…salvo si quien lo pide no sea sospechoso de pertenecer a un país árabe.
Pues, entrar en el paraíso es cosa cuyas condiciones son conocidas para un
árabe, sea musulmán o cristiano. Sin embargo, para que un árabe entrara en un
país árabe, depende de un sinfín de circunstancias…que no las conoce salvo
Dios, además del cónsul de turno.
Ante el pánico que le provocaba la gran pregunta esgrimida sobre su
cabeza, Yaser se vio obligado a esgrimir la espada de la lógica, en un intento
desesperado de librarse de la fuerte angustia que le aplastaba como si se
tratara de una montaña, por lo que se decía a sí mismo, insistiendo: “¡Cómo no
la iban a dar el visado si aún no pasa de los ocho años de edad!...ellos
rechazan dar visados a los mayores, por un motivo u otro…pero a los niños eso
sería fuera de toda lógica. ¡Acaso sería lógico privarla de visitar a su
familia y a un país árabe que es parte de su patria grande!”. Y volvía otra vez
a toparse con esa esgrimida espada que nuevamente se agitaba sobre su cabeza,
advirtiendo y amenazando… ¡Acaso es normal o lógico impedir a los mayores
visitar a sus familias y a su patria grande, por muy apremiante que fuera su
necesidad de realizar esa visita!… ¡Acaso no es la infamia por excelencia que
los miembros de una familia árabe tengan que acudir a un país extranjero como
única solución para un encuentro ocasional o para una reunificación
familiar!... Yaser recordó, ya plantado ante la puerta de la embajada, a su
amigo Jamil, quien esta misma embajada se negó a extenderle un visado para
visitar a su madre moribunda, residente en el país de la embajada, sin que le
haya servido de nada entregarle al empleado de la sede diplomática el telegrama
que acababa de recibir de su hermano instándole a acudir de inmediato para
poder despedirse de su madre … ninguna conciencia fue capaz de reaccionar en
los pasillos de la embajada ni en sus lujosos despachos, a pesar de que Jamil
suplicó que le permitiesen ver al cónsul pero el empleado le contestó al cabo
de unos minutos que este estaba muy ocupado y no podía recibirle. Yaser se
acordó de como le explicó Jamil, con lágrimas en los ojos, que aquel día salió
de la embajada llorando como un niño. Así, la madre de Jamil falleció sin que
su hijo pudiera siquiera asistir a sus funerales a causa de que unos
funcionarios descerebrados, con conciencias muertas y carentes de principios,
habían decidido que el fallecimiento de la madre no merecía todo aquel interés
que mostraba el hijo expatriado. Jamil, hoy día, dos años después del tránsito
de su madre, maldice, día y noche, unas embajadas sordas y unos gobiernos
ciegos que controlan el destino de una nación muda.
Al recordar Yaser ese incidente sintió un
amarguísimo nudo arrasar su garganta. Sin embargo, pensó que lo que le
interesaba en aquel momento era el visado para el viaje de su hija, y que sería mejor para él ahuyentar todos esos
pensamientos negativos que le estaban amargando su mañana, después de haberle
parecido en su inicio qué era una mañana ideal y luminosa. Pues, ¡para qué
sirven todos esos pensamientos qué tantas veces le habían causado
quebraderos de cabeza! Lo importante es que Samira visite a su familia,
donde su abuela ya le tenía localizado un colegio donde enseñarle árabe durante
su estancia. No sería razonable que priven a una niña de sus
derechos más básicos. Sin embargo la gran pregunta volvía a sonar en sus
adentros, y volvía
a agitarse sobre su cabeza aquella terrible espada. La vida se
ennegreció ante sus ojos, convencido como estaba de la inutilidad de la
lógica, en el mismo momento en el que tocaba el timbre de la puerta de la
embajada, y se ponía a esperar y miraba, con fingida educación en su
semblante, hacia el ojo de la cámara qué se dedicaba estudiar sus
facciones, dado que él se había convertido en sospechoso desde el momento
en el que se puso delante de aquella puerta.
En el
preciso momento de abrirse la puerta se le vinieron a la imaginación escenas de
las películas de Drácula, con las puertas que se abren lentamente a lo desconocido
y cargado de horror, con un chirrido que casi arranca los corazones de
cuajo. Dio un paso hacia el interior de la embajada, cerrándose la puerta
detrás de él automáticamente, lo que le hizo pensar que estaba ya bajo la
soberanía del Estado propietario de la embajada, y qué la democracia entera,
los derechos de los humanos y pseudohumanos, se habían quedado al otro
lado de la puerta, percibiendo él su algarabía a través de las ventanas,
por lo que le asaltaba la sensación de echar realmente de menos las
calles donde se había habituado a la libertad desde hacía años.
Un
policía ciudadano del país de la embajada avanzó hacia él, dirigiéndole una
penetrante mirada, y le preguntó,
abruptamente, que quería; al tiempo que Yaser percibió que otro
policía le escudriñaba, tal vez con rabia, desde un sillón
confortable. El primer policía le dijo que tenía que registrarle, a lo que
Yaser, siendo realista, obedeció, pues estaba acostumbrado a esta clase de
“faenas” en muchas embajadas árabes. Aquel registro no era más qué el
principio de una serie de quebraderos de cabeza por los que Yaser hubo que
pasar en la embajada.
*