LA
MORERA
Saïd Alami
(Traducido del árabe por el autor)
Un cuarto de siglo
llevaba buscando la morera...y heme aquí hoy delante de ella cara a cara. Ella,
con sus ramas y
hojas, frondosa, cual madre inmensa y cariñosa...y yo, cargado de todos los
recuerdos de infancia, cual rama cuyas hojas son rostros que me eran familiares
y queridos en los años más dulces de mi vida, hasta que se alejaron de mi y me
alejé de ellos a lo largo de todos esos años, que a veces me parece que nunca
han existido o que no habían sido más que una especie de sueño. Pero, de vez en
cuando me llegaban noticias acerca de mis compañeros de infancia que yo
recababa con mucha nostalgia de aquellos días cuya ascua sigue soterrada en lo
más profundo de mi alma.
Siempre
he estado acechando las ocasiones para poder sorber un trago de una felicidad
que casi se nos ha vuelto prohibida de mayores, salvo a hurtadillas, y en
momentos esporádicos, como este momento en el que mi mirada posó, tras tan
larga separación, sobre la amada morera, que a lo largo de los últimos
veinticinco años había ocupado en mi mente un lugar no menos importante que el
de aquellos rostros que iluminaron cual estrellas el cielo de mi lejana
infancia. Años que veía como se desvanecían de repente...en un solo
instante...cuando me quedé de pie, con la vista clavada en la morera, como
si estuviese en el umbral del pasado, con la infancia extendida
delante de mí, pletórica y fragante como almizcle. Tantas veces a lo largo de
esos años había alimentado la esperanza de conseguir una cesta de moras, o siquiera
una sola mora, sin haber logrado ni una cosa ni la otra.
En
este período de mi vida solía perseguir también a otro árbol de los árboles de
Palestina, el almendro, del que también había perdido el rastro desde que mi
familia se trasladó a vivir al Golfo Arábigo(1), sin haberlo podido localizar a lo largo de los años que
pasé allí. Las tertulias de mi familia en las noches del Golfo giraban tanto en
torno a los recuerdos de moras y almendras, como en torno a Lydda y Ramla(2), y a las riquezas de aquella tierra de
deslumbrante belleza.
Pasados aquellos años en el Golfo, me encontré, deslumbrado,
contemplando la costa mediterránea con sus aguas azules que se extendían ante
mí hasta el horizonte, donde imaginaba la costa de Palestina recibiendo calurosamente
sus olas, mientras que a mis espaldas se extendían los campos de almendros
valencianos, en la tierra de nuestros descendientes españoles. Allí, en mi
soledad, apiñé un montoncito de almendras verdes sobre la mesa de mi cuarto, desbordado
el corazón de felicidad. Pedí algo de sal a la casera, quien presa del pánico
al saber lo que me proponía hacer, me suplicó por Dios que no comiera aquellas
almendras. En vano intenté convencerla de que la almendra verde es inocente de
lo que se la atribuía de malos atributos y falsos adjetivos en el país de los
españoles en el que yo era un recién llegado. Pero aquella mujer hizo caso
omiso de mis palabras pasando a calificarme de temerario mientras enumeraba una
y otra vez los nefastos efectos que las almendras verdes tienen para la
salud, como si se tratara, en su opinión, de una especia de planta venenosa. Yo
creía que la malvada temía por mí y por mi salud, cuando de pronto me dijo,
desistiendo ya de intentar convencerme, que si quería comer las almendras
verdes que lo haga, pero fuera de su casa, ya que no quería tener ninguna
responsabilidad en caso de que alguna desgracia me ocurriera. Desde aquél día,
volví a vivir esa escena con decenas de españoles siempre que me veían comiendo
con apetito almendras verdes o me oían hablar de ellas con
pasión, pues estos españoles tienen unas extrañísimas creencias de
las que no se salvan las almendras verdes a pesar de ser este fruto una de las
señas de identidad principales de su generosa tierra.
Estaba
trayendo a la memoria la historia de mi reencuentro con el almendro mientras me
postraba con auténtica veneración ante la morera. Y desde aquél día en el que
hallé el almendro perseveré en la búsqueda de la morera, dado que ambos árboles
formaban sendas marcas determinantes que la época de la infancia, con su
inocencia y su alegría, dejó en mi corazón. Por más que me olvide de las cosas,
nunca olvidaré lo feliz que me sentí al haberme encontrado de nuevo con el
almendro en los campos de Valencia, tan parecidos que son, en su naturaleza y
frutos, a los de Palestina.
Mi
felicidad entonces no se reducía tan solo al hecho de haberme encontrado con el
almendro tras años de alejamiento, sino que era debida también a que yo, con
mis propias manos, recogía las almendras de aquellas ramas a las que me
había acostumbrado desde mi más tierna infancia. Era como si me hubiera sentido
feliz por el reencuentro con un íntimo amigo tras una larga separación. Aquél
día, con los almendros rodeándome por doquier, me he vuelto atrás con la
memoria a un cierto día junto a un grupo de mis congéneres, a los pies del
monte Gerizim, en Naplusa, en un campo de almendros que se hallaba al sur de la
ciudad, entre el monte y la carretera que llevaba a la bifurcación de Wadi Al Bathan-Jerusalén.
Corríamos más veloces que el viento mientras las piedras y los insultos que nos
lanzaba el guarda de la finca no dejaban de perseguirnos en un intento del
guarda de impedir que acabáramos con las almendras verdes de los que estaban
cargados aquellos árboles. Una vez a salvo de la garra del guarda formamos un
círculo alrededor de un buen montón de almendras que engullimos entre risas y
burlas de aquél pobre guarda con quien esa escena se repetía a
diario cada primavera.
En
cuanto a la morera, había perdido yo la esperanza de encontrarla a lo largo de
los últimos veinte años en las zonas que conocí en el país de los españoles.
Muchas veces me aseguraban conocidos míos españoles que las moreras existían en
ese o aquél lugar, para que, una vez trasladado a aquellos lugares, a veces
teniendo que viajar, me percataba de que aquellas personas no comprendían lo
que son las moras ni las habían visto en su vida. En España existe una especie
de arbusto que da un fruto parecido a la mora, o quizás se trate de una
aberración de moras; alabado sea Dios que no permitiría nunca que las moras
sean abellacadas. La mora es inconfundible ... es aquel fruto blando de forma
algo ovalada, de color blanco o rojo tirando a negro, del tamaño de una
almendra grande, su tacto es delicado a pesar de tener una superficie rugosa, y
cuando se pone en la boca se desvanece sin dificultad dejando un sabor dulce.
Repetí esta descripción a oídos de los españoles una y otra vez,
encontrando que algunos no habían oído hablar de ello nunca ni había visto algo
parecido y que otros me indicaban aquellos lugares donde encontraba una planta
llamada en español “frambuesa” o otra que se la llama “zarzamora” siendo los
dos frutos tan parecidos a la mora como el mono al hombre. En cuanto a mis compañeros
de expatriación de entre los palestinos y de sus vecinos árabes, todos se
ponían de acuerdo, cuando les preguntaba, en que las moras no existían en
el Paraíso Perdido a pesar de que la Historia cuenta que los árabes
introdujeron las moras en España y crearon en ella la industria de la seda(3).
Hasta que un día, no hace mucho tiempo, en el curso de en una
conversación con un amigo libanés, le conté, muy orgulloso, mis idas y venidas
entre unos pocos almendros en las afueras de Madrid. Luego le expresé mi
desolación por mi fracaso hasta aquél momento en encontrar moreras.
Entonces el hombre exclamó:
- ¡Claro que hay moreras!
No
daba crédito a mis oídos. Sabía a ciencia cierta que aquel hombre sabía
perfectamente y al detalle todo lo relacionado con los frutos de la tierra en
nuestros países, por lo que le pregunté impaciente:
- ¡¿Qué dices?!
El
hombre insistió y repitió hablando en su dulce dialecto, mientras
pavoneaba orgulloso del hecho de que todas mis esperanzas pendían de él:
- Hay muchas moreras.
Me
asaltó la duda acerca de la veracidad de sus palabras, a pesar de que él
procedía de la zona rural más genuina del norte libanés, y le pregunté agotada
mi paciencia:
- ¿Dónde?
Mi
amigo mi explicó entonces que las moreras se encuentran en un lugar cerca del
pueblo de Aldea del Fresno, cerca de
Madrid, al oeste de la ciudad. Yo conocía bien esa zona y no me sorprendió el
hecho de que allí hubiera moreras. Incluso las había buscado allí sin resultado,
hacía largo tiempo, por un sentimiento que me embargaba cada vez que visitaba,
por esparcimiento, aquella zona conocida por sus huertos y bellos paisajes.
Mi
amigo, unas dos décadas mayor que yo, se puso a darme una conferencia sobre las
moras. Me explicó como su aldea, en Líbano, solía vivir, igual que muchas
aldeas en sus alrededores, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial,
principalmente gracias a la producción de la seda, criando gusanos de seda
sobre las hojas de las moreras; hasta que terminó diciendo, dejando de
pavonearse, y dirigiéndose a mi calurosamente, con sus ojos brillando con
una luz extraña producto de los recuerdos, lo que me hizo pensar que se
trataba de un halo de luz venido del tiempo de su lejana infancia, cuando los
montes del Líbano eran un paraíso y un prodigio:
-
En la carretera que lleva a Aldea del Fresno, unos kilómetros antes de llegar
al pueblo, se yerguen las moreras a ambos lados de la carretera. Vimos a esos
árboles dos amigos míos y yo, por pura casualidad, mientras recorríamos la zona
en coche, por lo que nos detuvimos y nos bajamos a toda prisa sin dar crédito a
nuestros ojos. El suelo, debajo de los árboles, estaba cubierto de moras. Los
árboles, algunos estaban cargados de moras blancas y otros de moras
granates...incluso negras.
Una amplia sonrisa se esbozó en los labios de mi amigo, quien
agregó:
- Empezamos a recoger moras del suelo y
comerlas con la voracidad propia de unos trastornados mentales...comimos
tanto...comimos tanto...hasta que ya no sabíamos qué hacer con las moras.
Mis dos acompañantes no habían visto las moras desde hacía largos años mientras
que yo no las había visto desde el estallido de la guerra civil en nuestro país
dejando desde entonces de viajar allí, a la espera de una solución. Y mientras
llenábamos nuestras tripas de moras polvorientas por la tierra del camino, con
los coches pasando a nuestro lado y sus pasajeros mirándonos con suma
reprobación, los tres nos lanzamos a contar nuestros recuerdos relacionados con
las moras en Líbano, sin que ninguno de nosotros estuviera escuchando lo que
decían los otros dos, pues los tres nos afanábamos intentando llegar, saltando,
a las moras que pendían de las ramas inferiores.
Impaciente, le pregunté nuevamente, aun a sabiendas de que mi
insistencia sin duda le iba a molestar:
- ¿Estás seguro de que eran moras?
Entonces su sonrisa desapareció, y con el mismo acento que no le había
abandonado en más de treinta años de residencia en Europa:
- ¡Maldito sea este chico! Por supuesto que
eran moras... por supuesto... ¿Acaso no conocemos lo que son las moras, tío?
Apacigüé su ánimo hasta que recuperó su sonrisa, mientras me había
tranquilizado respecto a la veracidad de sus palabras. Así, acordamos esperar
al mes de julio, fecha en la que se inicia la temporada de las moras, para irnos
a aquella carretera mágica. Dos meses nos separaban de aquella
cita, período que pasamos, cada vez que nos encontramos, hablando
acerca de la aproximación de la feliz fecha.
Siempre que hablábamos del tema su rostro adquiría el semblante de
grandeza, como si fuera Colón acabando de descubrir un nuevo continente. Él
también esperaba la temporada de las moras con fuerte anhelo, del que una
vez me dijo que parecía al anhelo que sentían los aldeanos del campo libanés
cuando pasaban el año a la espera de la temporada de la seda por lo que les
aportaba de ingresos, especialmente después de inventar las paracaídas y del
amplio uso que tuvieron durante la Segunda Guerra Mundial, pues aquél invento
hizo crecer sus ingresos, gracias al gusano de la seda.
Pronto
pasaron los dos meses... y llegó el momento del encuentro... y heme aquí ante
el árbol de la infancia. Levanté mis ojos hacia sus frondosas ramas que me
parecían brazos extendidos hacia mí para abrazarme con nostalgia y
cariño...exactamente como solía comportarse conmigo hacía largos años. Veía el
cielo entre sus hojas sobre las cuales tracé los tiempos más dulces de mi vida,
cuando de pronto el color azul se fundió en el verde, y las moras blancas se
tornaron estrellas que destellaban con un esplendor fascinante. En aquellos
momentos en los que me había abstraído de mi mundo presente llegaron a mis
oídos los gritos de unos niños y las risas de unos chavales. Y oí entre ellos,
en el fragor de sus juegos, a un niño que llamaba a sus congéneres por sus
nombres... Basem...Rasem...Esmat...Hisham...Nazif... y divisé sobre las ramas
altas de las moreras a unos diablillos con pantalones caquis y cabellos
despeinados y polvorientos, con toda la felicidad del mundo reflejada en sus
ojos... ¿Y cómo no, si estaban, a escasos metros de sus
casas, regocijándose en el regazo de las moreras... que con sus hojas les
protegían del resplandor del sol naplusí(4) ... y que le obsequiaban con estos frutos prodigiosos,
que a ellos les parecían míticos.
Al
instante siguiente les divisé bajándose al suelo y corriendo hacía otro
árbol... contar hasta diez y luego lanzarse a la carrera hacía una tercera
morera apresurándose a treparla, subirse hasta sus ramas entrelazadas,
lanzándose de una rama a otra, como monos unas veces y como pajarillos otras.
Incluso les divisé, en mi abstracción mental, colgándose de las ramas
entrelazadas, trasladándose a través de estas ramas, con destreza,
de una morera a otra, sin necesidad alguna de bajarse al
suelo, con todo el orgullo del mundo en su resplandecientes semblantes,
lanzando algunos de ellos, de vez en cuando, gritos imitando al chillido de
“Tarzán de los monos”, tal como lo conocían por el cine.
Más
tarde les encontré sacudiendo las ramas de las moreras haciendo que sus frutos,
blancos, granates y negros, se precipitaran en gran cantidad sobre la hierba
del suelo, apresurándose a devorarlas, alegres, con mucho alboroto y una
sorprendente energía. Y advertí que entre ellos había chavales que estaban
recogiendo en sus pañuelos lo que podían de moras para llevarlas a sus casa,
donde quizás sus madres, conformes, les den palmaditas en la espalda y no les
castigaran por llevar los pantalones manchados de las moras granates por
haberse caído, en el fragor de sus juegos, encima de las moras que cubrían el
suelo.
Mascullé, con lágrimas en los ojos: Basem... Rasem... Esmat...Hisham
...y me acordé de las desgracias que se abatieron sobre algunos de ellos, y
como algunos otros fueron dispersados y desplazados por el mundo, ellos que no
se separaban salvo para irse a dormir. Allí está Esmat, al cabo de tantos años,
trastornado mentalmente desde que su hermano mayor perdiera la vida en la
batalla de Al-Karamah, en 1968.
Y
dentro de su desgracia la suerte de Esmat fue misericordiosa comparándose con
el destino al que fue a parar Hisham, quien un soldado israelí le mató en
Naplusa... tal vez cerca de aquellas moreras... mientras participaba en una
manifestación contra los ocupantes que continuaban profanando aquella inmaculada
tierra.
Las dolorosas imágenes se sucedían irrumpiendo en mi mente a la
velocidad de rayo, trayéndome a la memoria algunos de los destinos en los que
acabaron unos cuantos compañeros de infancia; destinos que nunca podían haber
pasado por nuestras mentes cuando jugábamos debajo de aquellas misericordiosas
moreras. En cuanto al resto de aquellos amigos... de los que mi alma
creció abrazada a las suyas... nunca volví a saber nada de ellos desde que nos
separamos hacía más de un cuarto de siglo.
Contra mi voluntad las lágrimas fluyeron de
mis ojos... miré al suelo debajo de los árboles encontrando cientos de
moras... los gritos de mis congéneres empezaron a retumbar en mis
oídos, elevándose cada vez con más fuerza, con gran estruendo...entonces me
alejé de la morera alzando la vista hacia ella con algo de temor...
manifestándose anti mis ojos como una madre indignada...los gritos y los
chillidos se tornaron insoportables en mis oídos...me quedé clavado en mi sitio
absolutamente atónito ante lo que veía sobre sus ramas y debajo de su extendida
sombra. No cogí ni una sola mora. Sentí que aquél árbol se
había convertido tras todos esos años en el símbolo de lo más preciado de
cuanto hubieran tocado mis manos y hubieran visto mis ojos. El cuarto de siglo
transcurrido había convertido a la morera en un sagrado monumento... e incluso
en el mausoleo de mi infancia.
Tomé con mi amigo el camino de regreso a Madrid, envueltos en un
silencio que yo procuraba disipar de vez en cuando repitiendo en voz alta:
-No...ya no conocemos lo que son las moras,
amigo mío.
(1)
Llamado en Occidente:Golfo Pérsico.
(2)
Laydda y Ramla: Dos ciudades contiguas de Palestina.
(3)
El Paráiso Perdido (Al Firdaus Al Mafqud): Sobrenombre de
España en el mundo árabe, en recuerdo de Al-Ándalus.
(4)
Naplusí o Nablusí: De la ciudad palestina de Naplusa (Nablus).