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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Entrega 51 (28 Abril 2023)
…..El egipcio, las dos castellanas y sus correspondientes ayudantes fueron liberados por el mago Flor y Habib, abandonando todos, a toda prisa, sin mirar atrás, el Nuevo Palacio y luego Qanunistán, para siempre.
Al mago Flor no se le
escapaba que tanto Sases como las hermanas López, una vez liberados, iban a
comunicarse mentalmente con Kataziah y revelarle que no tuvieron más remedio
que informar sobre la ubicación de las grutas. También que Kataziah, en
consecuencia, ordenaría la evacuación de las mismas de inmediato, del modo
instantáneo del que solo eran capaces brujos y magos.
No obstante, el gran
mago ordenó, mientras estaba interrogando a Sases, que sus ayudantes y los de
Hilal, encabezados por este último, se dirigieran a la zona de las cuevas donde
el mago Flor había estado un poco antes pero no pudo intervenir porque no tuvo
más remedio que acudir a la llamada de Hilal, al Palacio Real.
En la zona de las
montañas en las afueras de Dahab, donde había un sinfín de colinas, montes y
cumbres, además de grutas y algares subterráneas, algunas de varios kilómetros
de extensión y ramificación bajo tierra, los brujos se habían dado cuenta de
que una de las cavernas había sido descubierta por el mago Flor y se disponían
a desaparecer de allí, mientras la gruta estaba siendo asediada por todas
partes. Sin embargo, se sorprendieron al ver que el asedio se levantaba y que
el gran mago y sus ayudantes desaparecían del lugar. Entonces, Kataziah ordenó
la inmediata evacuación de aquella gruta y de todas las grutas cercanas a ella.
Por eso, cuando Sases y las hermanas López indicaron el lugar de la gruta de
donde procedían ambos, de nada sirvió que Hilal y demás ayudantes se
trasladaran a aquella zona, pues todas las cuevas existentes allí habían sido
abandonadas y liberadas de todo rastro de aquellos que las habían morado.
Pasadas las horas,
Kataziah y los cientos de brujos que la acompañaban, procedentes de muchos
lugares de la tierra, se habían congregado en una sola gruta bastante alejada
de Dahab. La gruta tenía una gran extensión bajo tierra, además de numerosas
ramificaciones y salidas al exterior. La gran bruja se desesperaba por momentos
al ver que ni Ashima y su hermano, Zolfar, Sases y las hermanas López
regresaban. Varios brujos y brujas habían tomado posición en el exterior de la
cueva para guiarlos hasta la nueva sede subterránea si aparecían.
En
realidad, Kataziah había pensado en enfrentarse al mago Flor cuando este se
disponía a atacar aquella cueva, pero luego prefirió no improvisar en un
enfrentamiento nuevo con él, y esperar al día en que su plan y el de los suyos
estuviese lo suficientemente perfilado, sin dejar nada al azar.
Según pasaban las horas
sin que regresara ninguno de los brujos encargados de aquellas dos misiones en
los dos palacios, a Kataziah y los suyos, en ascuas, se les iban consumiendo
los nervios más y más, pues no habían podido observar lo que acontecía en ambos
palacios, debido a los escudos protectores que los resguardaban, incluso a
pesar de los boquetes que los sharrwes habían causado, momentáneamente, en el
del Palacio Real.
Cuando
ya salía el sol y no aparecía ninguno de los brujos ausentes, cundió la
angustia entre los brujos de Kataziah, esta recibió mentalmente la voz de
Sases. El egipcio le contó lo acontecido con él y con las hermanas López, y la
puso al tanto de todo lo que había conocido de la boca del mago Flor sobre
Jasiazadeh, Zolfar, Ashima y el hermano de esta.
Cuando
Kataziah anunció el contenido del mensaje de Sases, un silencio aplastante,
cual manto oscuro y pesado, se extendió sobre todos los presentes en la gran
gruta. Los que más consternados estaban en aquellos momentos eran los brujos
seguidores de Jasiazadeh, que quedaron de piedra al oír aquello de que su líder
ya no pertenecía al mundo de la nigromancia, y que había sido despojada de
todos sus poderes. Kataziah no les había informado del inicio de la misión de
rescatar a su matriarca, pues quería demostrarles de lo que era capaz de hacer,
sin necesitar su ayuda, y darles con ello una agradable sorpresa, y que
Jasiazadeh entrara en la caverna en medio de una gran ovación del tumulto de
brujos presentes, lo que hubiera dejado boquiabiertos y maravillados a los
brujos rujistaníes. Eso había pensado y planificado Kataziah, segura entonces
de que el rescate de Jasiazadeh se llevaría a cabo según habían planificado
Zolfar y Ashima, pues sus diminutos y tremebundos sharrwes, según la habían
explicado y mostrado, eran invencibles.
Ni
a Kataziah ni a los que colaboraron con ella en el plan de rescate de
Jasiazadeh se les había pasado por la cabeza que la gran bruja de Rujistán
hubiera caído en las garras del arrepentimiento. Tampoco habían tenido en
cuenta la reacción de los brujos de Jasiazadeh en caso de que fracasara la
misión. Estos, ya hartos de Kataziah y de sus falsas promesas y ahora al
corriente del horrendo fin en el que terminó su matriarca, pactaron, susurrando
entre sí, en medio de aquel pesado silencio a escondidas, su futura reacción.
Los presentes en la
cueva no sabían qué hacer ni qué decir y el silencio se prolongaba hasta que se
convirtió en un rumor creciente, que gradualmente desembocó en gritos,
protestas y hasta amenazas por parte de muchos asistentes de regresar a sus
lugares de origen y abandonar los planes de confrontación con el mago Flor y
sus seguidores.
—Pero ¿cómo te atreves
a llevar a cabo la operación de rescate a Jasiazadeh sin contar con nosotros?
—gritó el jefe de los brujos de Jasiazadeh indignado—. Si hubiéramos ido
nosotros a rescatarla, la habríamos traído sana y salva.
—¿Y para qué os hubiera
servido traerla sana y salva si ya no es lo que era y no hay ninguna fuerza
humana capaz de devolverla al mundo de la brujería y la nigromancia? —contestó
Kataziah con voz alta, pero con tono apagado.
—Tú lo has dicho,
Kataziah —volvió a gritar el de antes—. No hay fuerza humana capaz de ello,
pero ¿desde cuándo nosotros dependemos de la fuerza humana en nuestro mundo?
¿Acaso Zolfar y Ashima fueron a rescatar a Jasiazadeh utilizando sus recursos
humanos?
Kataziah permaneció en
silencio, profundamente contrariada por los acontecimientos de la noche
anterior.
—Ya tenemos suficiente
prueba de quién es ese Svindex a cuyas fauces quieres arrojarnos, Kataziah
—gritó una bruja desde su lugar en un rincón oscuro de la gruta.
—Si tan grandes brujos
como Sases, Zolfar, Ashima y las hermanas de Castilla, junto a un montón de
brujos ayudantes, no pudieron hacer nada con Svindex, ¿qué quieres que hagamos
nosotros? —gritaba un brujo entre la multitud apiñada para escuchar a Kataziah.
Ella, desde lo alto de
una roca en la que estaba de pie junto a su hermano, Wantuz, paseaba su vista
por todos ellos, con los ojos enrojecidos y la cara desencajada, tanto que
aparentaba tener el doble de edad de la que tenía en realidad. Sentía el peso
de sus fracasos ante Svindex y su clan, que sucedían uno tras otro, sin remedio
en el horizonte. Así las cosas, Kataziah no sabía qué decir en respuesta a las
protestas que iban creciendo en número y en tono dentro de la gruta, amenazando
con convertirse en clamor general e imparable.
—¡Hermanos! —estalló de
repente la voz de Wantuz, severa y contundente—. ¿A qué esperáis? Regresad, si
queréis, a vuestros países a esperar allí a que la gente de Svindex, o él
mismo, os alcancen y os destruyan uno a uno. Quizás fue un error haber enviado
a tan solo dos brujos y unos pocos ayudantes en cada una de las misiones que se
llevaron a cabo anoche. Ese fue un error. ¿Pero podrá Svindex enfrentarse a
nosotros, los brujos más grandes del mundo, cuando vayamos a por él, y a por
los suyos, todos juntos, con planes precisos y muy estudiados? Hermanos,
consideremos que lo acaecido anoche ha sido una prueba de fuerzas, un tanteo, y
como resultado del mismo ya sabemos mucho mejor cómo debe ser el gran ataque
contra Svindex y los suyos.
Wantuz siguió hablando
con sobrada confianza e ímpetu, impulsado por los signos de desesperación que
vio reflejados en el rostro de su amada hermana, pudiendo finalmente controlar
la situación, acallar las voces de rebeldía y aglutinar nuevamente a los
presentes alrededor de su querida Kataziah.
A las pocas horas,
Kataziah y su hermano buscaron a los brujos de Jasiazadeh para tranquilizarlos
y asegurar su lealtad a la lucha contra Svindex, sin embargo, estos se habían
esfumado sin dejar rastro. Nadie pudo dar razón de su paradero. Todos habían
emprendido camino de regreso a Rujistán, su país, sin su ama, con el fin de
informar al rey Qadir Khan, abandonando para siempre a Kataziah.
Capítulo 39. Radi Shah errante
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adi Shah, rey de Sindistán, era un hombre alto y
corpulento, de ojos negros y mirada melancólica y huidiza, tez morena, que
tenía, a pesar de que había atravesado los sesenta años de edad, un cabello
abundante, negro y liso, que le cubría las mejillas. La edad solo había dejado
su huella en su larga y poblada barba, ya bastante canosa.
La noticia de la
conquista del territorio de su país, desde la frontera con Najmistán hasta
Sundos, llegó a sus oídos con todo lujo de detalles a la salida del sol de un
día veraniego y hermoso, cuando se disponía a atravesar la frontera de
Rujistán, junto a su esposa la reina Soraya y algunos príncipes y nobles, rumbo
a Zulmabad, para asistir a la boda de Gayatari y Bahman.
El encargado de darle
la noticia al rey no era otro que su hermano, el príncipe Sarwan, quien, al día
siguiente de haber salido de Sundos custodiado por los soldados de Najmistán
junto a otros príncipes, princesas y miembros de la nobleza, pudo, acompañado
de su primo, el príncipe Ayub, robar dos caballos y escaparse velozmente por la
noche, en una carrera hasta la extenuación, en busca de la comitiva de Radi
Shah. Ya de día, y sin posibilidad de ser alcanzados por sus captores, Sarwan y
Ayub llegaron hasta un castillo, cuartel de un destacamento de su ejército, y
desde allí enviaron a varios jinetes a distintas ciudades y principales
castillos, que no habían oído todavía la noticia de la invasión najmistaní,
para urgirles enviar las tropas que hubiera hacia Sundos. Estas debían
agruparse, ocultas, en los aledaños de una localidad a dos jornadas de la
capital y esperar allí la llegada del grueso del ejército con el rey Radi Shah
a la cabeza.
—¡Sin lugar a dudas,
estás delirando, príncipe Sarwan! ¡Y tú, príncipe Ayub!, ¿por qué te mantienes
en silencio? —gritaba Radi Shah fuera de sí, dirigiéndoles a ambos una mirada
fiera, tras recibir aquella noticia, que le hizo sentir como si una montaña se
le viniese encima o una puñalada inesperada le atravesara el corazón.
—Te lo había advertido,
hermano, ¡pero no me hiciste caso! —gritaba Sarwan con lágrimas en los ojos,
abatido y agotado del largo viaje que había realizado junto a Ayub, cabalgando
sin más descanso que para dormitar y dejar descansar a los caballos—. Te dije
que no te apresurases aún a enviar nuestro ejército al sur, dejando a Sundos
desprotegida, pero no me escuchaste.
A Radi Shah, rodeado de
su séquito, todos montando magníficos caballos y rodeados de la tropa que los
acompañaba, se le oscureció el rostro y ya le saltaban chispas de los ojos.
—Pero,
¿me estás diciendo que habéis entregado Sundos a Akbar Khan, así, sin más?
—gritaba el rey totalmente fuera de control—. ¿Os ofrece un plazo de unas horas
y ya está... y os entregáis sin más?
¿Solo unas horas han bastado para que os rindáis? Creo que habrá sido la
capitulación más rápida de la historia, de toda una capital de una nación tan
grande como la nuestra. ¿No hubo ninguna resistencia para ganar tiempo, al
menos? —Radi Shah chillaba tanto que parecía que estaba perdiendo la razón y
tenía tanta rabia que estaba dudando entre matar a su hermano o suicidarse él.
—¿Ganar tiempo para qué
si no podíamos contar con la ayuda de nadie y ellos sabían y conocían
perfectamente la posición de nuestras tropas estacionadas en el sur?
—chillaba Sarwan a su vez,
desesperado, mientras que a varios príncipes y nobles que presenciaban la
escena se les empezaban a saltar las lágrimas o lloraban amargamente—.
¿Resistir con qué tropas contra todo un ejército que traía consigo toda clase
de pertrechos?
—Seguro que había algo
que hacer al respecto, antes de entregar la ciudad sin haber movido un dedo en
su defensa —le interrumpió el rey gritando a voz en cuello con palabras que
incendiaban más aún el ánimo de Sarwan al percibir en ellas una clara acusación
de cobardía, de parte de su hermano.
—¿Es que hubieras
preferido acaso que nos pasaran todos a filo de espada y no dejar ni rastro de
nuestra familia en el país, con lo cual sería imposible recuperar el trono y el
reino? —continuó Sarwan—. ¿O que hubiéramos resistido inútilmente para darles
así la perfecta excusa para aniquilar a la población en represalia, saquear la
ciudad y destruirla hasta no dejar piedra sobre piedra? —vociferaba el
príncipe, que parecía haber perdido todo respeto a su hermano, el rey, en
aquellos momentos de extrema tensión y desesperación.
El rey se daba cuenta
de ello, pues nunca su hermano le había hablado de aquella manera ni en
presencia de otros ni a solas, pero no era momento de dar importancia a
semejante asunto, máxime cuando todos los presentes se encontraban
extremadamente acongojados y hundidos.
Radi Shah no podía
creerse la sucesión de acontecimientos que estaba escuchando de boca de su
hermano y todo le parecía un mal sueño, una pesadilla. Miraba a los que le
rodeaban con los ojos enrojecidos y perdidos, casi ciegos de tanta amargura que
le oprimía el alma, y ese nudo en la garganta que casi le ahogaba. «¡Qué
estúpido he sido!», repetía para sus adentros sin cesar. «¿Cómo no escuché a
Sarwan y a tantos otros que me pedían no enviar el ejército al sur, que había
mucho tiempo aún para hacer eso, que no se podía dejar desprotegida la capital
y que podíamos tener un ataque desde Najmistán?», se lamentaba Radi Shah, muy
afligido y sintiéndose impotente.
Un silencio sepulcral
reinó sobre aquel grupo de personas que de repente habían pasado de ser dueños
de todo un país a darse cuenta de que carecían hasta de hogar, siendo esta
clase de trágicas sacudidas parte intrínseca de los avatares que encierra el
transcurrir de la vida.
—Majestad,
es el designio de Dios y nada se puede hacer ya, lo sucedido está ya consumado
y no hay vuelta atrás —dijo el
príncipe Ayub con voz quebrada, que hasta aquel momento había permanecido en
silencio, con la cabeza gacha, ante el silencio reinante, solo roto por los
sollozos de algunos de los presentes y el canto de algunos pájaros.
Ante sus palabras, Radi
Shah reaccionó, levantó la cabeza sustrayéndose del ensimismamiento en el que
estaba sumido.
—¡Loado sea Dios!
¡Loado sea Dios! No me opongo a sus designios, todo lo que nos azota en
nuestras vidas tal vez sucede porque nos lo merecemos y nos lo hemos ganado a
pulso —dijo Radi Shah, abatido, en un ataque de profundo arrepentimiento ante
un cúmulo de recuerdos que le habían asaltado y en los que le vinieron a la
mente, de golpe, tantos y tantos atropellos que había cometido en su vida,
tantas injusticias y tantas muertes ordenadas por él. El recuerdo que más
provocaba su remordimiento era el de haber traicionado la amistad de tantos
años que le había unido al sultán Akbar Khan, echándose en brazos de Qadir Khan
a cambio de promesas que entrañaban más y más traición, pues consistían en
invadir Najmistán una vez ocupada Qanunistán y repartir su territorio entre los
tres reinos invasores. Sin embargo, los planes respecto a Najmistán se
mantenían aún en secreto.
—Lo que debemos hacer,
sin perder un instante, es que su majestad cambie de planes y, en lugar de
acudir a la boda en Zulmabad, nos encaminemos de inmediato al encuentro de
nuestras tropas que no están lejos de aquí para ir a recuperar lo nuestro
—volvió a decir Ayub, poniendo esta vez más énfasis en sus palabras, con la
cabeza levantada, la voz ya recuperada y fuerte.
—¡No hay tiempo que
perder, majestad! —exclamaron Ayub y Sarwan al unísono, ante la falta de
reacción del rey—. Nuestro ejército aún está intacto y podremos sin duda
recuperar lo nuestro y derrotar a Akbar Khan. Pero tenemos que movernos ya, sin
perder más tiempo, pues esta guerra no hizo más que empezar y nuestro deber es
derrotar a Akbar Khan y a su ejército.
—¡Sí...! ¡Sí...! ¡A por
lo nuestro! —gritaban príncipes y nobles.
El rey miraba a todos,
como despertando de un sueño, dándose cuenta, en aquel momento, más que en
ningún otro desde la llegada de Sarwan y Ayub, de que su vida había cambiado
por completo, sin remedio, y que todo en ella se había puesto ya patas arriba.
Era consciente de repente de que la guerra por la que se había aliado con
Rujistán y Nimristán se había vuelto ferozmente contra él y que ya estaba en
marcha. Ahora tendría que liberarla solo y mucho antes de lo que se había
planificado, y no precisamente para apoderarse de un país ajeno, sino que para
recuperar el suyo propio, perdido ya, de aquella precipitada manera. «La guerra
que con tanto ahínco preparé para invadir Qanunistán se me ha presentado mucho
antes de lo que esperaba, en forma de una aplastante derrota, en mi propia
casa, que quedó ya en manos de mis enemigos, y todo esto ocurrió sin siquiera
darme cuenta de ello», se decía Radi Shah, aún del todo incrédulo y aturdido,
anhelando despertarse y encontrar que aquello no era más que una simple
pesadilla. Sin embargo, sabía que no lo era, que estaba viviendo en aquellos
momentos una realidad muy amarga, vigorosa y contundente. Se había dado cuenta,
súbitamente, de que mientras él conspiraba contra otro país, seguro de tener
todos los hilos de la conjura contra Qanunistán atados y bien atados y de que,
sin la más mínima duda, la victoria iba a ser de su lado, «el destino se
afanaba en tejer otros propósitos al respecto, sirviéndose precisamente de mis
propios hilos, con los que yo estaba confeccionando mi propia victoria», seguía
autoflagelándose Radi Shah, absorto en sus tétricos pensamientos.
Viendo
que todos a su alrededor estaban esperando que dijera algo, que reaccionase,
Radi Shah, sacando fuerzas de flaqueza, ordenó que su hijo, el príncipe Feruz,
siguiera camino hacia Zulmabad, acompañado de tres nobles de su séquito,
custodiados por un destacamento de jinetes y mucha servidumbre, llevándose
consigo todos los regalos y obsequios que estaban destinados a Qadir Khan, su
esposa la reina Sirin, Gayatari, Bahman, y a los otros hijos del monarca de
Rujistán, para asistir a la boda y, a la vez, informar a Qadir Khan de lo
acaecido en Sundos, pidiéndole socorro.
El rey, junto a su
séquito, Sarwan y Ayub, inició una marcha que había de durar varios días, a
toda prisa, bordeando siempre la frontera con Rujistán, en una línea recta que
desembocaba en la línea fronteriza con Qanunistán, donde se encontraba el
grueso de las tropas de Radi Shah, a las que aún no había llegado la noticia de
lo sucedido en Sundos y la zona noreste del país.
Radi Shah apenas
articuló palabras a lo largo de esa marcha, todavía seguía ensimismado. Parecía
constantemente ausente y hasta eludía el contacto visual con los que le
acompañaban, quienes se daban cuenta de ello y preferían dejarle tranquilo
hasta llegar a destino. En realidad, él no dejaba de pensar en cómo su vida
había cambiado tan diametral y súbitamente, y se avergonzaba de haber llegado a
aquella situación provocada por una serie de fallos suyos, especialmente porque
no había prestado oídos a los que por un lado le aconsejaban no aliarse con
Qadir Khan y que respetara la amistad que desde tiempos inmemoriales unía a las
monarquías de Sindistán y Najmistán y, por otro lado, aquellos que le alertaban
sobre el error que iba a cometer enviando el ejército a la frontera con Qanunistán
tan pronto. Lo que no les había confesado nunca, ni a los más allegados, es que
aquella decisión suya había sido provocada por su deseo de zanjar aquellas
discusiones que mantenía con su hermano Sarwan y con otros príncipes y nobles,
pues enviando el ejército a la frontera, quedaba todo dicho y se evitaba así
más quebraderos de cabeza acerca de ese asunto, pero imponiendo él su criterio,
que para eso era el rey. Se le caía la cara de vergüenza al recordar el trato
que había dispensado a Akbar Khan cuando fue a Sundos en son de paz,
ofreciéndole negociar e intentando convencerle para que abandonase la alianza
tripartita. Recordaba cómo Akbar Khan le ofrecía grandes recompensas por parte
del sultán Nuriddin, cuyo gran visir, Muhammad Pachá, estaba presente en
aquella única y larga conversación que habían mantenido, en la que él mostró un
tono seco y altivo, como si estuviera hablando con un extraño y no con un viejo
amigo y aliado. «¡Maldita sea mi estampa!... ¡Qué estúpido he sido!», repetía
desolado para sus adentros, una y otra vez. Pero no solo eso, también le hería
pensar que cuando Qadir Khan recibiera la noticia de la pérdida de Sundos, le
despreciaría tanto y «seguramente —especulaba— seré el hazmerreír de todos los
reyes, príncipes y nobles que estarán asistiendo a la boda, en vez de haberme
paseado entre ellos orgulloso y con la cabeza alta». Pensar en esto le sentaba
como una puñalada en el costado. Todas estas reflexiones le estaban causaban
mucho daño, pues le hacían sentirse vergonzosamente fracasado, hasta a ojos de
su propio hermano, su primo Ayub, sus hijos e hijas, su esposa Soraya, y demás
miembros de su séquito. No le cabía duda alguna de que él era el único
responsable de aquel desastre en el que había metido a todo su reino y que
podía suponer el fin de la saga familiar suya en el trono de Sindistán.
Continuará….