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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Entrega 48 (1 Abril 2023)
…El corazón de Torán,
quien en aquellos instantes veía por primera vez a Amarzad, latía a mucha más
velocidad de lo normal, poseído por el halo que emanaba de su rostro, por su
belleza resplandeciente, y por sus bellos ojos. A lo largo de la fiesta, el príncipe
de Najmistán no encontraba la manera de acercarse a Amarzad, pues todos en el
salón se mantenían en su sitio, sin moverse de él, salvo los poetas, que cuando
les llegaba el turno se levantaban, mirando hacia el sultán, la sultana y la
princesa, y recitaban sus poemas, exclamando y gesticulando. A largo de las
horas que duró la fiesta, sirvientes y pajes no pararon de ir y venir con
bandejas de oro y plata llenos de toda clase de manjares, frutas y bebidas,
mientras sonaba la música, y los cantantes, hombres y mujeres, daban rienda
suelta a sus voces, apoyados por coros, en una armonía y un ambiente que hacían
olvidar que los objetivos de la embajada a Nimristán habían sido truncados por
aquel infausto golpe que tiró por los suelos lo que la princesa y sus
compañeros de viaje habían conseguido en Darabad tras tantísimos avatares y
obstáculos vencidos.
A Torán se le venía el mundo encima al darse cuenta
de que Amarzad le hablaba de vez en cuando a aquel joven sentado cerca de la
familia real, y que este la respondía muy amigablemente, percatándose, además,
de que el joven pachá trataba con mucha confianza no solo a Amarzad, sino
también al sultán, la sultana y al gran visir, cuando alguno de ellos comentaba
lo que acontecía delante de ellos en el marco de aquella gran celebración del
regreso de la embajada.
El príncipe de
Najmistán, que no sabía quién era aquel joven con el que hablaba toda la
familia real y el gran visir con tanta confianza, se revolvía en su diván, como
si le picasen mil escorpiones, de la rabia e impotencia que sentía. «Pero
¿quién será este joven que trata a la familia real como si fuera uno de
ellos?», «pero si el sultán no tiene más hijos que la princesa, o sea, que no puede
ser su hermano», se fustigaba Torán, desesperado, con estos y otros
pensamientos parecidos. Buscaba a quien hacerle esta pregunta, pero cada vez
que se dirigía a uno de los pajes que se le acercaban para servirle, este le
miraba y se alejaba en silencio. Parecían mudos todos los pajes y sirvientes
que se movían por el extenso salón.
Al finalizar la fiesta,
Torán se quedó mientras todos los invitados se marchaban. Cuando ya no quedaba
nadie extraño, el sultán se dio cuenta de que el heredero de Najmistán seguía
allí y le hizo una señal para que se acercara, saludándole afectuosamente.
—Hola, querido
príncipe. Me alegro de que haya asistido a esta fiesta en honor de mi hija, la
princesa Amarzad y de todos los miembros de la embajada.
—Estoy honrado y feliz
por haber estado aquí esta tarde, majestad —respondía Torán, muy satisfecho por
el buen recibimiento por parte del sultán, y sin quitar la vista de Amarzad,
que estaba de pie detrás de su padre en compañía de su madre. Burhanuddin se
había despedido y marchado minutos antes.
—Acércate, Amarzad,
este es el príncipe Torán, heredero de nuestro amigo y aliado el sultán Akbar
Khan. Su padre te conoce desde que eras niña —dijo Nuriddin acercando a su hija
al príncipe que se inclinó ante ella, sonriente e irradiando felicidad.
La princesa avanzó un
paso hacia él, hizo una mueca como sonriendo, fijándose en que estaba vestido
como un pavo real, y cubierto con una especie de túnica color carmesí ribeteada
de hilos de oro. Se detuvo ante él unos instantes, lo suficiente como para
darse cuenta de que la estaba mirando extasiado, mientras ella leía con
claridad sus pensamientos, que no le gustaron un ápice.
Acto seguido, ella prosiguió su camino, dirigiéndose
a la planta superior sin mirar atrás, y dejándole a él embelesado por su
belleza y por su mirada, y a sus padres molestos y boquiabiertos por el trato
que había dispensado al príncipe, aunque la sultana Shahinaz se esforzaba por
mostrarse amable con él, mientras se daba cuenta de que su rostro se estaba
palideciendo. Torán empezó a buscar con sus ojos a Burhanuddin, pero no le veía
por ninguna parte.
Al dirigirse el
príncipe najmistaní a su palacete, le salían demonios por los ojos, pues sentía
que había sido tratado muy indignamente por Amarzad, cuando él creía que se
merecía todo lo contrario. «Heme aquí, viajando desde Rastanpindi, con diez mil
soldados y caballeros, para protegerla a ella, a su familia y a su país, y mira
cómo me trata, como si viniera yo a mendigarle», se decía Torán muy crispado e
indignado mientras caminaba apresuradamente hacia su residencia, que estaba
dentro del recinto palaciego del sultán Nuriddin, seguido de su escolta.
Mientras, en el
dormitorio de Amarzad, su madre le reprendía por el trato que dispensó a Torán,
y la preguntaba si no sabía quién era exactamente. La habló de la tropa de diez
mil hombres que le acompañaban para participar en la defensa de Dahab.
—No me ha gustado cómo me miraba, mamá. No me gusta
este hombre mamá, sea quien sea —dijo Amarzad, sin poder decirle a su madre que
había visto con claridad los pensamientos de Torán acerca de ella—. Amarzad
había visto en esos pensamientos el imperio con el que Torán soñaba, incluido
Qanunistán, utilizándola a ella como una escalera para alcanzar el techo de sus
sueños. Pero ¿cómo decir esto a su madre sin desvelarle del todo su secreto y
sus poderes?
La sultana decidió
contar a su hija acerca de las pretensiones de los padres de Torán quienes
querían pedir su mano para su hijo desde hacía tiempo.
—Hija, Amarzad —la dijo
temerosa de su respuesta y prediciéndola—. Desde hace tiempo, especialmente
desde la última vez que el sultán Akbar Khan y la sultana Samira te vieron
aquí, ¿te acuerdas…?
—Sí, mamá —respondió
Amarzad molesta sabiendo de antemano lo que su madre intentaba decirle.
—Quiero decir que desde
siempre quieren ennoviarte con su hijo... con Torán... es el heredero del Trono
de Najmistán, hija, nuestros amigos de toda la vida y nuestros aliados de
siempre.
—No, mamá —respondió Amarzad tajante pero
amablemente.
La
sultana tembló. Se quedó perpleja por unos instantes.
—Hija —volvió a hablar
Shahinaz, con tono mucho más suave que antes—, ¿cómo puedes rechazar a Torán,
un apuesto príncipe heredero de todo un reino y con cuyos padres nos une tan
larga amistad además de la fuerte alianza que mantiene hermanados a nuestros
dos reinos desde siempre? Ellos, hija, te quieren mucho desde que naciste y te
han colmado de regalos desde entonces.
—Sí, mamá, todo esto lo
sé, pero a ennoviarme con su hijo te respondo que no.
La madre se quedó
totalmente confundida, sin saber por dónde tirar. Miraba a su hija sin saber
qué más decir ni cómo llegar a convencerla. De repente, abandonó la habitación
dejando a Amarzad a la expectativa.
La madre desapareció por unos momentos que fueron
suficientes para que Amarzad pudiera solicitar consejo al mago Flor, que estaba
junto a ella desde que ella subió a sus habitaciones, pues había observado el
comportamiento de Torán durante la fiesta e igualmente leyó sus pensamientos.
Además, presenció el primer encuentro entre Amarzad y el príncipe de Najmistán
y presentía la discusión que se avecinaba entre la princesa y sus padres. Una
discusión que iba a ser crucial.
—No sé qué hacer...
Dime qué hacer, por favor —repetía la princesa dirigiéndose al mago Flor que
entendía profundamente lo comprometedor del momento por el que pasaba Amarzad,
pero sin que él hubiera visto en ello un problema tan serio—. Yo leo en el
pensamiento de mi madre una total determinación para formalizar mi relación con
Torán cuando sea el momento, pero yo no quiero que sigan pensando de esta
manera. Quisiera quitarles esto de la cabeza totalmente.
—Tranquilízate, hija
—le decía el gran mago cogiéndola de ambas manos y mirándola a los ojos con su
bondadosa sonrisa—. Tú sabrás cómo convencerles para que abandonen este
propósito, no me cabe duda.
Amarzad le miraba
extrañada cuando de repente su madre volvió a irrumpir en la estancia de mano
de su marido, el sultán, que estaba con cara de circunstancias, el ceño
encogido y en ropa dormir. El mago Flor seguía allí sin moverse y atento.
—¿Qué pasa, hija? —dijo
el sultán en tono serio y preocupado—. ¿Qué es eso que dice tu madre de que no
quieres saber nada del príncipe Torán?
—Pues eso, papá
—balbucía, pues su padre le imponía mucho respeto y no era lo mismo dirigirse a
él que a su madre, con quien tenía más facilidad de trato.
El padre, que en el
fondo consideraba que no había llegado el momento aún para hablar de este tema
y mucho menos a aquella hora de la noche en la que se encontraba ya cansado y
sin ganas de grandes discusiones ni complicados argumentos, se quedó mirando a
su hija, pero esta a su vez, evitaba el contacto visual con su padre y se
limitaba a pasear su vista entre sus propios pies y los ojos de su madre, como
pidiéndole socorro. La madre procuraba ignorar las miradas de su hija y
centraba su atención en su marido, a la espera de lo que iba a decir.
—Yo creo, hija, que este asunto debes de
reconsiderarlo tranquilamente, tomando en cuenta todo lo que te dijo tu madre
—se limitó a decir el sultán, tras unos momentos de silencio.
El sultán dijo eso, dio
la vuelta y desapareció por la puerta sin esperar respuesta. Shahinaz se quedó
a solas con Amarzad de nuevo. Sentadas ambas en el bordillo de la cama, la
sultana miró tiernamente a su hija y la tomó entre sus brazos.
—Hija, Amarzad, luz de
mis ojos —la decía a su hija muy cariñosamente mientras le acariciaba la
melena.
Shahinaz
se dio cuenta de que su hija, que tenía su cabeza apoyada en el pecho de su
madre, estaba sollozando, por lo que la miró a la cara y la secó las lágrimas
suavemente mientras intentaba adivinar qué era eso que la hacía llorar a su
hija de aquella manera cuando ni ella ni su padre la habían dicho una sola
palabra que pudiera molestarla.
—¿Hay algo que me
ocultas, hija? Si no, ¿a qué viene tu llanto, siendo tú tan fuerte como eres?
Por favor, hija, dime qué es eso que yo debería saber.
Amarzad se recompuso
mientras pensaba que también las madres leían los pensamientos ajenos, al menos
los de sus hijos, y que eso era uno de tantos dones que Dios ha depositado en
las madres, así que, secando sus lágrimas, decidió contar a su madre el motivo
auténtico que estaba detrás de su rechazo a Torán, aunque, a la vez, pensaba
que de no existir Burhanuddin tampoco hubiera aceptado a ese engreído y
maleducado de Najmistán por novio. Antes de empezar a desvelar su secreto, miró
al mago Flor, este sacudía la cabeza en señal de aprobación, sabiendo de
antemano lo que ella iba a decir.
—Escúchame, mamá —dijo
mirándola encarecidamente y con lágrimas brillando aún en sus ojos—, y te ruego
que me escuches bien y que me comprendas.
—Dime, hija —susurró Shahinaz pusilánime, temiendo
no sabía qué.
—Burhanuddin, mamá
—soltó Amarzad, como quien suelta una carga pesada de golpe dejando que caiga
al suelo, solo por el afán de deshacerse de ella cuanto antes.
La
madre tartamudeó y se atragantó con su propia saliva.
—¿Burhanuddin dices?
¿Qué le pasa a Burhanuddin? ¡Qué tiene que ver el joven pachá con lo que
hablamos! —exclamó, prefiriendo no entender e intentando simular que no
entendía.
—Lo has entendido
perfectamente, mamá —respondió Amarzad ya sonriendo, sentada en su cama, pues
por fin había soltado aquel peso tremendo que la oprimía el pecho desde que se
confesó con su amado. Ella quería que sus padres supieran, costase lo que
costase, lo que había entre Burhanuddin y ella.
—¿Quieres decir que ese joven...? —inquirió la
madre, ya de pie, alarmada, sin atreverse a terminar la pregunta, inclinándose
sobre su hija, que seguía sentada, y mirándola fijamente.
—Sí, mamá —dijo Amarzad
firmemente, rehuyendo la mirada de su madre.
—¿Tú estás bien de la
cabeza hija? ¿Quién es ese chico como para casarse contigo cuando te están
pretendiendo príncipes? ¿Quieres que a tu padre le dé algo?
—Tú y mi padre lo vais
a comprender, mamá. Burhanuddin no es menos que ningún príncipe. Yo estuve con
él a lo largo de este viaje y vi que él vale mucho más que muchos príncipes
juntos.
La madre, atónita, se sentó nuevamente junto a su
hija, sin saber qué decir, pues veía en los ojos de Amarzad tal grado de
determinación que desistió de pasar la noche discutiendo con ella. Además, ella
sabía de sobra que su hija ya no era ninguna niña y que tenía tal grado de
madurez que la hacía merecedora de todo su respeto y confianza.
—No puedo decir ni una
palabra en contra de Burhanuddin, hija. No me olvido de que él fue quien salvó
la vida de tu padre —dijo Shahinaz, replegándose y tranquilizándose—. Pero… ¿y
el príncipe Torán? —concluyó como perpleja y rendida a la voluntad de su hija.
—No me hables de él, mamá. Yo no tengo nada en
contra de él, porque simplemente no me incumbe ni me interesa.
—Comprendo, hija,
comprendo —decía Shahinaz sacudiendo ligeramente la cabeza, mirando la nada,
como ida, pues se encontraba ya absorta imaginando el gigantesco problema que
supondría rechazar al príncipe Torán como esposo de Amarzad y lo que ello
podría significar si Akbar Khan decidiera no prestar más apoyo a Qanunistán en
la guerra que se avecinaba.
—No te preocupes, mamá.
Verás como todo va a ir muy bien. Tú solo tienes que ayudarme a convencer a
papá para que este asunto no se convierta en un gran problema aquí, en casa.
—De acuerdo, hija. Por
mi parte está bien. Pero de tu padre te encargas tú, ya que veo que tienes un
enorme poder de persuasión; la prueba la tienes en haberme convencido a mí tan
fácilmente —dijo la madre, sonriendo, y tomando a su hija entre sus brazos,
larga y silenciosamente.
La madre se levantó y
se marchó, sin añadir nada más.
Al quedarse a solas con
el mago Flor, Amarzad respiró hondamente, liberada en parte de una gran
preocupación.
—No puedo creer que
pude convencer tan fácilmente a mi madre —dijo Amarzad sonriente y feliz—. Yo
creía que me iba a costar horas de discusión con ella.
El mago Flor la miró
muy cariñosamente.
—¿Acaso te has olvidado de mi presencia? —preguntó
sonriendo.
—¡Oh!, es verdad, mil
gracias, querido mago Flor, sin tu ayuda hubiera sido mucho más tormentosa la
discusión con mamá.
—Hija, no te olvides
que para mí eres como una hija y no tolero que sufras.
—Pero ¿qué hacemos con
ese Torán? No entiendo de dónde ha salido ese hombre.
—Paciencia, todo tendrá
una solución, Dios mediante.
Capítulo 38. Jasiazadeh y los brujos presos
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No obstante, el mago
Flor no había descuidado nunca la seguridad del Palacio Real de Dahab, donde ya
estaba instalada de nuevo su ahijada, y de eso seguía encargándose Hilal y sus
ayudantes.
Jasiazadeh, la bruja de
Rujistán que Hilal había neutralizado cuando ella participó en una intentona de
asesinar al sultán Nuriddin, en el Palacio Real, seguía encerrada en las
mazmorras del palacio a la espera de lo que el sultán decidiera sobre su
destino. Sin embargo, ella ya no era más que una anciana débil y necesitada de
ayuda, pero Nuriddin, aunque se ocupaba de que no le faltara de nada, no se
fiaba de ella aún.
Mientras, en el Nuevo
Palacio del mago Flor, seguían presos, en varias celdas, los brujos de Kataziah
que participaron en la batalla del bosque. Estos tres lugares, la gruta en las
afueras de Dahab, el Palacio Real y el Nuevo Palacio del mago Flor serían
escenario de extraordinarios acontecimientos, simultáneamente, en la misma
noche que surgió la conversación entre Amarzad, su madre y su padre, en
presencia del gran mago, acerca de las pretensiones de Torán de ennoviarse con
la princesa.
Sin
embargo, cuando el mago Flor desapareció de la habitación de Amarzad y se
dirigió a aquella gruta en medio de las montañas, no sabía que Kataziah y un
gran grupo de sus mejores brujos se dirigían precisamente a su palacio y al
Palacio Real en busca de los brujos presos y de Jasiazadeh.
Los tres ataques se
desencadenaron a media noche, sin luna en el cielo, lo que extendía sobre Dahab
un manto de oscuridad impenetrable, que se hacía espeso y cegador,
especialmente a esa hora en la que no se movían por las calles salvo los gatos
y los zorros.
Los primeros en
moverse, por supuesto sin sospechar lo más mínimo las intenciones y planes del
mago Flor, fueron los brujos congregados en una de las grutas, encabezados por
Kataziah y siguiendo sus directrices. Entre ellos, el egipcio Sases y las
castellanas hermanas López, quienes se iban a encargar, junto a un grupo de
hechiceros suyos, de rescatar a los brujos presos en el palacio del mago Flor,
mientras que a Zolfar, de Mesopotamia y Ashima y su hermano, de la India, les
fue adjudicada la no menos peligrosa misión de rescatar a Jasiazadeh del
Palacio Real de Dahab.
Continuará…