AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 62 (13 septiembre 2023)
Repentinamente, los cinco
guardianes de la torre de la fuente se vieron rodeados de los hombres de
Sunjoq, quienes los apuntaban en las nucas con las puntas de sus alfanjes,
conminándolos a no ofrecer resistencia ninguna, si no querían convertirse en
cadáveres. Los guardianes, estupefactos por la enorme sorpresa, apenas podían
articular palabra, procediendo uno de sus atacantes a despojarles de sus
espadas y dagas, mientras que otros dos se dedicaban a atarlos rápidamente de
manos y pies, y después les ordenaban beber de una vasija que llevaba uno de
los alquimistas. Los guardianes, al principio aterrorizados al pensar que se
trataba de un veneno mortífero, bebieron el líquido somnífero tras haber sido
convencidos por Azadi, quien les hizo comprender que de querer matarlos ya
estarían muertos. Los escaladores de murallas no habían perdido tiempo y ya
estaban encaramados a la pared de la torre mientras los guardianes de la misma
dormían profundamente. Minutos después, la cristalina agua del arroyo llegaba a
las habitaciones reales cargada del líquido incoloro que prometía felices
sueños a los miembros de la familia real, incluida Gayatari.
Especial interés tuvieron los hombres de Babu, en
las dependencias interiores y exteriores del palacio, de asegurarse algo de
bebida somnífera para los pocos guardias encargados de vigilar una oculta
puertecilla, ubicada en un extremo del muro que rodeaba el palacio, y que daba
acceso a la colina boscosa donde se erigía la torre del nacimiento del arroyo.
Aquella puertecilla era una de los accesos secretos al exterior del palacio, y
estaba camuflada por completo de arbustos y ramas verdes, dado que su uso era
reservado exclusivamente al monarca y a los miembros de su familia. A nadie más
se le permitía siquiera acercarse a aquella minúscula puerta.
Tanto Sunjoq como Azadi, sopesando los peligros de
la escapada con Bahman a cuestas, decidieron rehuir la salida por el acceso
principal del palacio, que era lo previsto en el plan inicial, para evitar
cualquier contratiempo que pudiera ser provocado por la nutrida presencia de
guardias, día y noche, en aquella puerta. Hacerse cargo del puñado de
vigilantes nocturnos de la puertecilla en la oscuridad de la noche fue coser y
cantar para los hombres de Pakiza, con lo que, bien avanzada la noche, aquel
estrecho acceso, que daba cabida tan solo a un caballero sobre su montura,
estaba ya franqueado y a la espera de la gran escapada de todos los hombres de
Pakiza y de todos los de Sunjoq, que rondaban el centenar.
Todo transcurrió a la perfección y según lo
planeado. Con los guardias reales esparcidos por las distintas dependencias del
Palacio Real, durmiendo a pierna suelta, roncando muchos de ellos, incluso en
el exterior del palacio, en la puerta principal, que quedaba expedita y con más
vigilantes por los suelos. Qadir Khan aún no había bebido, ni él ni la reina,
del agua somnífera del arroyo, pues a esas horas seguían durmiendo, tal vez
soñando con los grandes festejos de la boda de su hija que se preveía que se
iniciasen al mediodía siguiente.
En medio de esa extrema
tensión que reinaba sobre los participantes en aquella gigantesca conspiración,
entregados en cuerpo y alma a los quehaceres que les habían sido encomendados
en tan movida noche, nadie se percató de una silueta que se deslizó ágil y
silenciosamente al interior de la cámara real, y que avanzaba entre las
tenebrosas sombras de las contoneantes llamas de los candiles que iluminaban
los pasillos, entre los distintos aposentos reales, donde se ubicaba la alcoba
real. Allí dormían aquella noche el rey Qadir Khan y la reina Sirin, en vez de
en sus respectivos dormitorios como era lo habitual. Los conspiradores se
habían enterado de este hecho de antemano, gracias a las ligeras lenguas de
alguna que otra doncella de la servidumbre palatina, encargada de preparar
aquella alcoba para sus majestades. La sombra de mediana estatura no era otra
que la del enjuto y nervudo Babu, que con pasos felinos parecía levitar por
encima de los guardias tirados por el suelo por doquier, hasta plantarse ante
la magnífica puerta de la estancia real, donde quedó ensimismado por algunos
instantes; varios guardias estaban tendidos allí mismo de cualquier manera.
Babu, pegado a la puerta, agudizó el oído, sin llegar a captar desde el
interior de la alcoba más que un sepulcral silencio. Entonces, empujó con su
mano izquierda sigilosamente una de las hojas de la puerta, mientras que con su
mano derecha apretaba con fuerza la empuñadura de su daga desenfundada. En un
movimiento rápido, se colocó justo encima de la cabeza del rey Qadir Khan, que
respiraba profundamente, junto a su esposa, ambos agotados tras todo un día de
febril actividad, en el que tuvieron que atender al sinfín de invitados a la
boda de su hija. Con una almohada colocada con fuerza sobre el rostro del rey y
la daga hundiéndose en su corazón, un apagado y estertóreo gemido se agitó
entre las paredes marmóreas sumidas en penumbras, sin que la sultana Sirin se
diese cuenta de nada, tan entregada como estaba al profundo sopor. Acto
seguido, Babu se escabullía abandonando la alcoba para unirse de nuevo al resto
de sus compañeros, como si nada hubiera pasado, habiendo así cumplido el
encargo que le había confiado secretamente Pakiza, que había jurado vengar el
asesinato de su marido, Parvaz Pachá, sin haberle comunicado tal extremo a su
sobrino, el sultán Nuriddin, a sabiendas de que él no se lo hubiera permitido,
a pesar de que Qadir Khan le había intentado asesinar en varias ocasiones. Al
volver a encontrarse Babu y Azadi, minutos después, este le dirigió una mirada
interrogativa procurando que no fuera notada por los demás conspiradores, a lo
que Babu contestó, impertérrito, con un simple gesto afirmativo con la cabeza.
Azadi era el único que estaba al tanto del encargo secreto de Pakiza de
asesinar a Qadir Khan, pues él mismo debía ejecutar esa orden en caso de que
Babu hubiera fracasado en el empeño.
El horizonte levantino en los
alrededores de Zulmabad seguía oscuro, aún lejos de despuntar los primeros
rayos de sol, cuando los hombres de Azadi y Babu, seguidos de todos los hombres
de Sunjoq, con este a la cabeza, abandonaban uno tras otro, sigilosa y silenciosamente,
el Palacio Real, todos a caballo, a través de la puertecilla secreta. Otro
caballo, tirado por Azadi, transportaba a Bahman, con las manos atadas a la
espalda, sumido en un profundo sueño. Cuando ya habían salido más de la mitad
de los escapados, tropezaron con una nutrida patrulla montada, librándose entre
ambas partes una cruenta batalla en la que los arqueros y lanzadores de dagas
de Pakiza se apresuraron a trepar por los gigantescos árboles y se emplearon a
fondo contra la tropa enemiga, ayudados por la tenue luz de la luna. Azadi,
Babu, Sunjoq y sus hombres lucharon heroicamente para asegurarse la salida del
resto de los conspiradores mientras más soldados de Qadir Khan se incorporaban
a la encarnizada lucha, mas pronto ya no acudía nadie a apoyar a los
rujistaníes, por mucho que estos gritasen para alertar a la guardia del
palacio, aún presa del sueño. Gracias a eso, los qanunistaníes finalmente
vencieron la resistencia de sus enemigos de los que no dejaron escapar a nadie,
pues en cuanto se alejaba uno de ellos a caballo para alertar a más tropas del
rey, moría inmediatamente alcanzado por una daga o una flecha infalible
disparada desde las ramas de los árboles. Antes de abandonar el lugar,
tranquilamente, los hombres de Sunjoq ataron a los troncos de los árboles a
cuantos rujistaníes quedaron con vida, obligándolos después los alquimistas a
beber del líquido somnífero, asegurándose que todos lo tragaban. Sunjoq había
dejado en Zulmabad a cuatro de sus hombres ordenándoles permanecer siempre en
las proximidades del Palacio Real y recabar cuanta información pudieran sobre
lo que fuera sucediendo de interés a partir de ese momento y enviar mensajes
con las palomas que Azadi y sus hombres habían traído consigo desde Dahab.
Los primeros en acudir al Palacio Real a
la mañana siguiente, dos horas después del amanecer, fueron el general
Diauddin, jefe de los ejércitos, y Sayed Zada, gran visir del reino. Llegaron
al mismo tiempo y ambos quedaron estupefactos ante la dantesca escena que
presenciaban, con decenas de guardias reales tirados por el suelo tanto fuera
como dentro del palacio. A su llegada, los recibió un comandante y una nutrida
tropa de la Guardia Real que venían a relevar a sus compañeros encontrándolos
de aquella guisa tan esperpéntica.
Enseguida cundió el pánico y tanto Diauddin como
Sayed Zada se precipitaron al interior del palacio, en busca de alguien que les
informara de lo sucedido, pero todo fue inútil hasta que decidieron subir a la
planta de arriba, donde se encontraban los accesos a las alas reales. Unos
chillidos histéricos y sollozos incontrolados femeninos rasgaron sus oídos.
Ambos se apresuraron hacia el lugar de donde procedía aquella chillería y
llantos desgarradores, topándose en la entrada a los aposentos de los reyes con
la reina Sirin, quien se golpeaba violentamente la cara con ambas manos, con
los ojos enrojecidos y cubiertos de lágrimas y detrás de ella se encontraba la
princesa Gayatari, en un estado no menos lamentable. Ambas mujeres no
contestaron a ninguna de las preguntas de los dos altos responsables, cuya
alarma se había disparado hasta sentir ambos los fuertes y apresurados golpes
de sus corazones mientras se adentraban en busca del rey, temiendo ya lo peor.
Y acabaron por encontrarlo. El rey yacía en su lecho, boca arriba, con una daga
cuya hoja estaba clavada enteramente en el lado izquierdo del pecho. Ambos
hombres quedaron totalmente perplejos y tartamudeaban al querer decir algo el
uno al otro, mientras la reina y su hija no paraban de lanzar chillidos y
lamentos, no pudiéndose creer la desmedida catástrofe que les había caído
encima precisamente en el día de la boda. Aún nadie se había enterado de que la
desgracia no se había detenido allí y que se extendía al propio novio, que
había sido secuestrado.
Diauddin, con su agudo olfato militar, se apresuró a
recorrer todas las estancias del palacio, buscando a Bahman, pero no había
rastro de él. Sin aún entender lo que había pasado, el general regresó
corriendo a los aposentos reales, donde halló a Sayed Zada, la reina y la
princesa Gayatari tirados en el suelo en un profundo sueño: en sus manos vasos
de oro con restos de agua. Diauddin comprendió de golpe lo que estaba pasando.
Salió apresuradamente al exterior, donde ordenó a la Guardia Real cerrar todos
los accesos al palacio y no permitir la salida ni la entrada de nadie, fuera
quien fuera, y aunque tuvieran que batirse espada en mano. Además, les ordenó
colocar a un guardia junto a cada uno de los depósitos de agua del palacio,
impidiendo que nadie recogiera agua de su interior.
El general Diauddin, en
solitario, salió al galope a lomos de su caballo hasta alcanzar el palacete
donde habitaban el príncipe Khorshid y su familia. Khorshid, heredero de la
corona de Rujistán, había acudido del frente para asistir a la boda de su
hermana y ultimar con su padre los preparativos de la invasión de Qanunistán.
La noticia del asesinato de su padre le cayó al príncipe cual rayo y, aún
incrédulo, salió al galope junto a Diauddin en dirección al Palacio Real.
Aquella mañana fue de un indescriptible caos tanto
en el Palacio Real como en el resto de los palacios y palacetes donde se
hospedaban los invitados, pues nadie de la familia real acudía por la mañana
para interesarse por ellos ni para acompañarlos después a los festejos de la
boda, cuyo inicio estaba previsto para el mediodía.
Reaccionando rápidamente, Khorshid fue llamando en
secreto a los príncipes de más categoría, como los hermanos y primos del rey.
Los invitó a una reunión urgente en el salón del trono del Palacio Real. El
príncipe Qandar, segundo hijo de Qadir Khan, seguía en Sundos, que había sido
liberada el día anterior, horas antes del asesinato del Qadir Khan. Sí, el
destino, siempre incierto y siempre imprevisible, y en la mayoría de los casos
inaceptable para sus protagonistas, había marcado la muerte de ambos monarcas
aliados, Qadir Khan y Radi Shah, y la desaparición, sin rastro, de uno de sus
enemigos, Akbar Khan, en el espacio de pocas horas.
Los médicos, a los que se les
impedía de momento acceder a la alcoba real, donde se encontraba el cadáver del
rey, no encontraban remedio capaz de despertar a la reina y a la princesa, ni
al gran visir. Solo les quedaba la alternativa de esperar y ver si los
durmientes se despertaban ellos solos.
Mientras Khorshid esperaba la llegada de los
príncipes a la reunión, envió a sus emisarios para que avisasen a los invitados
extranjeros, incluidos algunos reyes y herederos de coronas, de la suspensión
de los festejos del mediodía, «a causa de la indisposición de los reyes, que al
parecer habían comido algo que les había sentado mal». Entre los invitados, muy
extrañados, cundió el presentimiento de que algo muy grave había pasado, pero
no llegaron a imaginar la gravedad de lo sucedido.
En medio de aquellas infaustas circunstancias,
transcurrió la reunión convocada por Khorshid. Entre los reunidos, informados
por el príncipe heredero de los gravísimos hechos acaecidos en Palacio Real,
cundía, además del fuerte impacto que les causó la noticia del asesinato del
rey y la desaparición de Bahman, una honda perplejidad. De repente, lo
príncipes se encontraron con todo su mundo patas arriba, sintiéndose
literalmente huérfanos sin la presencia de Qadir Khan, acostumbrado a no dejar
que nadie tomara decisión alguna, por muy pequeña que fuera, sin su permiso y
aprobación. Sin embargo, Khorshid, gracias a las misiones militares que había
encabezado por orden de su padre, había adquirido mucha experiencia y un temple
a prueba de sorpresas, pudiendo gracias a ello tomar las riendas de la familia
real en aquella circunstancia tan extrema, imponiéndose en la reunión incluso a
sus tíos paternos y pidiéndoles a todos los presentes aclamarle como nuevo rey,
tal como le correspondía en su condición de heredero de la corona, reconocida
en su momento por todos ellos. El general Diauddin se puso firmemente del lado
de Khorshid, urgiendo a los presentes la proclamación del rey Khorshid, porque
no había tiempo que perder y había que saber cómo comunicar a todos los
invitados la suspensión de la boda y el inmediato inicio de la invasión
tripartita de Qanunistán, que se hacía urgente tras aquella, «escandalosa
agresión», según Khorshid, lanzada por la monarquía de Qanunistán contra la de
Rujistán.
Aquella reunión urgente e imprevista se inició antes
del mediodía y al poco de haberse inclinado el sol del cenit hacia el oeste los
reunidos habían proclamado, por unanimidad, a Khorshid nuevo monarca,
rindiéndole todos ellos plena pleitesía.
Durante la reunión, Khorshid y
Diauddin fueron informados de la desaparición de Sunjoq y de todos sus hombres,
además de los hombres que la madre de Bahman había enviado a su hijo para su
protección. Estos hechos no hicieron más que reafirmar la inamovible creencia
de todos los reunidos de que el asesinato del rey y el secuestro de Bahman
fueron obra del sultán de Qanunistán, quien, contra toda lógica, no había
tenido nada que ver con el trágico destino de Qadir Khan. Sin embargo, en medio
de aquel desastre que súbitamente les había caído encima, a nadie de entre los
reunidos se le ocurría siquiera sospechar tal extremo.
Acabada la
reunión, Khorshid ordenó a Diauddin organizar de inmediato la persecución de
los fugitivos y la recuperación de Bahman, al precio que fuera. Sin embargo, el
jefe del ejército no encontraba a nadie que le informara de lo sucedido por la
noche, y todo lo que le dijeron los guardias reales que iban despertando era
que no sabían nada, y que mientras montaban guardia alguien les iba sirviendo
una bebida refrescante, festejando la boda de la princesa Gayatari, y que ya no
se enteraron de nada más después, hasta despertarse por la tarde. Los que
estaban atados a los árboles y que habían luchado contra los qanunistaníes en
su fuga de madrugada seguían durmiendo tras haber sido liberados de sus
ataduras.
Diauddin, tras consultar brevemente con el nuevo
rey, decidió enviar de inmediato a veinte columnas de jinetes, cada una de
doscientos hombres, que partieron marchando todos al galope en dirección a la
frontera de Qanunistán, con una distancia entre una columna y otra lo
suficiente como para cubrir entre las veinte columnas toda la zona por donde
los fugitivos debían haber marchado si querían alcanzar el territorio de su
país. Cada columna sabía exactamente el camino que iba a seguir, con órdenes de
que el destacamento que topara con los huidos avisase a los inmediatamente
cercanos a él, mediante trompetas y tambores, y esos a los siguientes, con lo
que todas las columnas terminarían acudiendo en apoyo de los jinetes
enfrentados a los asesinos de Qadir Khan y secuestradores de Bahman. El plan de
persecución les parecía infalible a los caudillos encargados de llevarlo a
cabo, aunque algunos opinaban en voz baja que los huidos tenían la ventaja de
muchas horas de marcha, que seguramente habían hecho a toda velocidad, y
después de demostrar su extremada astucia, habilidad y arrojo, era muy
improbable que se dejasen alcanzar por sus perseguidores.
Entrada la tarde, los
invitados supieron de la muerte del rey, de la proclamación del nuevo monarca,
Khorshid Khan, y de la suspensión de la boda. El nuevo rey pidió a los
invitados permanecer en Zulmabad hasta el día siguiente, para asistir al
entierro de su padre y participar en sus funerales. Al mismo tiempo, convocó a
una reunión después de los funerales a su aliado el rey Abdón, de Nimristán y a
los tres nobles sindistaníes que habían acompañado al príncipe Feruz, hijo de
Radi Shah, a Zulmabad y que, al regresar Feruz a Sindistán junto a Qandar,
permanecieron allí para asistir a la boda.
Mientras tanto, Azadi y Babu estaban actuando de
guías de la tropa huida, transitando por senderos raramente frecuentados salvo
por hombres poco amigos de la ley o del rey, en medio de espesos bosques. Mas
este hecho no se le había escapado a Diauddin, quien ordenó a dos de las
columnas buscar a los huidos por la ruta de los mencionados senderos del
bosque.
Continuará...