AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS <p> Entrega 61

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS

Entrega 61



 AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


Entrega 61  (29 agosto 2023)

...Un poderoso impulso se apoderaba de él empujándole a entrar y a arrojarse en los brazos de su madre y de sus hermanos para llorar juntos la pérdida del padre y del poder, pero acto seguido se veía preso de una vehemente tentación de lanzar su caballo al viento hasta Sindistán y pedir allí protección al rey Radi Shah contra su tío Shahlal, o regresar a Qanunistán y pedir protección al sultán Nuriddin, o ir en busca de Zafar Pachá y retornar con él a la cabeza del ejército que seguía estacionado en la cordillera de Nujum.

Torán no sabía qué hacer ni por qué camino tirar, y no dejaba de dar vueltas a distancia del palacio, pero sin perderlo de vista, retorciéndose el corazón de pena, rabia y perplejidad. De repente, se vio rodeado de una nutrida tropa que le condujo al interior del palacio donde compareció temeroso y encogido ante su tío, el nuevo sultán, Shahlal Khan, quien le recibió cariñosamente, tomándolo entre sus brazos, en el salón del trono; este recibimiento no pudo disipar los sentimientos de desorientación y desconfianza del príncipe que seguía temeroso y pusilánime.

—Bienvenido a tu casa, querido sobrino —exclamaba Shahlal, con el rostro iluminado de alegría al recibirlo con un abrazo.

Torán forzaba una sonrisa, con la cara pálida, mientras se escabullía de entre los brazos de su tío. El sultán se percató de los sentimientos que asolaban a su sobrino por lo que le agarró con fuerza de ambos hombros, mirándole a los ojos, sin perder la sonrisa:

—¡Eh, muchacho! —exclamaba el nuevo sultán—. No temas nada. Soy fiel hermano de tu padre y tú eres tan hijo mío como de él.

Al oír aquello, Torán se tranquilizó y empezó a tomar conciencia del lugar donde se encontraba y de las personas presentes y que estaban observando la emocionante escena entre tío y sobrino. Se tranquilizó más cuando vio la gran sonrisa del que fuera gran visir de su padre, Ashfak Salan, que se apresuró a saludarle y abrazarle efusivamente, además de otros príncipes y nobles a quienes conocía uno a uno, yendo todos a saludarle y abrazarle, sin que nadie mencionara a su padre o le diera el pésame, ya que de Akbar Khan nada se sabía.

—Habla, Ashfak Salan —dijo el sultán con voz alta, una vez sentado en el trono, dirigiéndose a quien seguía desempeñando el puesto de gran visir.

—Sí, majestad —respondió Ashfak Salan, elevando algo la voz, lo cual fue seguido por un silencio total por parte de los presentes—. ¡Príncipe Torán! —exclamó el gran visir de nuevo, dirigiéndose al príncipe—. Su alteza se habrá dado cuenta del caos en el que se encuentra el sultanato tras la triste derrota que sufrimos en Sindistán y la desaparición de vuestro padre, su majestad, Akbar Khan.

—Sí, sí —masculló Torán mientras asentía con la cabeza.

—Por lo tanto, estamos en una muy grave situación a todos los niveles, de tal manera que el sultanato requiere de un nuevo sultán fuerte y con una gran experiencia.

—Desde luego —volvió a sonar la voz de Torán apenas audible por los presentes en aquel gran salón, a pesar de que todos se encontraban cerca de él, en actitud solemne, como sabiendo de antemano el motivo por el que Ashfak Salan pronunciaba aquel breve discurso.

—El nuevo sultán es vuestro tío, Shahlal, digno sucesor de vuestro padre —sentenció el gran visir, fijando su mirada en Torán, a quien se dirigían todas las miradas, incluida la del sultán, consciente como estaba de haber usurpado el trono a su sobrino y a la espera, impaciente, de la respuesta de este ante la nueva situación.

Torán movía su vista, inquieto, entre su tío y el gran visir, que aguardaba paciente a que Torán dijera algo.

—Mi tío, el sultán Shahlal, es la nueva esperanza de nuestro sultanato para recuperar la gloria de nuestro pasado reciente bajo el reinado de mi padre, que Dios se apiade de él, tanto si está vivo como si está muerto —concluyó Torán, reuniendo todas sus fuerzas e inclinándose en dirección del trono, a sabiendas de que no tenía otra alternativa que la de doblegarse a la voluntad de su tío, sin saber aún cuál iba a ser su propio destino, pero ya sin temor respecto a su vida y la de su familia.

Una gran ovación inundó el magno salón estallando todos, en un «Viva el sultán Shahlal… Larga vida al sultán».

Un semblante de plena satisfacción afloraba en el rostro del sultán, quien se levantó pidiendo silencio con un gesto de su mano, y dirigiéndose a Torán, le llamó a su lado, subiendo este los tres peldaños hasta su tío, que le tendía la mano, cogiéndole de nuevo entre sus brazos, besándole en ambas mejillas, rodeando después con su brazo la espalda de su sobrino. Ambos giraron hacia los presentes en medio del aplauso de todos, quienes veían sellar la alianza entre tío y sobrino. El sultán pedía silencio de nuevo.

—Queridos príncipes y nobles del más alto nivel de nuestro glorioso sultanato, os presento a mi heredero, el príncipe Torán —exclamó el sultán—, volviendo a abrazar a su sobrino en medio de las ovaciones y vivas de todos los asistentes a aquel solemne acto de reconciliación.

Torán, ya relajado del todo, agradeció a su tío, de viva voz, su confianza, viéndose reinstalado de nuevo en su anterior vida, sin perder nada de sus privilegios ni propiedades, y reunido de nuevo con su madre y hermanos.

En los días siguientes, Shahlal se enteró de lo acontecido con Torán en Qanunistán. Por ello montó en cólera y envió un correo a Murad Thakur, ordenándole regresar de inmediato a la cabeza de sus tropas y cortar toda relación con el sultán Nuriddin. El mismo emisario llevaba una misiva a Nuriddin protestando duramente por el trato recibido por Torán a manos de Burhanuddin y anunciándole la retirada de Najmistán de la alianza que unía a los dos países. Con esto, y ante la profunda satisfacción de Torán, que se resarcía así de la humillación sufrida en Qanunistán, tanto por Burhanuddin como por la propia Amarzad, Qanunistán se quedaba sola ante la anunciada invasión tripartita, cada vez más inminente.

Por su parte, en Qanunistán las noticias de la enorme derrota de Akbar Khan en Sindistán y la desaparición del sultán habían precedido a la llegada del emisario del sultán Shahlal, por lo que no otorgaron importancia a la retirada de Najmistán de la alianza, dado que de todas formas el ejército de aquel país estaba ya en una situación lamentable. El sultán Nuriddin, ante estos cambios inesperados en Najmistán, estaba resuelto a hacer frente a la invasión en solitario, sin apoyo exterior ninguno y se afanaba por preparar su ejército para repeler el ataque enemigo.

Al mismo tiempo, Murad Thakur, que temía la represalia de Torán y del nuevo sultán por haber obedecido las órdenes de Burhanuddin y no haber prestado ayuda al príncipe cuando se enfrentó al pachá, hizo caso omiso del correo de Shahlal y decidió permanecer en Qanunistán, brindando obediencia, él y sus tropas, al sultán Nuriddin y pasando todos a cambiarse de uniforme para vestir el de Qanunistán y enarbolar su bandera, alegando siempre que esta era la voluntad del desaparecido sultán Akbar Khan a quien todos debían obediencia.

Entretanto, el ejército del nuevo rey de Sindistán, Sarwan Shah, una vez reconquistada Sundos, puso rumbo hacia el sur, donde seguían atrincheradas las tropas najmistaníes encabezadas por Zafar Pachá, cerrándole el paso de regreso a su país, por lo que Zafar, incapaz de enfrentarse al ejército enemigo, que superaba enormemente a sus efectivos, no tuvo más remedio que replegarse hacia el territorio aliado de Qanunistán, al otro lado de la cordillera de Nujum, donde se encontró con tropas de Nizamuddin, quienes le informaron de la aplastante derrota de Akbar Khan y la desaparición de este. Ante aquella coyuntura, y dadas las nefastas relaciones habidas entre él y el nuevo monarca de Najmistán, Zafar decidió seguir los planes de su monarca, aunque desaparecido, y permanecer con su ejército al lado del sultán Nuriddin. Días más tarde, el caudillo najmistaní se presentó en Dahab, ante el monarca qanunistaní, ofreciéndole su incondicional apoyo, que fue acogido con mucha satisfacción por el sultán, y como en el caso de Murad Thakur y sus tropas, Zafar Pachá y las suyas se pusieron los uniformes de Qanunistán y empezaron a recibir sus sueldos de Nuriddin, quien de esta forma contaba ya con más de veinte mil hombres del ejército de su desaparecido amigo y aliado, Akbar Khan, que pasaron a ser sus propios soldados. Tanto Zafar Pachá como Murad Thakur, quienes se conocían desde hacía muchos años, no tenían duda alguna acerca de su lealtad a Nuriddin, uniéndose ambos bajo su estandarte.

 

Todos estos acontecimientos eran observados con preocupación por la princesa Amarzad, que veía como su padre se quedaba solo ante los tres monarcas de la alianza enemiga. Sin embargo, el mago Flor intentaba tranquilizarla.

Ambos seguían de cerca el surgimiento de una nueva alianza que se iba forjando entre Kataziah y Qadir Khan desde que la gran bruja, tras su última derrota en aquel mundo subterráneo a manos del mago Flor, en la que perdió a su hermano, Wantuz, acudiese al tirano monarca ofreciéndole su apoyo y el de cientos de otros brujos venidos de muchos países para acabar con Nuriddin, su hija y el mago Flor a la vez. Qadir Khan, que desde que perdió a Jasiazadeh y sus brujos sentía una enorme necesidad de contar con nuevos brujos de la misma talla, recibió con los brazos abiertos a Kataziah y sus acompañantes, grandes brujos y brujas, y organizó con ellos el plan de operaciones a ejecutar a partir del día del inicio de la invasión hasta que se consumase la ocupación de Qanunistán y el aplastamiento de su ejército. A cambio del apoyo de los brujos, Qadir Khan les ofrecía, además de grandes sumas de dinero, un territorio extenso y propio en el interior de Qanunistán, lindante con Rujistán, en el que Kataziah se proclamaría soberana de un reino exclusivo de brujos venidos de todo el mundo, que llevaría el nombre del desaparecido hijo de Kataziah, Narustán, y que sería siempre protegido por Rujistán.

Esta novedad de suma gravedad, requería intensificar los esfuerzos de los magos en todas partes del mundo, para impedir la salida de nuevos contingentes de brujos de otros países rumbo a Qanunistán, ávidos de propiedades y bienes que anhelaban obtener en el prometido reino de Narustán, donde se unirían a los cientos de brujos que ya habían acudido al sultanato de Nuriddin, llamados por Kataziah.

 

    Capítulo 47                                          Los veinte de Pakiza

 

L

a capital de Rujistán, Zulmabad vivía ya las vísperas de la boda de Bahman y Gayatari, con las calles engalanadas y muchos festejos celebrándose por las calles costeados por el rey, por el propio Bahman y por otros príncipes y nobles. Por doquier se podía disfrutar de bandas de música, tragafuegos, titiriteros, malabaristas, prestidigitadores, ilusionistas, cuentacuentos, bufones, domadores de bestias, con tigres y leones encerrados en enormes jaulas, elefantes obedientes a sus amos presentando sus correspondientes espectáculos, domadores de monos por aquí y por allá con distintas clases de simios, trapecistas saltando por los aires no a mucha altura, y bailarinas y bailaores presentando sus artes en solitario, y grupos de baile venidos de todas las zonas del reino y de los reinos vecinos. Todos ellos actuaban ante una variedad de públicos embelesados y encantados, que abarrotaban calles y plazas, hospedándose en fondas, casas particulares, e incluso durmiendo en las aceras, plazas, solares y descampados. La ciudad, que vivía una inusual actividad febril, estaba en tal estado de caos que era de esperar que la empresa de los veinte secuaces de Pakiza, madre de Bahman, fuese favorecida.

De hecho, los veinte, encabezados por Azadi y Babu, ya habían tomado sus puestos bajo el mando de Sunjoq, y se habían convertido en la guardia personal de Bahman Pachá, quien, después de haber leído la misiva que le envió su madre, no dudó, tras consultar con Sunjoq, en depositar en ellos su confianza, convirtiéndose los veinte en su sombra que no se apartaba de él día y noche. Cuando él se acostaba, en su puerta se turnaban de guardia los hombres de Pakiza. Estos, y según el plan previsto, se hicieron amigos de los guardias reales y personal perteneciente al Palacio Real, donde Bahman ocupaba un ala con acceso principal situado en el interior del palacio. Los hombres de Pakiza eran los únicos autorizados a franquear ese acceso y entrar en las estancias y habitaciones de Bahman y, además, ellos eran los únicos a quienes se les permitía dar de comer y de beber a Bahman, tal como le ordenó y aconsejó su madre, que tenía un control inquebrantable sobre sus hijos, por muy lejos de ella que estuviesen. Ninguno era capaz de desobedecer a su madre, por mayores e independientes que pudieran ser.

Todo esto había ocurrido con la benevolencia de Qadir Khan, quien no llegó a sospechar, ni él ni ninguno de sus hijos y ayudantes, de la nueva guardia de Bahman, especialmente después de que este hubo enseñado a su amada novia la carta escrita de puño y letra de su madre, aprobando su matrimonio y enviándole «sus hombres de mayor confianza para defenderle con sus propias vidas». A su vez, Gayatari se lo contó a sus padres, y ella y su madre se sentían muy satisfechas porque la boda hubiera sido aprobada por doña Pakiza, mientras que el rey se congratulaba al creer que la poderosa madre de Bahman estaba del lado de su hijo y, por lo tanto, en contra del sultán Nuriddin, y que irremediablemente —pensaba Qadir Khan— ella iba a terminar enfrentada al enemigo de su hijo, aun siendo este su propio sobrino. Así las cosas, todo marchaba según lo previsto en el plan de Pakiza, que seguía en Dahab esperando la noticia del secuestro de su propio hijo.

Por fin llegó la víspera de la fecha señalada para la boda, con todos los invitados del rey Qadir Khan y la reina Sirin disfrutando de la espléndida hospitalidad de sus anfitriones, mientras transitaban por las adornadas y bulliciosas calles de Zulmabad decenas de comitivas reales, principescas y aristocráticas, irradiando lujo y pompa; lo nunca visto en fastuosidad en aquella ciudad.

Aquella noche, la tardía cena de Bahman, obligado a atender a tantos y tantos invitados a su boda, antes de regresar a sus aposentos, contenía en sus platos los ingredientes de un eficaz somnífero. Avanzada ya la noche, y una vez acostados todos los moradores del Palacio Real, incluidos los reyes Qadir Khan y su esposa Sirin, los veinte de Pakiza empezaron a moverse, dando vueltas con bandejas llenas de vasos de una bebida refrescante de un color y un aroma que la hacía irresistible al olfato y a los ojos de los exhaustos guardias reales que pululaban por los pasillos y salones del palacio, vigilando puertas y accesos.

Y no es ninguna novedad que el ambiente festivo suele ser infalible a la hora de infundir dejadez y desidia en las mentes y corazones de los funcionarios que en días regulares de servicio suelen ser estrictos y hoscos. Así, parte de los hombres de Pakiza, dirigidos por Babu, jocosos ellos y parlanchines, repartían conversación y risas entre los guardias, dándoles de beber del refresco que habían preparado los tres alquimistas del grupo, y que habían depositado en una gran olla de la que iban llenando las tazas de arcilla de los guardianes. Los hombres de Pakiza, embaucadores consumados, eran conocidos por los guardianes del palacio, tanto los encargados del interior como del exterior del palacio, lo que facilitó que estos confiaran en ellos a la hora de llenarles las tazas de la dulce y refrescante bebida. Los pocos guardianes que se negaron a beber, disculpándose por distintas razones, tuvieron peor suerte, pues los hombres de Pakiza los embaucaban de otra manera, y tras conducirlos a un rincón del palacio donde no les veía nadie, los golpeaban en la cabeza dejándoles inconscientes, y luego les administraba, por la boca, el preparado líquido que contenía el fuerte somnífero capaz de dormir a la víctima profundamente durante, al menos, un día entero. Los guardianes que ni aceptaban la bebida ni se dejaban engañar, y que eran muy pocos, se les pinchaba, a traición, en cualquier parte del cuerpo, con un alfiler bañado de otra clase de somnífero, mucho más potente que el primero, que al poco rato del pinchazo hacía caer a la víctima en un profundo sueño igual de duradero.

Al mismo tiempo, uno de los alquimistas, ayudado por tres de sus compañeros de misión, trepaba hasta llegar a la azotea del palacio, donde los depósitos de agua, que los encargados llenaban del vital líquido día a día, se encontraban, sorprendentemente, sin vigilantes, por lo que fue fácil arrojar en los mismos una sustancia soporífera capaz de dormir largas horas a quien probara unas gotas de la misma. Esa agua era potable y destinada a suministrar a todos los trabajadores del palacio, incluida la servidumbre, pero no a los aposentos de la familia real.

Mientras tanto, un tercer equipo de los hombres de Pakiza, encabezado por Azadi y acompañados por hombres de Sunjoq, había llegado a un monte boscoso, contiguo al palacio. Allí localizaron el nacimiento del arroyo que proveía de agua a los aposentos reales del palacio mediante una tubería de plomo, enterrada a un brazo de profundidad. Dicha tubería, al entrar en el palacio, se ramificaba para llegar a las alas de la familia real, donde el agua surtía en cada ala a dos depósitos de mármol cuyo interior estaba revestido de oro, de dos brazos de profundidad y cinco brazos de ancho cada uno de sus cuatro lados. A través de un orificio en la parte inferior de una de las paredes del depósito salía el agua y continuaba corriendo, por tuberías subterráneas idénticas a las anteriores, hasta un extenso aljibe que ocupaba parte de los sótanos del palacio, cuyo fondo inclinado tenía de dos a cinco brazos de profundidad. El aljibe, que estaba provisto de numerosos ventanucos que servían para ventilación e iluminación diurna, construido todo de mármol macizo y sostenida su bella techumbre por esbeltas columnas de mármol de distintos colores cada una, servía como piscina de recreo de la familia real. El agua del arroyo volvía a salir por orificios abiertos en el fondo de la piscina para seguir a través de conductos en el subsuelo, unos destinados a alimentar las distintas fuentes ornamentales que embellecían los jardines del palacio, otros a regar esos jardines y huertas palaciegas y el resto a desembocar otra vez con el curso natural del arroyo, a distancia del Palacio Real. Eso quería decir que toda el agua que utilizaban los miembros de la familia real era agua corriente, que se renovaba sin cesar. Todo ese sistema de tuberías de plomo, aljibes, fuentes ornamentales y riego de huertos y vegas lo habían copiado los rujistaníes de los complejos palaciegos de Córdoba, en Al-Ándalus, fruto de una visita que había realizado una embajada enviada por el fundador del reino de Rujistán, Ghaleb Khan I, a la capital de los Omeya, en el año 950, encabezada por su gran visir, al que acompañaban un grupo de los más destacados sabios, arquitectos y artistas rujistaníes, que regresaron de la entonces capital de la civilización mundial, llevando consigo un cúmulo de enseñanzas en todos los campos del progreso, incluido el urbanístico. Todos esos conocimientos se propagaron después por el resto de los reinos de la región.

El grupo de valientes encabezado por Azadi sabía de antemano que siempre había cinco vigilantes bien armados montando guardia alrededor de la especie de gruesa torre redonda que se alzaba hasta una altura de al menos doce brazos alrededor del nacimiento del arroyo, sin puerta alguna para acceder al mismo. Era una torre ciega, y no había otra manera para cumplir su misión allí que la de alcanzar la cima de la torre y arrojar desde allí, al agua, la sustancia somnífera capaz de mantener dormidos a los miembros de la familia real, nada más probar el agua del arroyo.

Los qanunistaníes avistaron desde lejos la fogata alrededor de la cual los guardianes de la fuente habían formado un corrillo. Allí charlaban despreocupadamente, pues nunca en muchísimos años se habían enfrentado a peligro o amenaza alguna mientras montaban guardia allí, con el Palacio Real a la vista.

Continuará....

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