AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 58 (18 julio 2023)
—Nuestra venganza no tardará en dar sus frutos,
hermano, te lo prometo, os lo prometo a todos vosotros —dijo esta última frase dirigiéndose a
sus lugartenientes.
Dicho eso, el monarca quedó absorto, pensativo, lo
que provocó un silencio repentino en el interior del pabellón. Pasados unos
minutos, el monarca, con lágrimas asomándose en sus ojos, tomó asiento en un
diván, invitando, con un gesto a los demás, a sentarse en los numerosos y
cómodos divanes alineados, formando un amplio círculo. En cuanto todos hubieron
tomado asiento, el monarca les habló en tono profundo y grave, de tal manera
que parecía que su voz emanaba del fondo de un pozo, en lo que parecía más bien
una charla de amigos, no un discurso solemne.
—Reconozco que he sido un rey tirano, pues mis
consejeros, Dios los perdone, siempre me instaban a tener mano dura y gobernar
a hierro y fuego. Juro solemnemente ante Dios y ante vosotros que si obtenemos
la victoria y expulsamos al invasor, me alejaré de toda tiranía pasada e
instauraré la justicia en ciudades, poblados, aldeas y campos de Sindistán.
—¡Viva el rey Radi Shah! —exclamaban los presentes
con fuerza, una y otra vez, interrumpiendo al monarca. Este continuó
hablándoles sin esperar a que terminaran de aplaudir y sin perder el tono
grave:
—Ciertamente, los designios de Dios son
inescrutables. ¿Quiso Dios que Sundos y parte del reino fueran conquistados por
Akbar Khan para que me diera cuenta yo de que iba por un camino de perdición
que no conducía sino a más perdición? ¿Habrá sido este el modo de forzarme a
recapacitar y buscar el buen sendero para impartir justicia? Ocurre que a veces
Dios nos golpea, no para desesperarnos y desorientarnos, sino para que abramos
los ojos y escojamos el camino correcto que él ha elegido para nosotros. Pues
que se haga su voluntad.
El monarca se calló por un momento y el silencio
reinó sobre el pabellón de nuevo, con rostros graves y serios, contemplando al
rey, y esperando que continuase hablando. Sin embargo, de repente se puso de
pie de un salto, como si acabase de acordarse de algo.
—¡No hay tiempo que perder! —exclamó, provocando que
se pusieran los demás de pie de inmediato—. Vamos a celebrar una reunión con
los jefes de los tres ejércitos, el mío, el de Sarwan y el de Rujistán. Para
ello nos ponemos ya en marcha rumbo al campamento rujistaní, que no queda lejos
de aquí.
El campamento rujistaní se colmó de escenas de
emoción: el encuentro del monarca con su hijo, Feruz, y de este con su tío
Sarwan, así como de expresiones de bienvenida y agradecimiento formuladas por
el rey al príncipe Qandar, pidiéndole que se las hiciera llegar a su padre,
Qadir Khan. Después, establecieron un plan de batalla minucioso, en el que se
tomaba en cuenta el papel que iban a tomar en la misma los líderes rebeldes
sindistaníes y sus fuerzas correspondientes.
Habían decidido actuar por
sorpresa, atacando al ejército enemigo antes de salir el sol del día siguiente,
o sea, poco antes de la hora en la que ambos monarcas habían fijado como plazo
para que Radi Shah comunicara su decisión a Akbar Khan acerca de la propuesta
de paz de este último. Sarwan y otros caudillos había convencido a Radi Shah
para que actuara por sorpresa, sin respetar el plazo establecido, negándose a
calificar tal comportamiento de vil ni de despreciable ante quien había
invadido y ocupado Sundos a traición y había tendido aquellas sangrientas
emboscadas en los montes de Nujum, a traición también. Sarwan y otros
destacados caudillos consideraban que no había nada que respetar frente a aquel
enemigo tan imprevisto.
Al regresar el rey y sus acompañantes al campamento
principal, encontraron a Ayub y Razin esperándolos en el pabellón real. Estos
comunicaron al rey el resultado de su reunión con los cabecillas rebeldes,
asegurándole que todo marchaba según lo previsto, para asestar un golpe decisivo
al ejército invasor.
Aquella misma noche, todo era sosiego y tranquilidad en
el Palacio Real de Sundos, donde Akbar Khan ultimaba el nuevo mapa de
Sindistán, con sus nuevas fronteras. En realidad, el mapa era fruto del trabajo
de un equipo de geógrafos sindistaníes y najmistaníes encargados por el sultán
de culminar esta obra, que iba a ser presentada a Radi Shah, como hecho
consumado y sin dejarle el más mínimo margen de hacer modificaciones en el
mismo. El nuevo mapa empujaba la frontera entre sus dominios y los de Radi Shah
hacia el oeste, incorporando a los suyos tres cuartas partes del territorio
vecino, dejando al nuevo y diminuto
país que controlaría Radi Shah sin fronteras con Qanunistán, y creando así una
nueva línea fronteriza entre los territorios de Akbar Khan y Rujistán que no
existía hasta entonces. Esos cambios, de materializarse, iban a significar
modificaciones sustanciales de las condiciones geográficas y militares, tirando
por el suelo los planes tripartitos de invasión de Qanunistán, pues el ejército
de Sindistán no iba a tener por dónde acceder al territorio de Qanunistán. Para
Akbar Khan, y a sabiendas de que su ofrecimiento a Radi Shah era muy oneroso,
no había lugar a otras alternativas, pues, o aceptaba el monarca sindistaní
aquel mapa o librarían la batalla.
Tanto el sultán como su hermano Shahlal y todos sus
lugartenientes estaban desbordados de optimismo y autoconfianza, especialmente
desde que recibieron el falso mensaje de que Sarwan era prisionero de Zafar
Pachá y que todo su ejército había sido aniquilado. Desde aquel mismo momento,
Shahlal ordenó retirar los vigías que hasta entonces acechaban los accesos a
Sundos desde el sur, alertas por si veían llegar la segunda mitad del ejército
de Radi Shah, procedente de los montes de Nujum.
Mientras tanto, los príncipes y caudillos de Akbar
Khan en Sindistán se entregaban al reparto entre ellos de tierras, poblados y
aldeas, siempre con aprobación inmediata del sultán, quien, además, iba
nombrándolos en sus nuevos cargos de gobernadores, visires y administradores de
los flamantes dominios sindistaníes. Akbar Khan ya había ordenado acuñar nuevas
monedas sindistaníes, con la efigie del nuevo rey, Shahlal.
Al mismo tiempo, y en el corto período de tiempo
transcurrido desde que los najmistaníes ocuparon Sundos, y a pesar de las
promesas de Akbar Khan a la población en los primeros días de brindarles un
gobierno justo y pacífico, sus caudillos y lugartenientes, embriagados por la
fácil victoria obtenida, despreciaban a los habitantes de la ciudad,
tachándolos de cobardes al no haber defendido su ciudad, lo que significaba que
la mentalidad e intenciones del sultán Akbar Khan de instaurar en Sundos un
gobierno justo y respetuoso iban por un derrotero muy distinto al de la mayoría
de sus lugartenientes.
Así las cosas, los abusos y maltratos de parte de
los invasores se multiplicaban, mientras los caudillos impedían llegar a Akbar
Khan cualquier queja por parte de la población, oprimida y humillada. Los
príncipes y nobles que consideraban que el reparto de bienes, aldeas y
posesiones aprobado por el sultán no les hacía justicia, trataban de
compensarse mediante la usurpación de propiedades sindistaníes por iniciativa
propia, y sin respetar las órdenes del sultán de la abstención de cometer actos
capaces de provocar a la población.
En
consecuencia, muchos ricos de la ciudad fueron despojados de sus palacetes y
tierras, a favor de jerifaltes que habían acudido en bandadas desde Najmistán,
atraídos por el botín fácil. Todo esto hizo que la soldadesca, viendo el
comportamiento de sus jefes, se entregara a su vez al robo y al pillaje,
aunque, discreta y sigilosamente en la mayoría de los casos, sin demasiada
violencia ni derramamiento de sangre.
Akbar Khan y
Shahlal se esforzaban todo lo que podían en detener aquella vorágine de
ambiciosos, castigando a algunos de ellos con despojarles de cuanto habían
usurpado. Sin embargo, aquellas medidas no eran suficientes y la cólera de la
población iba creciendo por momentos, empezando las tropas invasoras a sufrir algunos
ataques furtivos por parte de jóvenes aguerridos decididos a defender a su
gente, lo que contaba con el aplauso de la población en general.
Aquella situación no hizo más que disparar el grado
de enfrentamiento entre conquistadores y conquistados hasta límites que
alarmaban enormemente a Akbar Khan y a Shahlal, el nuevo monarca, por lo que
ambos deseaban zanjar el asunto con Radi Shah lo antes posible y obtener de él
la rendición pública y firmada, y la renuncia a Sundos y a gran parte de su
reino a favor del sultán, con lo que la población no tendría nada que alegar al
respecto.
A lo largo de la noche, en cuyo amanecer el monarca sindistaní tenía que
dar su respuesta al sultán najmistaní, y según el plan establecido en la
reunión de la noche anterior de Radi Shah con Feruz, Qandar y Sarwan, las
tropas de los príncipes Qandar y Feruz, por un lado, y las del príncipe Sarwan
por el otro, se habían colocado a espaldas, aunque distantes, del campamento
del impresionante ejército invasor, sumidas en la oscuridad y guardando un
escrupuloso silencio. Todos esperaban la señal de ataque simultáneo que debía
iniciarse desde el campamento de Radi Shah —que quedaba frente del campamento
enemigo— en forma de un masivo ataque con proyectiles en llamas, lanzados por
un centenar de catapultas y una docena de almajaneques, contra el campamento
enemigo. Este ataque, intensivo y arrasador, duraría el tiempo suficiente para
que los dos ejércitos, situados a distancia de la retaguardia de las fuerzas
invasoras, pudieran avanzar a toda velocidad y echarse encima de los enemigos,
sin dejar margen de tiempo para reaccionar ante una ofensiva sorpresa de tal
envergadura. En cuanto las fuerzas de Feruz, Qandar y Sarwan hubieran irrumpido
en las filas de la retaguardia de Akbar Khan, el ejército de Radi Shah lanzaría
su ataque masivo y frontal.
Y así fue, pues poco antes del alba, mientras dos
asistentes vestían al sultán, a la luz de varios candiles, en su cámara regia,
en el Palacio Real de Sundos, cuando se disponía a salir engalanado, para
acudir al campamento de sus tropas, donde esperaba entrevistarse con Radi Shah
y recibir de este su capitulación incondicional, llegaron dos caballeros hasta
la puerta de sus aposentos pidiendo comparecer ante él de inmediato.
Al enterarse el sultán de que sus tropas habían sido
atacadas desde todas partes, con grandes contingentes de tropas enemigas, se le
cayó el mundo encima, quedándose atónito por unos momentos, con el rostro
desencajado.
—Radi Shah dispone aún de un gran ejército… —acertó a mascullar Akbar Khan entre
dientes mientras se dejaba caer sobre el borde de su cama, abatido, pues no se
le escapaba que el hecho de que su ejército hubiera sido sorprendido, a aquella
hora, por un gran ejército enemigo podía acarrearle consecuencias desastrosas.
Sin embargo, el sultán pronto reaccionó, poniéndose
de pie y urgiendo a sus asistentes para que le vistieran con su equipo de
batalla. En el corazón llevaba su angustia, y un nudo de amargura que sentía
estallársele continuamente en la garganta, mientras en su mente se agolpaban
malos presagios.
Cuando llegó al campo de batalla, con la noche aún
reinante, aquello parecía, a la luz de las hogueras, el día del juicio final,
con sus tropas sumidas en un caos de proporciones calamitosas, uniéndose a él
Shahlal y otros principales caudillos, tratando todos de poner orden en sus
tropas, que estaban siendo inundadas por todas partes por las fuerzas enemigas
causando estragos en el ejército de Akbar Khan. Sus tropas estaban aún durmiendo
cuando cayeron sobre ellas las avalanchas de proyectiles incendiarios y las
tropas enemigas.
A lo largo de las dos horas siguientes, ambos bandos
iban a la par, luchando tenazmente y llenando el aire de gritos y alaridos, de
aullidos y quejidos, incluso de llantos y lamentos. Sonidos estos que se
mezclaban con el estruendo de los alfanjes al chocarse entre sí, el silbido de
las flechas, el soplo de las lanzas y el estallido de alabardas al colisionar
unas contra otras. Y en medio de todo, se oía el relinchar, el resoplar y el
bufar de los caballos, muchos de ellos se encontraban a esa hora fuera de
combate.
En el fragor de la batalla, una lanza, de cientos de
ellas que surcaban el aire continuamente, alcanzó de lleno al rey Radi Shah,
desplomándose de su caballo. Enseguida fue asistido por su hijo, Feruz, que
estaba luchando a su lado, y por otros caudillos, corriéndose la voz de la
muerte del rey de Sindistán, lo que envalentonó a los combatientes najmistaníes
que estaban cerca de donde cayó Radi Shah. Decenas de ellos se abalanzaron
sobre el grupo que intentaba rescatar al rey moribundo, mientras también
decenas de sindistaníes se lanzaban en ayuda de Feruz y sus acompañantes,
produciéndose allí una lucha cuya intensidad y fiereza superaba lo imaginable.
Feruz y otros compañeros suyos cayeron muertos junto a Radi Shah.
La batalla continuó
recrudeciéndose. Akbar Khan ya estaba enterado de la muerte de Radi Shah, y
albergaba fuertes esperanzas, al constatar que sus tropas habían podido
inclinar la balanza del combate en su favor tras la caída del monarca
sindistaní y su hijo, de salir airoso de aquella apocalíptica e inesperada
carnicería. Sin embargo, a media mañana, el príncipe Sarwan , muy alejado del
lugar donde cayeron el monarca y su hijo, por lo que no sabía nada de aquellos
hechos, dio la orden a los tamborileros que se encontraban bastante apartados
del centro de la batalla, y estos empezaron a tocar con fuerza, al ritmo
acordado como señal para que los cabecillas rebeldes entrasen en acción. Estos,
que hasta aquel momento no habían irrumpido en el campo de batalla, a pesar de
que el príncipe Shahlal se lo había ordenado más de una vez, se lanzaron contra
las fuerzas de Akbar Khan, dirigiendo contra sus soldados sus alfanjes y
lanzas, en un ataque huracanado que causó enorme sorpresa en las tropas
najmistaníes, sembrando el caos, la muerte y la confusión nuevamente en sus
filas.
El sultán Akbar Khan había puesto en esas fuerzas
sindistaníes rebeldes, aliadas con él, una gran esperanza, dado el demoledor
impacto y el profundo desaliento que hubiera supuesto en las filas de Radi Shah
el hecho de ver que fuerzas de su propio país estuvieran combatiendo a sus
hermanos, del lado del ejército invasor. Pero las cosas no transcurrieron tal
como había planificado Akbar Khan, que vio como gran parte esos quince mil
guerreros se lanzaban en un feroz ataque contra el corazón del ejército
invasor, mientras el resto de ellos se lanzaban contra la guarnición militar
ocupante, en el interior de Sundos, tal como habían acordado con Ayub la
segunda noche de reuniones, con lo que se pretendía impedir a las fuerzas
invasoras guarecerse en la ciudad si eran derrotadas.
El ataque de los rebeldes, apoyado por tropas
encabezadas por Ayub, causó un auténtico terremoto en las filas de Akbar Khan,
quien no salía de su asombro al verse traicionado, vociferando insultos, como
enloquecido, contra los cabecillas rebeldes sindistaníes, y animando a sus
tropas, una y otra vez, a reorganizarse. Mientras tanto, Shahlal intentaba
desesperadamente reequilibrar la balanza de la batalla que empezaba a
inclinarse con rotundidad hacia el lado sindistaní, máxime cuando las tropas de
Akbar Khan se sintieron golpeadas directamente en su moral al verse atacadas
por sus aliados.
Continuará...