AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 64 (23 noviembre 2023)
—No os inquietéis —dijo el mago Flor con su voz serena y grave—. La princesa se encargará de ello y yo la ayudaré. Además, y para darle al sultán el suficiente tiempo para efectuar el gran cambio de ubicación de sus tropas, vamos a echarle una mano, de modo que cuadruplicaremos la distancia recorrida por las tropas que se trasladen desde las fronteras, y desde otras zonas del reino, a Dahab, en cada paso que den sus hombres y sus animales. En cuanto a las tropas enemigas y a sus animales, duplicaremos la distancia bajo sus pies.
Al escuchar el gran mago los murmullos surgidos
entre algunos de los asistentes como expresando su extrañeza de lo que acababan
de decir, les hizo un ademán con ambas manos reclamando silencio para poder
explicarse.
—Tengo ya el permiso de nuestro gran hermano,
Xanzax, para efectuar esta maniobra en la que plasmamos uno de nuestros más
potentes poderes, el de manejar y modificar las dimensiones espaciales, lo que
nos permite a algunos de nosotros incluso la teletransferencia corporal
instantánea de cuantos cuerpos y materia nos proponemos transportar de un sitio
a otro, hasta a través del espacio cósmico. Lo que pasa es que en este caso no
necesitaremos más que reducir o expandir la distancia, a cuatro veces, en el
primer caso, para los ejércitos del sultán, y al doble, en el segundo caso,
para los invasores, con lo cual la diferencia de velocidad entre ambos bandos
sería aproximadamente octuplicada a favor de las tropas de su majestad, el
sultán.
—¿Y eso no podría provocar pánico entre las tropas,
gran mago, generando un resultado nefasto y muy contraproducente para el
ejército del sultanato? —preguntó otro de los ayudantes.
—Todo está calculado y previsto —aseguró el gran
mago—. Para ello utilizamos la eliminación de la percepción del paso del
tiempo. Todo esto ya lo hemos hecho en el pasado, aunque algunos de los
presentes aquí no han llegado a vivirlo o a conocerlo aún.
Habib, Hilal y los de su
generación de entre los reunidos asentían con la cabeza, dando a entender que
conocían todo aquello de lo que hablaba el mago Flor. Amarzad lo había vivido
en sus propias carnes en aquel viaje suyo al planeta Kabir cuando a su regreso
a casa nadie allí se había dado cuenta del paso del tiempo durante su ausencia.
—Queda un asunto pendiente —puntualizó el mago
Flor—. Se trata de un punto crucial que se debe llevar a cabo si queremos que
todas esas maniobras mágicas puedan llegar a tener un resultado positivo.
Los asistentes se miraban entre ellos como
preguntándose por ese hecho tan importante que debía realizarse.
—Lo que les voy a decir ya lo sabe su alteza, la
princesa Amarzad —prosiguió el mago Flor mirando a la princesa, que se sonrojó
al instante mientras evitaba mirar a los demás presentes—. Desde luego, el
caudillo Qasem Mir no se ha mostrado capaz de dirigir los ejércitos de su
majestad, el sultán, del modo más acertado, con lo que queda probado que no
está a la altura de los acontecimientos que se avecinan. Si no fuera así, ¿cómo
pudo cometer tal garrafal error de distribuir los ejércitos de la manera en la
que están desplegados ahora mismo y a sabiendas de que los ejércitos invasores
se han citado todos en las afueras de Dahab, para librar la batalla crucial aquí,
o para someter a la ciudad a un implacable asedio?
Un murmullo generalizado se levantó entre los
presentes, sorprendidos por tan grave manifestación.
—Pero las órdenes al respecto fueron dadas siempre
por el sultán —se oyó decir a uno de los magos, que salía en defensa de Qasem
Mir.
—Es verdad
—respondió el gran mago, tranquilamente—, pero nos consta que fueron siempre
órdenes aconsejadas reiteradamente por Qasem Mir, especialmente en lo que se
refiere a enviar al príncipe Nizamuddin para encabezar grandes contingentes de
tropas en la frontera de Rujistán.
—Es verdad. Así fue, consejos reiterados de Qasem
Mir —comentó Amarzad.
—Por lo
tanto —continuó hablando el mago Flor, sin apenas detenerse—, he decidido que
la princesa pida a su majestad el sultán, en nuestro nombre, pero sin
identificarnos, que destituya a Qasem Mir y nombre en su lugar al joven y
valeroso pachá, Burhanuddin, que ha demostrado sobradamente, como sabéis, su
capacidad, cordura y gran valentía.
Todos los presentes se miraban con gestos y ademanes
de haberles agradado la decisión que el gran mago acababa de revelarles.
Así las cosas, tras la reunión, el mago Flor quedó
encargado de apresurar el regreso a Dahab del ejército de Nizamuddin, Habib el
de las tropas destacadas en la frontera de Nimristán, e Hilal aquellas
apostadas en la frontera con Sindistán y del resto de las tropas que debían
regresar a la capital desde otras partes del reino. Cada uno de los reunidos
salió de allí con una misión que cumplir respecto a la nueva colocación del
ejército de Qanunistán.
El sultán Nuriddin, tras la
conversación mantenida primero con su tía Pakiza y luego con su esposa, seguía
aún inmerso en su melancolía y meditabundo, pues con la invasión ya casi encima
empezó a sentirse confuso y por más conversaciones que mantuvo al respecto con
el caudillo de su ejército, Qasem Mir, y con su gran visir, Muhammad Pachá, no
llegaba a sentirse tranquilo. La intranquilidad empezaba a quitarle el sueño.
En eso, Amarzad pidió permiso para entrar y se sentó junto a sus padres. Tras
una breve conversación, la princesa notó cuán preocupados se encontraban sus
progenitores.
—Te noto muy preocupado, padre, y a ti, mamá.
Amarzad sabía de sobra el
motivo de ese desasosiego y leía con claridad tanto lo que se debatía en la
mente de su padre como en la de su madre. Ambos se quedaron callados. La madre
musitó que no había nada de lo que preocuparse.
—¿Nada? —inquirió Amarzad suavemente—. Papá no puede
dormir desde hace unas cuantas noches preocupado por la situación de nuestras
tropas ante la ya inminente invasión de enormes ejércitos enemigos.
Nuriddin y Shahinaz intercambiaron una mirada de
extrañeza, pero pronto se acordaron de esos poderes de su hija que nunca vieron
claramente y de los que nadie hablaba en la familia.
—¿Y tú cómo
lo sabes hija? —preguntó el padre con la esperanza de que su hija pudiera
tenderle una mano emanada de sus poderes enigmáticos—. La verdad, hija mía, es
que estoy seriamente preocupado. ¿Tú qué opinas al respecto?
A Amarzad le sorprendió que su padre reconociera
ante ella su preocupación e incluso que le pidiese su opinión. Ella sabía que
sus padres eran conscientes de sus poderes, aunque todavía no supieran cuáles
eran ni su procedencia, ni siquiera se atrevían a hablar con ella sobre este
asunto.
—Sí, hija, Amarzad, dinos qué piensas de todo esto
—terció la madre, dejando denotar su honda angustia ante el panorama que se
avecinaba.
Los tres se miraban en
silencio. Amarzad no sabía si decirles la solución decidida por el mago Flor
sin mencionarlo o trasladársela a la mente de su padre, con ayuda del gran
mago, como ya habían acordado ella y su protector. En esto, sintió Amarzad que
el mago Flor la susurraba en el oído que adelante, que era ahora cuando tenía
ella que convencer a su padre de la idea de trasladar todas sus tropas a Dahab,
y si no lograba convencerle en aquel momento, tiempo iba a tener él a lo largo
de aquella noche para inculcárselo al sultán por inducción mental, mientras
durmiera, para que él diese las pertinentes órdenes por la mañana.
—Bien, os lo voy a decir —dijo
Amarzad fijando la vista en el suelo, evitando mirar a sus padres mientras
ambos la observaban ansiosos—. Hay que concentrar todas nuestras tropas en la
defensa de Dahab, o sea, hay que esperar aquí a los ejércitos enemigos
—sentenció Amarzad, de sopetón—. Tener nuestros ejércitos distribuidos entre
cuatro frentes es un error —sentenció, sin levantar la vista del suelo.
Nuriddin y Shahinaz, al escuchar aquello, no hacían
más que mirarse y mirar a su hija, a la espera de que dijese algo más.
Finalmente, ella levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas, pues ella
misma se encontraba presa de una ansiedad que la tenía apesadumbrada. Su madre
se apresuró a secarle las lágrimas y abrazarla, tiernamente, mientras Amarzad
sollozaba. En realidad, la afligía tremendamente ver a sus padres tan
angustiados como nunca los había visto antes. Su padre se levantó y empezó a
acariciarla el cabello, intentando tranquilizarla.
—Tranquila, hija mía —repetía
Nuriddin cariñosamente con voz baja—. Hija mía, al ser humano no le puede pasar
más de lo que Dios tiene escrito, y no hay fuerza capaz de repeler el destino
que Él haya elegido para unos y para otros.
—Sí, papá —decía Amarzad, agarrada a las manos de
sus padres—. Alabado sea el Altísimo.
—Alabado sea —repetía la madre.
Los tres se sentían, en aquellos momentos, más
unidos que nunca, y esa sensación les infundía fuerza y determinación para
enfrentarse a la adversidad por muy siniestra que pudiera ser. Ya los tres de
pie, agarrándose las manos en círculo, sonreían con lágrimas en los ojos, pero
felices por esa fuerte sensación de unión que los invadía y que los confortaba
y fortalecía. Aquella escena emocionó al mago Flor, muy apenado al ver llorar a
aquella familia, no dudando ni por un instante de la valentía y del arrojo que
caracterizaban a sus tres miembros, muy a pesar de las muy hostiles
circunstancias a las que se veían abocados.
—La solución que acabas de darnos, hija mía —alcanzó
a decir Nuriddin mientras reprimía sus fuertes emociones— es de una lógica
aplastante. No entiendo cómo no me había ocurrido antes. Pero ya no hay tiempo
para llevarla a cabo, las fuerzas invasoras están a punto de atravesar nuestras
fronteras, si no lo han hecho ya.
—No te preocupes, padre. Deja esto por nuestra
cuenta —se apresuró a decir Amarzad, precipitadamente.
—¿Dejarlo por vuestra cuenta? —preguntó la madre de
inmediato—. ¿A quiénes te refieres, hija?
Pero Amarzad no contestó,
estando de pie haciendo como distraída mientras acariciaba el pelo de su padre,
que se había vuelto a sentar. Tampoco él decía nada. A él no le interesaba
saber quiénes son los que ayudaban a su hija, ni de dónde venían sus poderes,
solo le interesaba que esta ayuda y esos ayudantes existiesen de verdad a la
hora de necesitarlos, hora que parecía que se aproximaba galopante. A él no le
cabía duda de que su hija creía en lo que decía y que no pronunciaba palabra
sin atenerse a las consecuencias. Además, ya le habían llegado historias sobre
una chica que se parecía mucho a su hija, que volaba por los aires y que era
capaz de acabar con un ejército ella sola. Él nunca llegó a creer que aquella
persona fuera su hija, por supuesto que no, porque era sencillamente imposible,
tampoco llegó a creerse del todo la existencia de tal chica. Pero, al mismo
tiempo, no se había atrevido nunca a preguntar a Amarzad acerca de este asunto,
porque creía a pies juntillas que indagar los misterios con el fin de
desentrañarlos podía echar a perder la buena estrella que viene con ellos.
—Papá, mamá —dijo Amarzad tranquila rompiendo aquel
silencio por petición del mago Flor, quien la instó a descubrir parcialmente su
secreto, porque no había más tiempo que perder—, solo puedo deciros que a papá
le basta con decirme que ha tomado la decisión de reunir los ejércitos en las
afueras de nuestra ciudad. Si tú, padre, me comunicas ahora esta orden y la
pones por escrito dirigida a tus caudillos donde sea que se encontrasen para
que regresen con sus tropas a Dahab, nuestros ejércitos estarán aquí concentrados
días antes de la llegada de los invasores.
El sultán y la sultana miraban a su hija
boquiabiertos, luego se miraban el uno al otro totalmente incrédulos acerca de
lo que estaban oyendo.
—¡Pero!... ¡Pero! ¿¡Cómo!? —balbucían ambos en voz
baja sin saber qué decir y qué callar, pues ambos sabían que poner esa orden
por escrito y enviarla tardaría varios días en llegar a cada uno de sus
destinos y que esos ejércitos, a su vez, tardarían igual número de días, si no
más, en poder alcanzar la capital.
El sultán hizo un gesto a su esposa para que se
mantuviera callada, temiendo que muchas preguntas acabasen frustrando el empeño
de su hija de ayudarles, pues él estaba convencido de que su hija, que hablaba
con una seriedad y un aplomo que no dejaban lugar a un atisbo de duda, era
capaz de hacer todo lo que estaba diciendo. Por eso, ambos volvieron a callarse
al ver que su hija iba a continuar hablando.
Amarzad, mientras hablaba, escuchaba atentamente al
mago Flor, que le comunicaba lo que tenía que decir ella a continuación:
—Este plan, padre, requiere que efectúes un
importante cambio en la jefatura de tu ejército, colocando a Burhanuddin Pachá
a la cabeza de todos tus ejércitos, en lugar de Qasem Mir, y poniendo a este
bajo el mando del nuevo caudillo, pues la distribución inadecuada de nuestras
tropas ha sido el resultado de un desacertado caudillaje que ahora requiere
esta corrección urgente.
En realidad, esa propuesta de cambio en la jefatura
del ejército era del propio mago Flor, y encontró plena aceptación por parte de
la princesa.
—¡Burhanuddin Pachá! —exclamó el sultán
sorprendido—. Precisamente antes de entrar tú hablábamos de él tu madre y yo,
y…
—Y tu padre dijo que pensaba confiarle un alto cargo
—interrumpió la sultana sonriente, mientras en su rostro reflejaba su sorpresa
ante aquella casualidad.
—Efectivamente, hija —asintió el sultán—. Pero ¿por
qué Burhanuddin? Es muy joven para un cargo que requiere mucha experiencia
militar.
—Confía en él, padre, si confías en mí y en mis
amigos.
Nuriddin sacudió la cabeza varias veces arriba y
abajo, en señal de aprobación, antes de decir:
—Vale… Vale, Amarzad. Así será. Confío en ti, hija,
y en tus amigos.
Amarzad y el mago Flor —a quien nadie podía ver ni
oír salvo la princesa—, intercambiaron una mirada de alivio y satisfacción.
—Hay un punto que no veo claro,
hija —dijo Nuriddin—. Las
tropas enemigas, antes de llegar a la capital, destruirán y arrasarán todo lo
que encuentren a su paso antes de llegar a Dahab, debemos encontrar un remedio
para evitar que eso suceda.
El mago Flor comunicó la
respuesta a Amarzad mentalmente.
—No se preocupe, padre. Ellos,
al no hallar tropas nuestras a su paso, marcharán siempre temerosos de caer en
emboscadas o ser blanco de un ataque masivo por sorpresa por nuestra parte,
además de estar ansiosos por llegar a Dahab, su objetivo tan valioso, por lo
que no querrán perder tiempo por el camino destruyendo y saqueando pueblos y
aldeas cuando todo su pensamiento estará centrado en los tesoros que les
estarán esperando en Dahab. Sin conquistar Dahab, padre, no habrán conquistado
Qanunistán.
De nuevo
reinó el silencio. Las palabras de la jovencita princesa dejó mudos a sus
padres por su elocuencia y acierto. No era fácil para Nuriddin ver que había
errado de esa manera, dispersando sus tropas en tres frentes, y asimilar que su
hija, que aún no había cumplido los quince años, le estaba alertando sobre ese
error y le indicaba cómo subsanarlo.
—Bien, hija, bien —se limitaba a repetir el sultán,
satisfecho, mientras la sultana repetía, resignada, lo que decía su marido,
pues ella tenía muchas preguntas que hacer, pero prefirió acatar la orden de su
marido y abstenerse de hacer preguntas.
—Otra cosa, padre, madre —prosiguió Amarzad, sin
perder un ápice la seriedad con la que hablaba—. La batalla que se avecina,
aquí, en Dahab, va a ser lo nunca visto por la humanidad desde que el mundo es
mundo.
—¿Y eso, hija? —dijo el
sultán, horrorizado e incrédulo.
—Lo que va a
suceder en Dahab, padres, no se limitará a una batalla entre ejércitos, sino
también entre el bien y el mal.
—Ah, bueno, vale —soltó la
sultana como aliviada, mientras una sonrisa tímida se asomaba sobre los labios
de Nuriddin, en señal de que se estaba tranquilizando—. ¿Cómo que una batalla
entre el bien y el mal? —inquirió Shahinaz a continuación, como si acabara de
recordar algo de repente.
—Entre los magos y magas del
bien, por un lado, y los brujos y brujas de la nigromancia, del mal, de
Satanás, por el otro —contestó Amarzad dirigiéndose a su madre mientras la
agarraba de las manos con la intención de tranquilizarla—. Los brujos y brujas
estarán del lado de los invasores mientras los magos y las magas estarán de
nuestro lado.
Nuriddin y Shahinaz volvieron a
quedarse boquiabiertos y perplejos como nunca antes en sus vidas, pues no sabían
si estaban soñando o estaban despiertos. A Shahinaz, al escuchar el nombre de
Satanás, se le erizó el cabello de la nuca.
—¿Satanás? ¿Cómo que Satanás? ¡Escupe de tus
palabras, hija! ¡Que Dios nos ampare! ¡Qué horror! ¡Lo que nos faltaba!
—repetía la sultana realmente horrorizada.
—Pero, hija
—dijo el padre que a duras penas podía articular palabra ante el fuerte impacto
que le causaban las palabras de Amarzad, lo que le hacía ya dudar acerca de la
veracidad de lo que estaba oyendo—, ¿estás hablando en serio?
—Eso, eso. ¿Estás hablando en serio, hija? —preguntó
Shahinaz desesperada—. ¿Brujos y magos? ¿Qué tenemos nosotros que ver con eso,
hija?
La sultana
parecía haber perdido los estribos mientras el sultán la pedía que se
tranquilizara y que dejara hablar a Amarzad. La princesa, a su vez, no soltaba
palabra sin el consentimiento del mago Flor, que la iba dictando lo que podía
decir.
—Sí, padres, brujos y magos del mundo entero están
envueltos en este conflicto, y van a involucrarse en esta batalla. Por eso os
digo que será una contienda como nunca se haya visto en el mundo antes.
Nuriddin y su esposa no
dejaban de mirarse espantados. Tenían mil preguntas que hacerle a su hija, pero
el sultán había decidido no hacer más, porque ante el panorama que estaba
dibujando su hija, toda pregunta iba a ser más inútil aun que su respuesta.
Amarzad se dio cuenta perfectamente de que los pensamientos de sus padres les
habían colocado a ambos al borde de la desesperación, hasta el punto de que ya
todo les daba igual, como a cualquiera que vislumbra una colosal hecatombe que
le viene encima. La princesa dirigió una mirada de socorro al mago Flor y este
la dictó:
—Papá, mamá, vosotros no os preocupéis ni por los
magos ni por los brujos, pues unos se ocuparán de los otros y ni vosotros
podréis verlos ni los ejércitos. Tú, papá, céntrate en tus ejércitos, y no te
preocupes por lo demás. Y tú, mamá, no vas a detectar la presencia de magos y
brujos por ningún lado.
—¿Seguro, hija?
—Seguro, papá. Confía en mí. ¿Acaso te he defraudado
alguna vez?
—Todo lo contrario, hija.
—¿Entonces das la orden de trasladar todos tus
ejércitos a Dahab, majestad? —preguntó Amarzad a su padre en tono solemne.
—Sí, hija. Pero ¿cómo podré comunicar esta orden a
nuestras tropas en las tres fronteras, especialmente al príncipe Nizamuddin,
que es el que más tropas tiene bajo su mando? —preguntó el sultán
apesadumbrado—. Llegar hasta allí llevará días a los emisarios.
—Eso… Eso. ¿Cómo? —repetía, exasperada, la sultana,
asentando lo que acababa de preguntar su marido.
—Mis amigos se encargarán padre, no te preocupes. Lo
único que has de hacer es redactar las misivas al respecto a los caudillos de
las tropas que deben regresar, rubricadas con vuestro sello, ordenándoles
ponerse en marcha de inmediato, y haciendo constar en la misiva el nombramiento
de Burhanuddin como máximo comandante de los ejércitos, por supuesto que
siempre bajo el caudillaje de vuestra majestad, padre. También es necesario que
redactes el nombramiento de Burhanuddin Pachá en su nuevo cargo, y la
destitución de Qasem Mir, para que no quede ninguna duda respecto a quién va a
dirigir la batalla de Dahab junto a su majestad, padre. Así lo piden con
urgencia mis amigos.
—De acuerdo, hija —dijo el rey con tono de
satisfacción al haberse asegurado que todo eso iba en serio y que no estaba
solo, pues «los amigos de su hija» le iban a apoyar en los difíciles días que
se avecinaban—. Lo haremos del modo que piden tus amigos, hija, de los que no
dudamos en absoluto que son también nuestros amigos y aliados.
La sultana dibujaba una amplia
sonrisa, ya más tranquila al haber oído lo que acababa de decir su hija y al
constatar que su marido estaba confiado e incluso satisfecho.
—Que sea lo que Dios quiera,
hija —sentenció Shahinaz.
Continuará...