AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 54 (3 junio 2023)
....El monarca no supo qué responder, limitándose a
balbucir algo que ni siquiera él sabía lo que era, mientras veía alejarse a
Akbar Khan sobre su montura, al paso, estirado y altivo, lleno de confianza en
sí mismo y en su inminente futuro.
Akbar Khan, tan satisfecho de haber humillado a Radi
Shah de aquella manera, al lanzarle de sopetón, en el último instante, que
tenía prisionero a Sarwan, no se podía imaginar que había sido victima del
engaño del propio Sarwan.
Por su lado, Radi Shah, al regresar a su campamento,
comunicó a Ayub el contenido de su conversación con el sultán y la amenaza que
este le formuló utilizando a Sarwan como instrumento para amedrentarle. Ayub
insistió ante el rey en que si hubiera estado Sarwan en las manos de los
najmistaníes, estos le habrían hecho comparecer ante él, su propio hermano, para
que la amenaza tuviera una eficacia irrefutable. Eso le tranquilizó de alguna
manera a Radi Shah, quien seguía contando con dos días de plazo, lo cual le
infundía más sosiego.
Capítulo 42. Torán, Amarzad y Burhanuddin
En Qanunistán, el príncipe Torán había difundido
desde su llegada a Dahab los planes de su padre de invadir Sindistán y cuando
se enteró de que Akbar Khan había conquistado la capital, Sundos, no dejaba de
vanagloriarse de este hecho delante de todo el mundo, especialmente delante de
la familia real de Dahab y, sobre todo, en presencia de Amarzad.
El gran mago iban siguiendo, a través de su poderosa
sortija, los movimientos del sultán de Najmistán desde antes de atravesar la
frontera de Sindistán, muy interesado por las repercusiones que pudiera arrojar
para Qanunistán aquella guerra inesperada. A su vez, Amarzad iba siendo
informada por su amigo y protector de los acontecimientos en Sindistán,
llegando a ver con él la catástrofe que sufrió el ejército de Radi Shah en los
desfiladeros. Sin embargo, ambos no desvelaban en ningún momento esos
acontecimientos ante nadie, ni siquiera ante el sultán Nuriddin. Mago y
princesa, además, no veían con buenos ojos la invasión de Sindistán. El mago
Flor, además, valoraba como una tremenda injusticia la ocupación de territorios
y de pueblos ajenos, pues tanto él como los suyos de la Hermandad Galáctica
creían profundamente en que toda tropelía se paga, pronto o tarde, y solía
repetir que «Dios otorga plazos, pero no abandona».
Por su parte, el sultán Nuriddin se sintió
profundamente aliviado cuando se enteró de la conquista de Sundos, lo que
significaba la caída de uno de los tres reinos de la alianza contra su país. Al
mismo tiempo, se sentía muy agradecido a Akbar Khan y quería demostrar este
agradecimiento a su hijo, el príncipe Torán, que residía en esos días en Dahab.
Así, el sultán pedía a todos los cortesanos tratar
bien al príncipe, con toda exquisitez, aunque todos le detestaban. Nuriddin no
dejaba de pensar en la negativa de su hija a ennoviarse con el hijo de Akbar
Khan, y buscaba el momento idóneo para hablarle de este tema. Y así lo hizo.
Después de haber cenado, el sultán invitó a su hija
a unirse a él y a su madre en el dormitorio principal del matrimonio. La
sultana y su hija se sentaron en sillones forrados con una tela de brocado
grueso color púrpura con flores en lapislázuli con visibles hilos de oro, que
hacían juego con el elegante cortinaje de idénticas telas y colores.
El sultán paseó cruzando la amplísima estancia,
fijando su vista en el suelo, sin saber cómo abordar la cuestión, que le
parecía muy delicada, pues él adoraba a su hija, sabía que había dejado de ser
niña y que se había convertido en una persona cargada de cordura e
inteligencia, además de poseer unos poderes extraños sobre los que él nunca
quiso indagar y le bastaba saber que eran beneficiosos para ella, para el trono
de Qanunistán y para el reino entero.
El sultán paró en seco frente a su mujer y su hija.
—Mira, hija —dijo el sultán suavemente mirando a los
ojos de su hija que a su vez miraba al suelo—. He estado hablando del tema con
tu madre y creo que no tenemos otra salida que la de ennoviarte, de momento,
con el príncipe Torán. Luego, el matrimonio habrá tiempo para sopesarlo bien.
Estamos a punto de entrar en guerra y necesitamos a nuestros aliados, que a la
vez son nuestros mejores amigos. Yo no puedo hacerle el feo al sultán Akbar
Khan negando concederle a su hijo la mano de mi hija cuando ellos llevan muchos
años, desde que eras aún una niña, considerando que este matrimonio es cosa
hecha y que no puedes ser esposa de otro hombre que no sea su hijo, Torán.
Trata de entenderlo, hija.
Amarzad miró a su madre como pidiendo socorro, pero
Shahinaz evitó su mirada, pues no se atrevía a contarle a su marido lo de
Burhanuddin.
—¿Qué me dices, hija? ¿Aceptas el noviazgo de
momento? Luego vemos si te casas con él o no, habrá tiempo para pensarlo
tranquilamente.
El mago Flor, presente desde que Amarzad frotó su
sortija al oír la llamada de su padre, y presintiendo que quería hablar de
Torán, la susurró al oído que aceptara eso del noviazgo, porque si su padre se
enteraba de su relación con Burhanuddin, pondría a su novio en una difícil
situación y tal vez fuera motivo de que el joven pachá cayera en desgracia y
terminase en un calabozo. El gran mago la hizo comprender que era mejor no
arriesgarse por ese derrotero cuyas consecuencias podían ser nefastas para
Burhanuddin y que, incluso, podían llevarla a enfrentarse a su padre, lo que
supondría para ella una desgracia insoportable, pues él sabía cuánto le quería
la princesa. Sus palabras querían hacerla entender que tal enfrentamiento podía
acarrear el derrumbamiento de la salud y del ánimo de su padre, quien jamás
imaginaría que su adorada y única hija pudiera enfrentarse a él. Semejante
escenario sería nefasto para el inminente futuro de todo el reino, con los
invasores a punto de irrumpir en el país. El gran mago la tranquilizó,
haciéndola comprender que ser nominalmente novia de Torán no significaba en
absoluto que fuera a casarse con él, y que él mismo se encargaría de que
Burhanuddin entendiera y aceptara esa nueva situación, cuando se hiciera
realidad. Pues Torán aún no se había presentado para pedir su mano.
El silencio de Amarzad ponía nervioso a su padre y
alarmaba a su madre.
—De acuerdo, padre —dijo Amarzad con tono amable,
aunque frío, y sin apartar su vista del suelo, evitando siempre la mirada de su
padre.
El sultán no daba crédito a lo que acababa de oír,
mientras la madre giraba la cabeza hacia su hija, con los ojos como platos,
incrédula ante las palabras de su hija. Amarzad dirigió una mirada a su madre
como diciendo: «Déjalo así, madre, y no digas nada», pero Shahinaz no hacía más
que balbucir repitiendo: «¡Pero! ¡Pero!».
—¡Amarzad, hija! —exclamó el sultán—. ¿Qué has dicho,
hija? ¡Mírame, hija! —volvió a exclamar, colocando su dedo debajo del mentón de
su hija y levantando su cabeza suavemente para poder ver sus ojos.
Amarzad miró a su padre con lágrimas en los ojos.
—He dicho que de acuerdo, padre —respondió Amarzad
firme y segura—. Acepto el noviazgo, hasta que finalice la guerra, pero nada de
casarme con él.
La madre la
miraba escandalizada, pero sin articular ni una palabra más, a la espera de
poder estar a solas con su hija.
—Descuida, hija, no tendrás que casarte con él si tú
no quieres. Yo presiento que se presentará a pedir tu mano en cualquier
momento. Si esto sucede, ya tenemos la solución que ha de preservar la armonía
entre nosotros y el sultán Akbar Khan. Después de la guerra, ya veremos lo que
hacemos con esta cuestión. No será más que lo que quiera Dios, el Altísimo.
Nuriddin cogió a Amarzad de la mano y esta se
levantó fundiéndose en un largo y cálido abrazo con su padre, que la besó ambas
mejillas y la frente antes de que ella abandonara la alcoba real encaminándose
hacia sus habitaciones, acompañada por el mago Flor y por la mirada pesarosa de
su madre.
En realidad, Nuriddin, que no podía creerse que su
hija se hubiera rendido tan fácilmente, apostaba para sus adentros por el hecho
de que su hija terminaría aceptando a Torán por marido, ya que dos o tres años
de noviazgo serían suficientes para que ella se acostumbrara a él, le conociera
bien y, tal vez, se enamorara de él. Al mismo tiempo, Nuriddin no descartaba
que nada de eso fuera a ocurrir, sabiendo que su hija es lo bastante madura
como para no dejarse influenciar por él, ni por Torán, en un asunto tan crucial
para su vida. Este último pensamiento ganaba terreno en la mente del padre dado
que, hasta aquel momento, no había oído a nadie que le hubiera alabado o
ensalzado al heredero de Najmistán, todo lo contrario, todos le detestaban. Ya
en la cama, el sultán, debatiéndose entre estos pensamientos encontrados,
suspiró profundamente y elevó sus ojos al cielo confiando en que Dios elegiría
lo mejor para su amada hija.
Una vez en su dormitorio,
Amarzad lloró desconsoladamente sentada en el borde de su cama, mientras el
mago Flor permanecía junto a ella, de pie, acariciándole la cabeza en silencio,
respetando sus sentimientos, hasta que se tranquilizó.
—¿Qué le voy a decir a Burhanuddin? Le voy a causar
una gran herida —dijo ella muy afligida y en medio de una respiración muy
entrecortada a consecuencia del llanto.
—De momento, hija, no le vamos a decir nada, pues
nada ha sucedido aún. Dejemos que las cosas tengan lugar y luego actuamos, nada
de preocupaciones anticipadas, princesa. Tus padres se han adelantado a los
acontecimientos, pues todo sucedió de modo imprevisto a partir del momento en
que no le prestaste mucha atención a Torán y le dejaste a él y a tus padres con
la palabra en la boca. Si no fuera por aquella circunstancia, nadie hubiera
hablado de este tema. Así que nosotros nos abstendremos de hablar de ello, y no
dejaremos que nos preocupe, mientras ese Torán no se presente a pedir tu mano.
Preocuparse por un problema antes de que tenga lugar es preocuparse dos veces.
A Burhanuddin, como jefe de la
Guardia Real, no se le escapaba el comportamiento del príncipe Torán en sus
continuos intentos de buscar a Amarzad y procurar cualquier ocasión para encontrarse
con ella cara a cara. Tampoco le fue difícil comprender que el príncipe de
Najmistán había venido a Dahab solo por estar cerca de Amarzad, pues sus diez
mil caballeros y soldados no resolvían nada en la defensa de Dahab si esta era
atacada por un enorme ejército como el que se esperaba, y tampoco era necesaria
su presencia hasta entonces, todo lo contrario, pues suponía para el gran
caudillo, Qasem Mir, un verdadero quebradero de cabeza tanto por la falta de
espacio adecuado para su ubicación como por las continuas exigencias y quejas
de sus caudillos, incluido el mismo Torán, quienes se comportaban recordando
siempre a los qanunistaníes que les estaban haciendo un favor, que se estaban
sacrificando por ellos, y que, por lo tanto, debían ser atendidos como les
correspondía, con sumo agradecimiento y generosidad.
A Burhanuddin le molestaba sobremanera que Torán
estuviera presente en el Palacio Real la mayor parte del día, como si no
tuviera otra cosa que hacer que estar pendiente de los movimientos de Amarzad,
quien, a su vez, detectaba su presencia en el palacio y en los lugares por
donde se movía en el recinto palatino, para evitar en todo momento cualquier
encuentro con él. El hecho de que las muy escasas veces que Torán alcanzaba ver
a Amarzad fuesen casi siempre de lejos le crispaba al príncipe de Najmistán y
le sacaba de quicio.
Acuciado por la curiosidad, Torán agarró un día a
Noruz mientras este pasaba a su lado en el salón donde se recibían los
huéspedes nada más pasar la imponente puerta principal del palacio. En este
gran salón y otras partes de la planta inferior del palacio, deambulaba Torán
varias horas al día acechando a Amarzad y entablando conversaciones con unos y
otros, a veces con el propio sultán y otras con la sultana.
—Oye, Noruz —exclamó Torán agarrando a este del
brazo—, ¿a qué se debe que a Amarzad casi nunca se la ve moverse por el
palacio? ¿Es que pasa todo el día, todos los días, en sus habitaciones?
A Noruz no le gustó nada la pregunta de Torán, pero
recordó la insistencia del sultán de que todos los que trabajan en el palacio
debían tratarle de la mejor manera posible y con mucha cortesía.
—No, alteza —contestó Noruz poniendo en sus labios
una sonrisa impostada—. Lo que pasa es que la princesa se mueve por otros
lugares del palacio y de los jardines palaciegos sin pasar por esta planta.
A Torán las palabras de Noruz le sentaron como una
puñalada en el costado. «O sea, que ella evita encontrarse conmigo», pensó
amargamente.
—Pero —continuó Torán evitando que Noruz continuara
su camino, sin soltar su brazo, y sin apretar mucho su mano— ¿no debes tú
acompañarla cuando ella sale del palacio, en calidad de jefe de la Guardia
Real?
Noruz miró a Torán extrañado, al comprender que este
no se había enterado aún de los cambios habidos en la jefatura de la Guardia
Real.
—No, alteza, de eso se encarga el nuevo jefe del
cuerpo, el pachá Burhanuddin.
—¿Co…, co…, cómo? —tartamudeó Torán antes de acertar
a formular su brevísima pregunta—. ¡¿Ese Burhanuddin es ahora el jefe de la
Guardia Real?! —exclamó el príncipe escandalizado.
—¡Sí, alteza! —exclamó Noruz
extrañado de la manera con la que le hablaba Torán y mientras liberaba su brazo
de la garra del príncipe—. El pachá ya era jefe del cuerpo antes de salir con
la embajada de la princesa a Nimristán y yo ocupé su lugar en su ausencia,
provisionalmente.
A Torán le molestaba el cariño y el respeto que
Noruz ponía en sus palabras al referirse a Burhanuddin, especialmente cuando se
refería a él con eso de «el pachá».
—¿Quieres decir con eso que
Burhanuddin suele acompañar a la princesa en sus paseos por los jardines
palaciegos?
—Claro, alteza, es su deber —contestó Noruz,
contundente y sonriente.
Noruz se alejó de Torán para seguir con sus
quehaceres mientras el príncipe se quedó absorto en unos pensamientos que le
carcomían de rabia. «¿Ese don nadie es pachá? ¿Cómo puede ser eso? ¿Cuándo
habrá hecho méritos para alcanzar el rango de pachá siendo tan joven? ¡Debe de
ser de mi misma edad!», hablaba Torán consigo mismo, apretándose los dientes.
Torán se había fijado en Burhanuddin en la fiesta
palaciega de recibimiento de la embajada que regresaba de Nimristán, en la que
la princesa y el joven pachá no dejaban de hablar, siempre por iniciativa de
Amarzad, quien luego le despreció a él no prestándole ninguna atención. Desde
aquella noche, el príncipe de Najmistán empezó a sentir un profundo desasosiego
centrado en la figura de Burhanuddin, embargándole paulatinamente la sensación
de que el pachá le disputaba la atención y el amor de Amarzad. Tras haber hablado
con Noruz, empezó a comprender por qué el joven pachá había rehuido varias
veces, al verse ambos de lejos en el interior del palacio, encontrarse con él
de cerca o conversar con él.
El príncipe no sabía cómo
salvar este escollo con el que había empezado a tropezar y de cuya existencia
no tenía la más mínima idea cuando compareció la primera vez en el Palacio Real
de Dahab colmado de esperanzas y anhelos en torno a la imagen de Amarzad, que
en su mente había bordado con hilos de oro, incitado por su madre, la sultana
Samira. De repente, se había topado con una princesa altanera y distante, de
carácter y resolución que superaban en mucho a su tierna edad, y que a la vez
prodigaba atención, sin disimulos, a otro joven, que, «aunque no le alcanza a
él en linaje y alcurnia, —se decía— no parece menos que él, la verdad sea
dicha, en belleza, fortaleza y orgullo». Le había visto moverse por el palacio
con su estatura imponente, su complexión esbelta, su mirada altiva, su caminar
ágil y erguido, vestimenta elegante y lujosa, con su alfanje dorado al cinto y
una daga cuyo puño con incrustaciones de piedras preciosas se asomaba junto a
su costado izquierdo. Torán había visto en dos ocasiones cómo el sultán hablaba
muy amigablemente con Burhanuddin en la planta superior del palacio, donde a él
le era vetado subir por tratarse de la planta privada de los miembros de la
familia real a donde solo podía acceder la Guardia Real. Estaba claro que ese
joven pachá gozaba de la plena confianza del sultán.
A Torán no le quedaba ante esta coyuntura salvo una
de dos, o se enfrentaba a Burhanuddin abiertamente o procuraba su amistad,
aunque en ambos casos los resultados le parecían inciertos y difusos. «Tal vez
pueda yo ganarle a mi lado, entablar una buena amistad, y después sincerarme
con él acerca de mis intenciones respecto a Amarzad», pensaba el príncipe de
Najmistán con el ceño adusto, totalmente ido, tratando de tramar un plan. Y así
estuvo todo aquel día, y sin pegar ojo toda la noche, paseando entre su
dormitorio y la enorme terraza del palacete donde estaba instalado. «¿Y si
resulta que él la ama y ella a él, según parece?», se atormentaba Torán
planteándose esta amarga e insoportable probabilidad, mientras escudriñaba las
estrellas como implorando una solución. «En este caso —se decía exasperado—
habrá que recurrir a ardides y tretas, sea desde dentro de su amistad, sea en
desafíos cara a cara con él». Torán era un personaje fatuo y desmedidamente
ambicioso de poder y gloria, y no iba a permitir a Burhanuddin, ni a nadie, interponerse
en su camino hacia Amarzad y hacia el imperio soñado.
Al día siguiente, Torán llamó a Murad Thakur, su
lugarteniente y le pidió invitar a cenar, al día siguiente, a los principales
caudillos de su tropa y a Qasem Mir, Noruz, Burhanuddin y a unos cuantos más de
entre los lugartenientes de Qasem.
—Dígales que será una cena de fraternidad entre los
caudillos de ambos bandos coaligados, para mejor conocimiento y cooperación
entre ellos. Especifícales también que asistirá el propio sultán.
—Pero, alteza —dijo Murad Thakur, cauto—. Primero
hay que asegurarse de que el sultán acepta la invitación.
—La aceptará —le increpó Torán—. Yo me encargaré de
ello. Y si por lo que sea no puede acudir, los demás invitados no lo sabrán
hasta que no estén aquí reunidos.
—¿A qué viene esta reunión y esta cena, alteza? —se
atrevió a preguntar Murad Thakur, que no tenía miedo alguno del príncipe aun a
sabiendas de sus malos modales, pues era un gran militar y le doblaba en edad.
Torán le miró con sonrisa
malévola, pero sin decir nada.
—Alteza —volvió a hablar Murad Thakur—, sabéis que
mi señor, vuestro padre, el sultán Akbar Khan, que Dios le dé larga vida, me
envió con vuestra alteza para aconsejarle y orientarle en caso de surgir
dificultades, y yo me huelo que aquí hay algún problema que vuestra alteza
intenta resolver celebrando este banquete.
Torán miró
a Murad Thakur de arriba abajo. No le cabía duda de que estaba ante un hombre
poderoso, que gozaba de la amistad y de la inquebrantable confianza de su
padre.
—Se trata del jefe de la Guardia Real, Burhanuddin
Pachá. Es un gallito insensato que se interpone entre la princesa Amarzad y yo
—se sinceró Torán ante su lugarteniente para deshacerse del gran peso que le
oprimía el pecho, con la esperanza de encontrar con Murad Thakur una solución.
El militar captó enseguida las intenciones del
príncipe.
—Una de dos. O pretendéis retarle abiertamente ante
los invitados, poniendo en duda su lealtad al sultán al haber atrapado a la
princesa en sus redes amorosas, o pretendéis convertirlo en amigo de su alteza
para poder evaluar mejor la situación y ver después cómo abordarla.
Torán, que escuchaba muy atento, miraba a su
lugarteniente, impresionado ante su sagacidad y astucia.
—Sorprender al sultán con un
tema tan desagradable, así, delante de los demás, no sería buena idea, pues no
son modales de príncipes —dijo Torán como pensativo—. Tampoco lo sería desafiar
abiertamente a un huésped mío que yo haya invitado a mi casa. Eso disgustaría
aún más al sultán, quien respeta mucho a ese chico, según he observado.
—Entonces tenéis que escoger la solución de ganaros
su amistad —puntualizó el militar.
—Efectivamente, es lo que pretendo, excelencia
—contestó el príncipe algo aliviado al haber encontrado en su consejero
comprensión y ayuda.
—Sí, alteza. ¿Y luego qué? —quiso indagar Murad
Thakur frunciendo el entrecejo.
—Eso se lo contaré cuando esa amistad se haya
convertido en realidad. De momento, vaya repartiendo las invitaciones. Yo iré
en busca del sultán.
Lo que Torán no sabía hasta aquel momento era que
Amarzad, a la mañana siguiente de haber prometido a su padre aceptar, a
regañadientes, el noviazgo con Torán, y después de haber explicado a su madre,
ante el escándalo de esta, sus intenciones respecto al príncipe de Najmistán,
fue en busca de Burhanuddin. Le encontró esperándola en la escalera que desde
la planta alta del palacio lleva a los jardines palatinos privados.
—Querido Burhan —que era como le llamaba a menudo,
especialmente cuando sentía ternura hacia él o cuando quería abordar con él un
tema difícil.
El joven pachá intuyó enseguida que Amarzad tenía
algo importante que decirle, algo que la preocupaba profundamente.
—Dime, querida Amarzad —respondió mirando el suelo,
con las manos enlazadas detrás de la espalda mientras iniciaban su paseo
acostumbrado—. Parece que algo te preocupa —añadió.
—Pues sí, has acertado, querido Burhan —dijo ella,
manteniéndose acto seguido en silencio.
Al oír su respuesta, un pesado desasosiego asaltó el
corazón del joven, plantándose de inmediato delante de sus ojos el detestado
rostro del príncipe Torán. Llevaba días con la sensación de que una neblina de
humo negro se había apoderado de sus sentidos, desde que Noruz le contó, a su
regreso de la embajada junto con Amarzad, que el príncipe de Najmistán no
paraba de preguntar sobre ella desde su llegada a Dahab, pocos días antes.
Luego, cada vez que Torán volvía a preguntar a Noruz por la princesa, este se
lo comunicaba a Burhanuddin. Sin embargo, el joven pachá nada podía hacer ante
esa nueva situación, máxime cuando era consciente de que el propio sultán
quería complacer a Torán y pedía insistentemente a todos los cortesanos
tratarle con esmera hospitalidad y respeto, exigiéndoles que le toleraran y
pasaran por alto sus maneras algo hoscas y agrias.
—¿Se trata del príncipe Torán? —preguntó él
aparentemente impertérrito, sin detener sus pasos, y sin dejar de mirar al
suelo en un intento de ocultar sus auténticos y agitados sentimientos.
Amarzad, que detectaba al pie de la letra lo que se
debatía en la mente de su novio, detuvo sus pasos, y ya que habían llegado a un
lugar de los jardines donde nadie los podía ver, cogió a Burhanuddin de ambas
manos. Este levantó los ojos y la dirigió una mirada que cargó de indiferencia
y normalidad, cuando sus sentimientos eran todo lo contrario, lastrados de
preocupación y desconfianza hacia el futuro inmediato.
—Amado Burhan, tú sabes de
sobra que no hay fuerza en este mundo capaz de obligarme a desprenderme de tu
amor. Así que despréndete tú de toda desazón en lo que a mí respecta y
preocúpate solo de no perder nunca la confianza en ti mismo, en nuestro amor y
en nuestro futuro juntos.
Burhanuddin no pudo más que sonreír al oír las
palabras de su amada, pero esta continuó hablando:
—Sin embargo, amado mío, ha surgido un problema.
—¿Problema? ¿Qué problema? —se apresuró Burhanuddin
a preguntar, interrumpiéndola.
—Tuve que prometer a mi padre
que si Torán se presenta a pedir mi mano, yo aceptaría tal petición, pero sin
cambiar absolutamente nada de mi trato hacia él y sin que eso signifique en
absoluto que me vaya a casar con él.
—¡Pero! ¡Pero! —pudo exclamar, balbuciendo, el joven
pachá, al oír aquello, preso de una demoledora sorpresa.
—Tranquilo, Burhan —susurró ella apretando sus manos
con las suyas—. Mi madre sabe lo nuestro y lo acepta. Pero no tuve más remedio
que consentir este acuerdo con mi padre, ya que de ello puede depender la
garantía de que el sultán Akbar Khan estará de nuestro lado en la guerra que se
avecina. Si yo rechazo su petición de mano, nuestra alianza con Najmistán puede
venirse abajo. Entiéndelo, Burhan, por favor, querido.
Burhanuddin quedó pensativo, sin dejar de mirar a su
novia, percibiendo su mirada limpia y su amor desbordante hacia él. Lo que le
acababa de decir la princesa acerca de la aceptación de la sultana Shahinaz de
los sentimientos de su hija hacia él le sonó a música celestial, pues
significaba que tenía la mitad del camino recorrido en lo que atañía a su sueño
de llegar a casarse con su amada. El mago Flor estaba de pie detrás de él, y no
se había separado de ellos desde que iniciaron su paseo, tal como había
acordado con Amarzad para ayudarla en esa misión tan difícil de convencer al
joven pachá.
—Me parece bien, querida Amarzad. Creo en cada
palabra que dices y confío en ti de modo absoluto. Nada podrá enturbiar nuestro
amor, ni siquiera este príncipe, ni mil príncipes más.
Amarzad sintió cómo se despojaba de una mole que la
aplastaba el pecho, pues nada en el mundo merecería la pena para ella si el
hombre que amaba tuviera la más mínima duda acerca de su amor.
Continuará...