AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 44 (23 febrero 2023)
....... Además, recuerda que las sonrisas forman parte de
nuestras creencias, se equiparan a dar limosna, y que yo sepa, tú eres generoso
en cuestión de limosnas, así que no seas tan parco en sonrisas.
—Procuraré tenerlo en cuenta,
padre. Se lo prometo —respondió el príncipe solo para llevar la corriente a su
padre, pues él nunca tuvo conciencia de que maltrataba a nadie.
—Ahora vamos a dar esta noticia a tu madre y dar por
zanjado este asunto de la princesa Amarzad —aseveró el sultán mientras abarcaba
con su brazo derecho ambos hombros de su hijo y los dos reanudaban el paseo
tranquilos y felices.
—Pero si mi madre lo tiene por zanjado hace tiempo ya
—respondió el príncipe reprimiendo su risa.
—Eso no tiene importancia, hijo, nada está zanjado
hasta que lo decide el sultán, o sea, tu padre, quien, lógicamente, tiene la
última palabra —alcanzó a decir Akbar Khan antes de interrumpirle Torán.
—¿Eso ocurre incluso en casa, padre? —preguntó Torán
en tono chistoso.
—Sí, y tú lo sabes, hijo,
siempre tengo la última palabra en mis discusiones con tu madre —dijo Akbar
Khan fingiendo hablar en serio, cuando ambos hablaban en clave de humor, a la
que estaban acostumbrados ambos, en privado.
—Sí, sí, claro que lo sé. E incluso conozco esa
«última palabra» —siguió Torán manteniendo ese tono burlesco.
—¿Ah, sí? ¿La conoces? —preguntaba el rey a su hijo,
estirando el cuello y haciendo una mueca con la boca en señal de no creérselo,
siempre con ese retintín guasón.
—«Será lo que tú quieras», esa es tu última palabra
siempre, padre, cuando terminas de discutir con mi madre —dijo Torán entre
risas, mientras ambos se encaminaban ya a ver a la sultana Samira, y sin que el
padre moviera su brazo de los hombros de su hijo, ambos de parecida estatura y
con las espaldas erguidas, la cabeza en alto, riéndose felices. Los guardias
que los custodiaban podían oír sus carcajadas.
Ni padre ni hijo sospechaban lo más mínimo, en medio
de aquella felicidad, lo que les escondía el destino en días venideros, que no
habían de demorarse en llegar; tal como a veces ocurre en la vida de muchas
personas.
Durante la cena Akbar Khan, su esposa y su hijo
mayor acordaron que los padres viajarían a Qanunistán acabada la guerra, para
formalizar el noviazgo de Torán y Amarzad, aunque la idea no acabó de convencer
del todo a Samira, que pensaba que no había que demorar el asunto, sino
acometerlo de inmediato. En realidad, la sultana Samira no acababa de asimilar
de buena gana la manera con la que su marido y su hijo pensaban llevar este
asunto, e intentó convencer a Akbar de que su decisión de enviar a su hijo a
Dahab era un error garrafal, por los peligros que entrañaba para su hijo. Aun
así, ella evitó entrar en discusiones fuertes con ambos durante la cena, en
presencia de sus otros hijos y de los sirvientes y doncellas que les atendían a
la hora de cenar.
Una vez que el matrimonio se recogió en sus
aposentos, Samira volvió a la carga.
—Yo opino que mejor que acompañe yo a Torán en su
viaje a Dahab, donde me encargaría de pedir la mano de Amarzad a sus padres, ya
que tú estarás ocupado en tu campaña de Sindistán.
—No, querida esposa. Eso no creo que sea una buena
idea, los sultanes de Qanunistán no están ahora como para que vayas a
distraerlos con ningún tema que no sea el de la preparación del país para
rechazar la invasión esperada. Además, quedaríamos mal delante de ellos
abordando este tema en estos momentos tan difíciles.
—Pero…, y si Qanunistán es
sometida en esta guerra y si los sultanes de Dahab ya no son sultanes tras de
la derrota, e incluso quién sabe si seguirán vivos o no en caso de no salir
victoriosos, Dios no lo quiera —inquirió Samira.
—Samira —respondió Akbar, algo
cansado del empecinamiento de su mujer, pues ya habían hablado de este mismo
asunto durante la cena—, si eso llegara a ocurrir de verdad, tampoco sabremos
si entonces Amarzad o Torán seguirán vivos. No olvides que tu hijo estará
defendiendo Dahab junto al sultán Nuriddin cuando llegue el momento. Dejemos
pasar esta maldita guerra y luego todo se hará a su debido tiempo, y ojalá
suceda en medio de la inmensa felicidad que supondrá nuestra victoria sobre los
enemigos.
—Ya sabes lo que opino del envío de nuestro hijo a
luchar en Dahab —insistió Samira—. Es una locura, ya que la que se avecina es
una guerra de grandes dimensiones y no simples escaramuzas como las que nuestro
hijo está acostumbrado a comandar.
—Es precisamente lo que necesita
nuestro hijo para ser digno de un trono como el de Najmistán, una gran batalla,
en la que se convertiría en un hombre hecho y derecho, capaz de conducir a toda
una nación —atizó Akbar Khan en un tono de hartazgo—. Y si estás insinuando que
temes perderle en el curso de la gran batalla de Dahab, te recuerdo que somos
creyentes y es parte de nuestra fe creer que cada ser humano tiene su hora
marcada desde que está en el vientre de su madre…
—Ya, ya,
pero… —era todo lo que alcanzaba a pronunciar Samira en su intento de
interrumpir a su marido, que hablaba cual caballo desbocado campo a través,
anticipándose a lo que iba a decir su esposa y zanjando el tema
definitivamente.
—Te dije ya varias veces que su
viaje temprano a Dahab le dará ocasión a que le conozcan allí tanto el sultán
Nuriddin como la sultana Shahinaz, así como Amarzad —continuaba Akbar Khan, sin
levantar la voz—. ¿Quieres que vayamos a pedir la mano de una princesa para
nuestro hijo sin que ambos se conozcan previamente? No hablamos de cualquier
matrimonio, es un asunto de Estado, Samira. Quien sabe lo que puede deparar
este matrimonio para el futuro, de fuerza y grandeza para nuestros dos países.
Incluso pueden llegar a unificarse y convertirse en un solo reino.
Samira veía que los razonamientos de su marido eran
del todo correctos y cuerdos, pero lo único que le importaba a ella era la vida
de su hijo, pues quién sabe qué le podía ocurrir en una batalla tan cruenta,
defendiendo Dahab, y sin que Amarzad, esa chica que la había deslumbrado, se hubiera
convertido siquiera en la novia de su hijo, no ya su esposa.
—Pero yo quiero tener la garantía de que defendiendo
nosotros a Dahab, lo hagamos a sabiendas de que nosotros y la familia real de
allí somos una sola familia —soltó la sultana Samira, sin importarle el modo
concluyente e irrefutable con el que su marido había pronunciado sus últimas
palabras, queriendo así acabar la discusión, que transcurría sin que levantara
la voz ninguno de los dos—. ¿A qué si no vamos entonces a arriesgar la vida de
nuestro hijo, de nuestros príncipes, caballeros y soldados, sin haber
formalizado antes este noviazgo?
Al sultán le exasperaba verse atrapado de nuevo en
medio de aquella discusión bizantina que él y su mujer ya habían mantenido
anteriormente casi de modo idéntico, pero con la novedad ahora del viaje de
Torán a Dahab en misión militar. Sin embargo, conseguía templar sus nervios.
—Samira, cuántas veces me dijiste lo mismo y cuántas
veces te contesté que nuestra alianza con Qanunistán nada tiene que ver con el
noviazgo o casamiento de Torán con Amarzad.
—Sí, ya, pero ahora está en juego la vida de nuestro
hijo y tu heredero.
—Nuestra alianza con Qanunistán se remonta a la
época de mis antepasados y los del sultán Nuriddin, y no cambia nada el hecho
de que hayamos pensado últimamente, desde que volviste a ver a Amarzad en
Dahab, en pedir su mano para Torán, tanto si este propósito prospera como si
no.
Samira, muy preocupada desde que se enteró de la
resolución de enviar a su hijo a la cabeza de una tropa para participar en la
defensa de Dahab, seguía sin dar su brazo a torcer, crispada ella y crispando a
su marido, quien de ninguna manera era de los que terminaban una discusión con
nadie con aquello de «lo que tú quieras» a lo que aludía Torán bromeando en su
conversación con su padre a la puesta del sol, máxime cuando se trataba de
asuntos tan graves como el que estaba discutiendo en aquellos momentos con su
esposa, a solas.
—Pues, Akbar, si de verdad te interesa el futuro de
ambos reinos, como dices, hazme caso y pon como condición de nuestra alianza con
Qanunistán, el matrimonio de nuestro hijo con la hija de ellos —soltó Samira,
de nuevo, como si tal cosa, y arriesgándose a que el sultán perdiera los
nervios del todo ante esa propuesta que ella sabía que era descabellada a ojos
de su marido.
Akbar Khan, ya en la cama,
mientras ella no dejaba de dar vueltas de un extremo a otro de la amplísima
habitación, cerró los ojos e hizo como que no la había oído. Ella, al ver que
no la hacía caso, y segura de que no estaba dormido, fue hacia él y le sacudió
por el hombro.
—Akbar, ¿no me oyes? —preguntó ella.
El sultán, ante tanta
insistencia se enderezó en su cama, sentado.
—Escúchame, Samira —dijo el sultán muy tranquila y
firmemente, como dando por terminada la discusión—. Comprendo perfectamente tu
preocupación por Torán, pero acuérdate de lo que te dije muchas veces: solo nos
ocurre lo que tenemos ya escrito en la tabla del destino. Y ten por zanjado que
no seré yo quien traicione la alianza con el sultán Nuriddin, presentando ahora
condiciones que nunca hemos hablado antes, aunque me cueste la vida a mí y a mi
hijo. No soy de aquellos que traicionan lo pactado. ¿Acaso te olvidas, Samira,
de que soy creyente y que los que traicionan los acuerdos o los compromisos son
considerados, según nuestros principios,
peores que las más abominables bestias?
Samira se quedó mirando a su marido, mientras este
volvía a acostarse, tapándose la cabeza, con lo que ella finalmente entendió
que la discusión había terminado por aquella noche.
Mientras, en otra habitación no lejos de aquella,
Torán, acostado boca arriba, con las manos entrelazadas debajo de su cabeza, y
con la mirada fija en el techo repleto de arabescos de distintos colores, no
dejaba de dar rienda suelta al indomable caballo de su imaginación, impaciente
a la espera del día de partida rumbo a Dahab, y dibujando toda clase de bellas
imágenes de Amarzad, a la que amaba locamente sin haberla conocido aún. Para
él, y como le había dicho su madre mil y una veces, era la chica más hermosa de
la Tierra.
Capítulo 35 Sindistán
legado el día señalado,
Torán se despidió de su familia a
pesar de que la firme y reiterada oposición de su madre no había servido para
cambiar las cosas. El príncipe Torán, muy orgulloso y feliz, salió a la cabeza
de una tropa de diez mil hombres rumbo a Dahab, siempre en dirección al sur. Se
trataba de la misión militar más importante de su vida, con la añadidura de que
le abría amplios horizontes para relacionarse con la familia real de Dahab y
afianzar sus lazos con ellos y, en especial, con su adorada y desconocida
Amarzad, quien colmaba su imaginación, su corazón y sus anhelos. En realidad,
Torán albergaba grandes sueños que no había desvelado ni a sus padres. Se
dejaba construir, en su imaginación, un futuro en el que él reinaría sobre un
solo imperio, formado por Qanunistán y Najmistán, y ¿por qué no? Sindistán, lo
que le embriagaba, literalmente, y dejaba volar sus pensamientos hasta
acariciar la imagen de un gran imperio que incluyera a más reinos que serían,
«seguramente», pensaba, conquistados por él. Todo dependía de que Amarzad le
aceptara, le amara y se convirtiera en su esposa.
Ni el joven ni sus padres
tenían la más mínima idea sobre la existencia de Burhanuddin en la vida de
Amarzad, ni había llegado a sus oídos quién era Amarzad en realidad, pues
seguían pensando que se trataba de una princesa muy joven, muy bella y madura
de carácter.
El mismo día, gran parte del ejército de Najmistán,
encabezado por el propio sultán, Akbar Khan y su hermano, el príncipe Shahlal,
partió rumbo a la zona norte de la frontera con Sindistán, en dirección a
Sundos, su capital, mientras el caudillo jefe del ejército, Zafar Pachá,
emprendía la marcha a la cabeza de una gran tropa en dirección a la zona sur de
la frontera, poniendo así en ejecución el plan trazado en la reunión celebrada
unos días antes.
Al sultán no le cabía ninguna
duda de que aquella campaña militar que abordaba era peligrosa y muy
arriesgada, dado que suponía enfrentarse directamente a los dos aliados de
Sindistán, que contaban con dos temibles ejércitos. «Si somos derrotados en
esta campaña, será mi fin y el fin del reinado de mi familia, y si salgo
victorioso y luego la alianza tripartita sale victoriosa en Qanunistán, también
sería el final de mi reinado y el de mi familia», pensaba el sultán mientras
cabalgaba al frente del ejército dejando a su capital, Rastanpindi, detrás de
sí. Estos pensamientos casi le hacían temblar y le instaban a aferrarse a otros
pensamientos más positivos. «Por eso tenemos que salir victoriosos de ambas
guerras, y por eso también tenemos que golpear a Sindistán ahora, mientras
Qadir Khan y sus aliados están ocupados con la boda y los festejos
consiguientes».
A Akbar Khan le poseía en aquellos momentos, como en
todos los días y las noches desde su regreso de Sundos, cabizbajo, al fracasar
su embajada ante Radi Shah, una única obsesión, convertida en su principal
aliciente para emprender aquella guerra contra sus vecinos de Sindistán, y era
la del convencimiento de que, en realidad, al atacar e invadir ese país, lo que
hacía era poner la primera piedra en el futuro imperio de su hijo Torán. Esta
obsesión, inconfesable, que le ponía, sin que él lo supiera, en la misma órbita
de aspiraciones que su hijo, empezó a germinar en su cabeza mientras llegaban a
sus oídos las insistentes palabras de su esposa acerca de la necesidad de darse
prisa en pedir la mano de la princesa Amarzad. Es verdad que este tema había
sido tocado alguna vez entre él y su esposa, así como también con los sultanes
de Qanunistán, especialmente en su último encuentro, cuando tanto él como
Samira se quedaron embelesados por la belleza y la cordura de esa jovencita.
«Pero, la verdad sea dicha, nunca tomé este asunto en serio, hasta que Samira
empezó a insistir sobre ello», seguía pensando el sultán mientras cabalgaba
marchando hacia la frontera junto a su hermano. «Si mi hijo va a ser el próximo
rey de Qanunistán, debo garantizar que la invasión tripartita fracase, y para
contribuir decisivamente a este fracaso y a la construcción del imperio de mi
hijo, tengo que apoderarme del trono de Sindistán».
En las largas conversaciones surgidas, mientras
cabalgaban, entre Akbar Khan y el príncipe Shahlal, un hombre este sabio y
cabal, ambos llegaron a la conclusión de que lo que debían hacer al conquistar
Sindistán era simplemente acabar con la dinastía gobernante allí, y que «para
que esto suceda —decía Shahlal— la invasión debe evitar provocar el odio del
pueblo, de los príncipes y de los nobles del país contra nosotros. Tiene que
ser una invasión dirigida solo a destronar a Radi Shah». Akbar Khan apoyaba
plenamente las palabras de su hermano, unos años menor que él.
Después de
algunos días de marcha, el ejército que se dirigía a Sindistán acampó a una
distancia de un día de marcha de la frontera con ese país. A lo largo de
aquella frontera había siempre destacamentos militares najmistaníes
vigilándola.
Por su parte, la gran tropa de Zafar Pachá inició su
planificada infiltración en el territorio sindistaní, al sur del país, una zona
montañosa y selvática en algunas partes, naturaleza esta que facilitaba la
labor de camuflaje y ocultación, guiada siempre por exploradores conocedores de
la zona como la palma de sus propias manos. Tres días más tarde, ya habían
tomado posiciones claves en la retaguardia de las fuerzas enemigas, lo que les
permitía impedir en gran medida sus movimientos en dirección a Sundos, o sea,
en dirección norte. El plan marchaba tal como se había concebido, sin
contratiempos y sin que las tropas de Sindistán se percataran lo más mínimo de
que estaban siendo emboscadas dentro de su propio territorio.
Por su parte, Akbar Khan,
recibía de sus hombres en Sundos la noticia de la marcha de Radi Shah rumbo a
Zulmabad para asistir a la boda de Gayatari y Bahman, por lo que ordenó el
levantamiento del campamento y el inicio del avance hacia la frontera de
Sindistán.
Antes de que esto ocurriera, el
sultán había ordenado a sus caudillos, convocados a su pabellón real, que
cuidasen y mucho de que sus caballeros y soldados no atacasen a ninguna persona
que no se enfrentara a ellos con armas en la mano.
—Invadiremos Sindistán porque
ellos se preparan para invadir a nuestros aliados en Qanunistán, y si salen
victoriosos de esa invasión, lo más probable es que nos invadan a nosotros
—dijo el sultán, sentado en su trono de campaña, arengando a una cincuentena de
sus más destacados caudillos, entre ellos príncipes, nobles y pachás—. Yo he
ido a negociar con Radi Shah para persuadirle de que no participe en la
invasión de Qanunistán, a sabiendas de que los najmistaníes somos aliados
históricos de Dahab y que nunca los dejaremos solos, como ellos nunca nos
dejaron solos cuando los hemos necesitado. Sin embargo, Radi Shah me trató a mí
y al gran visir de Qanunistán, Muhammad Pachá, de una manera tan denigrante como
nunca habría imaginado, despreciando miserablemente nuestros argumentos.
—Esto es intolerable. ¡Viva el sultán Akbar Khan!
¡Abajo el rey Radi Shah! —le interrumpieron, exclamando, algunos de los
presentes.
—Hemos decidido invadir este país porque la guerra
con ellos se avecina irremediable, una guerra anunciada reiteradamente por
ellos, lo que no estamos dispuestos a tolerar, ni estamos dispuestos a esperar
a que ellos lleven a cabo sus insistentes amenazas mientras nosotros esperamos
con los brazos cruzados, por lo que hemos decidido tomar la iniciativa y sorprenderlos.
Así le daremos una lección a ese engreído de Radi Shah que no habrá de olvidar
nunca jamás, devolviéndole con creces la afrenta que nos propinó; eso es en
caso de que salvara la vida.
El monarca se calló por unos instantes, lo que sus
caudillos aprovecharon para lanzar más vivas y vítores.
—Os preguntareis sobre nuestros
objetivos en esta invasión preventiva que estamos a punto de iniciar —dijo el
sultán retomando la palabra—. Precisamente por eso os he reunido ahora aquí. He
preferido retrasar este encuentro con vosotros hasta el momento antes de cruzar
la frontera de nuestros enemigos para que estén presentes y frescos en vuestras
mentes los objetivos que perseguimos en Sindistán, y lo que queremos obtener
allí. Entramos en Sindistán para conquistar el país, acabar con su rey y poner
fin a su dinastía. Esos son nuestros objetivos, concretos y diáfanos. No
queremos, en absoluto, aniquilar al pueblo, ni saquear sus bienes ni sus
riquezas. Sabemos de sobra que Radi Shah es un tirano y que es odiado por la
mayor parte de su pueblo e incluso por los nobles y parte de la propia familia
real. Por lo tanto, tenemos que procurar que el pueblo esté de nuestra parte,
ayudándonos a destronar a Radi Shah y su familia, y la única manera que tenemos
para lograrlo es no maltratar al pueblo, de ninguna de las maneras. ¿Ha quedado
claro?
—¡Está claro, majestad! —exclamaron casi todos. El
sultán continuó—: Así que no quiero que ninguno de los caballeros y soldados
que están bajo vuestro mando realice ataque ninguno o agresión ninguna que no
esté encaminada a alcanzar nuestros objetivos concretos, muy concretos. Si esto
ocurre no lo perdonaré y responderéis personalmente ante mí de cualquier desmán
o exceso contra la población o contra sus bienes.
El sultán dijo esto último muy seria y firmemente,
dirigiendo a sus caudillos, casi uno por uno, una mirada que no dejaba ningún
lugar a dudas del pleno significado de lo que acababa de decirles.
—Sí, majestad... Entendido majestad... A la orden,
majestad —se oía decir por todas partes en el pabellón real.
—Repito
—insistió el sultán—, serán Vuestras Altezas y Excelencias responsables ante mí
de cualquiera abuso o atropello a la gente inocente, a viejos, mujeres, niños,
animales o plantas, o a viviendas, mercados o templos. Ponedlo pues en conocimiento de vuestros
subordinados, con la misma claridad y contundencia que lo acaban Vuestras Altezas
y Excelencias de oírlo de mí, y que estos no dejen un solo caballero ni soldado
sin comunicárselo, con idéntica firmeza, sin contemplaciones. No somos ni
bárbaros ni criminales. ¿Entendido?
Dicho eso, el sultán hizo una
señal con la mano, permitiendo a todos abandonar el pabellón para ir a
comunicar a sus lugartenientes y subordinados las órdenes del sultán. Sin
embargo, este ordenó quedarse a sus tres principales lugartenientes, el
príncipe Shahlal, principal hombre de su confianza a todos los niveles,
encargado del mando directo del ejército en aquella campaña; Faraz Mirza, un
noble de los más allegados al rey, encargado de mandar el flanco derecho de
aquel ejército, y Furqan Agha, otro noble del círculo estrecho del sultán, a
quien este encargó mandar el flanco izquierdo. El haz medianero del ejército
quedaba a cargo del propio príncipe Shahlal. Esta división del ejército quedó
establecida así en prevención de verse las tropas envueltas en una batalla
inesperada durante su marcha hacia Sundos, pues nunca se sabía qué podía tramar
el enemigo de tácticas de guerra y sorprender así a las tropas de Najmistán.
El rey se levantó de su trono de campaña y formó con
los tres hombres una especie de corrillo, todos de pie.
—He pensado en que uno de vosotros tres debe ser el
próximo rey de Sindistán —les soltó el rey de sopetón cogiéndoles por sorpresa,
pues nunca antes había hablado de tales extremos. Los tres permanecieron
callados, sin saber qué decir, a la espera de que el sultán arrojase más luz
sobre esta nueva situación que se crearía en un Sindistán derrotado.
—Entiendo, caballeros, que mis palabras les hayan
dejado perplejos. ¿Qué creían, si no, que íbamos a hacer en Sindistán? ¿Dejar a
Radi Shah en su trono, o dejar el trono en manos de su familia para que sigan
con sus planes de guerra contra nosotros y contra nuestros aliados? Lo he dicho claramente; hay que
eliminar del trono a Radi Shah.
—¿Y cree, su majestad, que en Zulmabad y Darabad nos
dejarán hacer eso sin ninguna reacción por su parte? —preguntó el príncipe
Shahlal.
Continuará…..