AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


Entrega 43 (10 febrero 2023)


Entrega 43   

……..El sultán procuraba en todo momento no irse de la lengua ni comprometerse ante Muhammad Pachá a emprender empresas militares que tal vez más tarde fueran desechadas por cualquier motivo y así quedarse él después ante el pachá y ante su monarca como un hombre sin palabra y sin hombría.

En realidad, Muhammad Pachá no había creído aquella frialdad mostrada por el sultán hacia el comportamiento del rey Radi Shah, y había percibido nítidamente que Akbar Khan estaba profundamente indignado y disimulaba con resentimiento. Pero, en todo caso, al gran visir de Qanunistán no le cabía duda de que Akbar Khan guardaba su respuesta a Sindistán para el día en que se declarase la guerra por parte de la alianza tripartita.

Pocos días después de su llegada a Rastanpindi, el sultán convocó a los más destacados de entre sus príncipes, nobles, visires y caudillos, para comunicarles su decisión de invadir Sindistán, por sorpresa, cuando su rey, Radi Shah, abandonase el país rumbo a Zulmabad para asistir a la boda de la hija de Qadir Khan.

Reunidos todos en el grandioso y luminoso salón del trono, el sultán les explicó, con su hijo mayor y heredero, el príncipe Torán, sentado a su derecha, y su gran visir, Ashfak Salan, a su izquierda, que, de todos modos, ellos iban a entrar en guerra con Sindistán cuando el aliado de ese país, Qadir Khan, decidiese lanzar a los ejércitos de la alianza tripartita para invadir Qanunistán.

—¿Qué sentido tiene esperar a que lo decida ese engreído de Qadir Khan? —preguntaba vehementemente el sultán a los presentes—. Después de esta gravísima ofensa que recibimos del rey Radi Shah —proseguía el sultán—, no nos ha quedado más remedio que devolvérsela con creces, a sabiendas de que él lo ha querido así, pues nosotros y el sultán Nuriddin le tendimos la mano de la paz y de la amistad y él nos la rechazó tajantemente, con tremendo desprecio y soberbia.

El sultán se callaba de vez en cuando para dar oportunidad a los presentes a decir lo que pensaban.

—Desde luego, majestad, hay que devolverle ese agravio cuanto antes. Nuestro ejército, preparado ya para la guerra que todos estamos esperando, aunque no la deseamos, está listo para ejecutar sus órdenes en cuanto a su majestad le parezca oportuno —dijo el caudillo jefe del ejército, Zafar Pachá—. Estoy seguro, majestad, de que podemos darle una lección que no ha de olvidar mientras viva.

—Eso suponiendo que siga con vida —dijo uno de los nobles, jocosamente.

—¡Majestad! —exclamó el gran visir, Ashfak Salan, reclamando atención—. De igual forma, vamos a entrar en guerra con nuestros vecinos de Sindistán, porque ellos, y no nosotros, lo han decidido así, por lo tanto, estoy de acuerdo con lo que dijo su majestad: sería absurdo a todas luces esperar a que nos ataquen ellos a sabiendas de que su ataque es irremediable. Si los sorprendemos, tendremos la victoria asegurada, no me cabe ninguna duda.

—¿A qué esperamos, majestad? ¡Hay que tomarlos por sorpresa! —exclamó a su vez, poniéndose de pie furibundo, el príncipe Torán, de veinticinco años de edad, mirando desafiante a todos los presentes, agarrando la empuñadura de su alfanje, mostrando así su total apoyo a su padre—. Tenemos que darles el golpe, cuanto antes mejor —concluyó.

—Tranquilo, hijo —respondió el sultán a la vez que con un ademán invitaba a su hijo a volver a sentarse—. Hay que elegir el momento adecuado para lanzar nuestro ejército sobre Sindistán. Para eso he dejado en su capital, tras fracasar en mis conversaciones con Radi Shah, a tres de nuestros hombres más capacitados que hablan el dialecto de Sundos a la perfección. Ellos nos mantendrán informados mediante palomas mensajeras que nos hemos llevado de aquí a Sindistán, especialmente acerca del día de la partida de Radi Shah con su séquito rumbo a Zulmabad para asistir a la boda del hijo de Qadir Khan.

—Entonces opino, majestad, que llevemos ya al ejército a una distancia de un día de la frontera de Sindistán, y allí esperemos a que nos informen desde Sundos. No olvidemos que hay varios días de marcha desde la frontera hasta su capital —dijo Zafar Pachá, dirigiéndose a todos, aunque principalmente al sultán—. Ellos tienen ya concentrada la mayoría de su ejército en su frontera con Qanunistán, al sur de Sindistán, o sea, que descartan plenamente que nuestro ejército vaya a atacar a su país, dada la amistad reinante entre nuestros dos países desde siempre, y creen firmemente que en caso de mantener nuestro propósito de apoyar a Qanunistán, lo que haremos es enviar el grueso de nuestras tropas a defender Dahab junto a las tropas del sultán Nuriddin. Nos beneficia que hayan enviado el grueso de sus tropas al sur del país, incluso previamente a la visita de vuestra majestad a Sundos para negociar con Radi Shah.

Zafar Pachá se calló por un momento, ante el silencio de todos los presentes, incluido el sultán.

—Prosiga, Zafar Pachá. ¿Cuál es su plan? —dijo el sultán tranquilamente.

—Como sabe vuestra majestad,  vuestras altezas y excelencias, si miramos por un lado las distancias existentes entre nuestra frontera oeste, lindante con Sindistán, y la capital de ese país, y por otro lado la distancia entre esa capital y la frontera sur de Sindistán, vemos claramente que cuando ellos se enteren de que nuestro ejército ha entrado en su territorio, nosotros ya habríamos llegado a Sundos, y si su ejército pretende entonces alcanzarnos, para cuando lo consigan, descubrirán que nos hemos hecho fuertes en Sundos.

—Está todo claro, Zafar Pachá —dijo el sultán sonriente y con cara de gran satisfacción.

—Eso no es todo, majestad —respondió el caudillo jefe del ejército, callándose seguidamente a la espera de que el sultán le permitiese seguir hablando.

—Continúe, Zafar Pachá, no tenga cuidado —le ordenó Akbar Khan.

—Majestad, cuando su ejército pretenda alcanzar Sundos, venido desde el sur, nosotros, previamente, habremos destacado a miles de nuestros soldados emboscados en su camino hacia Sundos, dentro de su territorio. Dejaremos pasar sin novedad la mitad de sus tropas e impediremos el paso a toda costa a la otra mitad de su ejército, con lo cual habremos partido el grueso de su ejército en dos. Además, suponiendo que la segunda parte de sus tropas lograra zafarse de nuestra emboscada, eso sería a costa de miles de bajas en sus filas y un largo retraso antes de lograr llegar a Sundos.

—Bien pensado, es un plan magnífico —intervino el sultán—. Siga su excelencia, estamos todos pendientes de escucharle.

Efectivamente, todos los presentes estaban admirados ante el plan expuesto en líneas generales por el caudillo jefe del ejército.

—Gracias, Majestad —prosiguió Zafar Pachá—. La parte del ejército enemigo que haya pasado primero no tendrá más remedio que precipitarse hacia la capital sin perder tiempo en luchar contra nuestra tropa estacionada en el sur de su territorio, eso a sabiendas por parte de ellos de que lo que querremos en realidad será retrasar su llegada a Sundos. Eso significa, como acabo de decir, que la parte restante de sus tropas, atrapada y sin poder avanzar hacia su capital, quedará a merced de nuestros caballeros y soldados, que irán recibiendo refuerzos ininterrumpidamente con el fin de impedir que el enemigo logre reunificar el grueso de sus fuerzas.

—Pero nuestras tropas no son tan numerosas como para poder enfrentarnos a ellos tras la conquista de Sundos —inter

vino el príncipe Torán, muy seguro de sí mismo, lo que provocó un gesto de admiración por parte de su padre que de inmediato dirigió una mirada a Zafar Pachá, como invitándole a contestar a esa última observación, aun a sabiendas anticipadamente de la respuesta y de que el jefe del ejército sabía que él la conocía, pero queriendo dar importancia a las observaciones de su heredero ante los demás príncipes y nobles y darle papel en las discusiones del plan.

—Es una observación muy importante, alteza —respondió el pachá, que seguía de pie, queriendo de este modo participar con el sultán en enaltecer el papel del príncipe en la reunión—. Sin embargo —prosiguió—, el estado de las cosas que su alteza menciona se remonta a tiempos ya pasados, pues en el último año y por decisión de su majestad, el sultán, Dios le dé larga vida, hemos aumentado considerablemente el grueso de nuestras tropas hasta superar con creces a las de Sindistán. Eso, y el factor importante de la naturaleza del terreno en la zona sur de Sindistán, atravesada, como saben todos aquí, por la cordillera de Nujum, facilitará las operaciones de nuestro ejército en contra de la segunda mitad del ejército enemigo en su pretensión de alcanzar Sundos. Pocos miles de soldados nuestros allí podrán detener el avance del más temible de los ejércitos. Nos bastará contar allí con diez mil hombres, decididos y valerosos, que tendrán la ayuda de rastreadores y exploradores conocedores a la perfección de aquellas montañas. Basado en todos estos datos, majestad, creo firmemente que seremos capaces de vencer al enemigo y propinarle una derrota que no ha de olvidar en muchos años, máxime contando nosotros, además, con el factor sorpresa que nos da días de ventaja sobre ellos.

Todos los presentes en la reunión escuchaban muy atentos, con rostros que reflejaban profunda satisfacción, las explicaciones del caudillo del ejército.

—¡Muy bien, caudillo Zafar Pachá! —exclamó el sultán—. Es impresionante que su excelencia haya pensado en todos estos detalles en las pocas horas que mediaron entre convocarles a esta reunión y la celebración de la misma.

—No me considero tan privilegiado en cuanto a mi inteligencia, majestad —dijo Zafar jocoso y humilde, en medio de la risa cómplice de algunos de los presentes, incluido el sultán—. Lo que pasa es que llevaba pensando en la posibilidad de invadir Sindistán desde que decidimos aliarnos con el sultán Nuriddin.

—Bien hecho, Zafar Pachá —sentenció el rey.

—Sin embargo, Majestad… —dijo Zafar Pachá, callándose a continuación, como pidiendo permiso para seguir hablando.

—Siga, siga, vuestra excelencia —se apresuró a decir el sultán Akbar Khan.

—¿Ha considerado vuestra majestad la posibilidad de que Qanunistán participe con nosotros en esta invasión? —preguntó Zafar Pachá—. Al fin y al cabo, toda esta guerra y nuestra intervención en la misma gira en torno a este reino.

Un murmullo entre aprobantes y excluyentes de esta posibilidad fue interrumpido por el rey.

—¿Olvida su excelencia que las tropas de Sindistán están concentradas en la frontera de Qanunistán y que, por lo tanto, el sultán Nuriddin no podrá contar con el factor sorpresa en caso de iniciar el ataque contra Sindistán? Además, de suceder eso que dice su excelencia, significaría el inicio inmediato de la guerra y las tropas de Qadir Khan y de Kisradar pronto estarían participando de lleno en la guerra, con el territorio de Qanunistán desprotegido al estar su ejército ocupado con nosotros en la invasión de Sindistán.

En realidad, el sultán lo tenía pensado todo. Él quería llevar a cabo en solitario, por completo, la hazaña de invadir Sindistán y neutralizar su ejército de tal modo que impida su participación en la invasión de Qanunistán, con lo cual habrá hecho un grandísimo favor al sultán Nuriddin, y eso, pensaba Akbar Khan, allanaría el camino a la boda que él y su esposa, la sultana Samira, estaban planificando para casar al príncipe Torán con la princesa Amarzad.

La respuesta del rey a la pregunta que acababa de hacer su caudillo jefe del ejército era más que convincente y recibió la aprobación unánime y espontánea de los presentes.

—Majestad —volvió a decir Zafar Pachá, a la espera de que el sultán le concediera la palabra.

—Adelante, excelencia, le escuchamos —respondió el rey muy complacido por el apoyo unánime que estaba recibiendo por parte de tan distinguidas autoridades de su sultanato.

—Perdóneme, su majestad, pero es que hay que tomar en cuenta todas las probabilidades.

—Por supuesto, Zafar Pachá —le interrumpió el sultán.

—Si nosotros, majestad, invadimos Sindistán —prosiguió el caudillo—, nos veremos enzarzados en una larga guerra dentro de aquel país, por lo cual no podremos acudir en ayuda del sultán Nuriddin, nuestro aliado, cuando se inicie la batalla de Dahab, con las tropas de Rujistán y Nimristán avanzando desde su frontera sur. Opino, si me permite su majestad, que deberíamos enviar ya tropas a Qanunistán, para que se vayan habituando al territorio en el que se desenvolverán iniciada la guerra, además de ir ganando la confianza de los caudillos y soldados aliados.

El rey, oído esto último, se quedó pensativo, y todos quedaron en silencio a la espera de la respuesta del sultán.

—Si su majestad me permite, yo encabezaré la tropa que vaya a ayudar a nuestro amigo, el sultán Nuriddin —intervino el príncipe Torán, rompiendo abruptamente el silencio reinante—. Yo entendí de las explicaciones de Zafar Pachá —prosiguió el príncipe—, que en la invasión de Sindistán no intervendrá todo nuestro ejército y que contaremos aún con muchos miles de soldados, lo que nos permitiría, entre otras cosas, formar esa tropa que sería la primera de nuestro ejército que acudirá en ayuda de Qanunistán.

El sultán, Zafar Pachá, Ashfak Salan y los demás reunidos intercambiaron miradas escrutando los unos la opinión de los otros acerca de lo que acababa de decir el príncipe Torán. Al sultán no le escapaba el motivo por el cual su hijo quería encabezar la tropa que acudiría a Dahab en ayuda del sultán Nuriddin, pues desde que él y su mujer, la sultana Samira, volvieron de Qanunistán, donde acordó con el sultán Nuriddin ir él personalmente con Muhammad Pachá a mediar con Radi Shah, Samira no paró de hablar a su hijo Torán de Amarzad: su belleza, su encanto, su personalidad, su inteligencia, y muchas cosas más. El chico, ya un hombre hecho y derecho, conocido por haber aplastado dos rebeliones en sendas zonas remotas del país, se quedó prendado de Amarzad, aunque nunca la había visto, basándose tan solo en lo que su madre le contaba de ella, muchas veces delante de su padre, que aprobaba aquellas pretensiones, pero el asunto debía aplazarse hasta que acabase aquella esperada guerra. A través de sus esposas, Zafar Pachá, Ashfak Salan y los demás nobles y príncipes presentes allí, estaban al tanto de las pretensiones de Torán y de sus padres respecto a Amarzad, aunque Akbar Khan no había hablado del tema con ninguno de ellos, y estos tampoco osaban mencionar la cuestión ante él.

—Bien, príncipe Torán, ¡concedido! —exclamó el sultán tras haber escuchado voces de aprobación de la propuesta del príncipe heredero.

Todos los presentes mostraron su apoyo a la decisión del sultán respecto a Torán, quedando acordado que el príncipe saliera en el plazo de tres días a la cabeza de una tropa de diez mil hombres que formaría la avanzadilla del ejército de Najmistán que defendería en su día la ciudad de Dahab junto a las tropas del sultán Nuriddin. Dos jinetes debían partir al día siguiente de la reunión rumbo a Dahab para comunicar la próxima llegada de la tropa de Torán.

En cuanto a la invasión de Sindistán, esta fue acordada por unanimidad, tal como deseaban el sultán y Zafar Pachá. Así, el sultán dictó la orden de empezar, también en el plazo de tres días, a trasladar el grueso del ejército a la frontera norte con Sindistán, pero quedando a un día de marcha de la misma y en línea recta en dirección a la capital de ese país, Sundos, que quedaría a unos días de marcha, debido a lo llano del terreno, sin importantes obstáculos naturales. Otra importante tropa, aunque mucho menos numerosa que la primera, encargada de emboscar a las tropas de Radi Shah en la cordillera de Nujum, se posicionaría a un día de la línea fronteriza al sur de Sindistán, a una distancia prudencial del grueso del ejército enemigo. Lo accidentado y abrupto del terreno de aquella zona hacía imposible que las tropas de Radi Shah sospecharan, ni remotamente, que pudiesen ser sorprendidas por un ataque procedente del este, o sea, de Najmistán.

Así, Najmistán se disponía a mover a tres ejércitos en tres direcciones distintas, el del norte lo encabezaría el príncipe Shahlal, hermano del sultán, el del sur, con el propio Zafar Pachá a la cabeza, y el tercero bajo el mando del príncipe Torán.

Al acabar la reunión, que duró varias horas, estaba sentenciada la suerte del rey Radi Shah, que no sospechaba, ni remotamente, lo que en Rastanpindi se había decidido sobre su reino y su persona, lo cual ocurre con muchas personas cuyas suertes y destinos dependen de designios trazados por sujetos ajenos, que nada tienen que ver con ellas, y que quizás existen o han existido en lugares que las personas afectadas nunca han pisado antes. Muchas veces esos designios ya habían sido trazados en tiempos pasados, anteriores a sus propias vidas. Sin embargo, cuántas veces los destinos de dos o más personas son interdependientes de una manera asombrosa y sin que ninguna de ellas lo haya sospechado jamás.

Tras la reunión, un poco antes de la puesta del sol de un día algo caluroso que había desembocado en una tarde apacible acariciada por brisas suaves impregnadas de fragancias emanadas por toda clase de flores y azahares que llenaban los inmensos jardines del palacio, el sultán invitó a su hijo a pasear entre los rosales para intercambiar impresiones sobre la reunión. En realidad, lo que Akbar Khan quería era hablar con su hijo a solas, por primera vez, acerca del tema pendiente de su posible noviazgo formal con Amarzad. Siempre que habían abordado esta cuestión en presencia de la sultana, esta no dejaba que ninguno de los dos se expresara libremente, queriendo ella imponer su criterio a toda costa y así ver a su hijo casado con Amarzad. Ninguno de los tres tenía aún idea alguna de la existencia de un joven valeroso qanunistaní, llamado Burhanuddin, que había sido nombrado pachá por el sultán Nuriddin tras haberle salvado la vida, lo que le valió ser elegido por el propio sultán para formar parte de su escolta personal, entrando así con fuerza en la vida de la familia real de Dahab.

—Dime, hijo, ¿en serio quieres que tu madre y yo pidamos la mano de la princesa Amarzad? Ella no para de hablar de este tema desde que fuimos a visitar a los sultanes en Dahab. Ojalá hubieras venido con nosotros entonces, así estarías capacitado para opinar con conocimiento de causa y no a ciegas, como lo vas a hacer ahora, ya que no has visto a la princesa en tu vida. Hasta el momento no pude saber cuál es tu opinión al respecto porque cuando se habla del asunto con tu madre solo queda clara la postura de ella, no la tuya.

—Ni la tuya, padre —dijo Torán riéndose como aprobando lo que el sultán estaba diciendo de su esposa.

El padre se rio también a carcajadas al oír lo que acababa de decir su hijo, que siempre fue un chico juguetón y bromista con sus padres y hermanos, aunque todo lo contrario con los demás, con los que solía ser firme y arisco, motivo por el cual el sultán recibía muchas quejas sobre él de parte de otros príncipes y nobles, y ni qué decir de parte de comandantes y caudillos del ejército.

—Ya, ya, Torán —dijo el sultán mientras se recuperaba de sus carcajadas—. Tienes razón hijo, ya me comprendes, pero qué le vamos a hacer, así son las madres cuando se trata del matrimonio de sus hijos, imagínate tratándose de ti, el mayor de tus hermanos, y el heredero de la corona, nada menos.

Padre e hijo se quedaron callados mientras caminaban tranquilamente juntos, disfrutando de aquella preciosa puesta de sol, seguidos de un grupo de caballeros de la Guardia Real que iban, lo mismo que ambos, a pie y a cierta distancia.

—Estoy esperando tu respuesta, hijo —dijo el rey cuando veía que el silencio de su primogénito se alargaba.

—Pues, padre, parece que su majestad me ha oído más de una vez aprobar la propuesta de mi madre.

—Ya, lo sé, pero no es lo mismo. Aquello lo hiciste en medio de conversaciones informales llenas de risas y de comentarios jocosos, de los cuales no podemos extraer una respuesta clara. Ahora te estoy pidiendo una respuesta sincera y formal.

Torán se detuvo y se giró hacia su padre, quien, a la vez, se quedó quieto en su sitio, atento a lo que le iba a decir su hijo.

—Sí, padre. Creo que podéis pedir la mano de esa princesa, y yo mismo os acompañaré, si me lo permites.

—¡Me alegro, hijo! —exclamó el sultán muy satisfecho y cogiendo a su hijo por ambos hombros, mirándole a los ojos con una amplia sonrisa, para, acto seguido, estrecharle contra su pecho dándole sonoras palmadas en la espalda, a lo que el hijo respondía abrazando a su padre, al que tanto quería y admiraba.

—Ahora que vas a estar un período de tiempo en Dahab, junto a tu tropa, vas a tener la excelente oportunidad de conocer a la familia real de Qanunistán, estrechar lazos con ellos, conocer a tu futura novia y acercarte a ella. Ellos seguramente te van a instalar en uno de los palacetes adyacentes al Palacio Real, con lo cual vas a tener un trato diario con ellos, tanto como tú quieras.

—Estoy seguro que todo irá bien, padre, con nuestros amigos en Dahab.

—Pero espero que todo esto no te distraiga de tus obligaciones militares, aunque podrás depender en buena parte del tiempo de tu lugarteniente, el noble, Murad Thakur, con el que espero que te lleves bien y le trates con el respeto que se merece.

—Claro, claro, padre —se apresuró Torán a interrumpir a su padre, como presintiendo lo que este le iba a decir a continuación.

—Hijo. Escúchame bien, por favor —dijo el sultán con tono desesperado, como harto ya de repetir lo mismo a oídos de Torán, sin resultado—. Te recuerdo, por enésima vez, que tus modales hoscos has de suavizarlos lo máximo posible en tu trato con tu tropa y con tus lugartenientes, especialmente, repito, con Murad Thakur, pues él no tolerará ningún desprecio de tu parte y creo que tu misión en Dahab puede fracasar si te enfrentas a él.

—Descuida, padre, tomaré en cuenta tus consejos. El éxito de mi misión en Dahab es para mí un asunto vital que no puedo, bajo ninguna circunstancia, poner en riesgo.

—Hijo, por Dios, aprende a sonreír ante tus caballeros y tus soldados, así ganarás su amistad y su lealtad, que necesitas tanto. Fruncir el ceño y tratar ariscamente a todo el mundo no te trae más que la ruina, hijo. Además, recuerda que las sonrisas forman parte de nuestras creencias, se equiparan a dar limosna, y que yo sepa, tú eres generoso en cuestión de limosnas, así que no seas tan parco en sonrisas.

Continuará

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