AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 42 (2 febrero 2023)
Entrega 42
…… Quedaba la esperanza
de que Kasrawan y sus tropas pudieran salvar la situación en Nimristán, cosa de
la que estaban pendientes los ayudantes del mago Flor en Darabad, para
comunicársela a su jefe. La princesa encargó a Muhammad Pachá poner al tanto a
su tío, Nizamuddin, acerca de los últimos acontecimientos en Nimristán.
El regreso de Amarzad y
sus acompañantes a Dahab transcurrió sin ningún sobresalto, formando el marco
idóneo para que la princesa y el joven pachá pudieran tener largos momentos de
contacto y conversaciones, especialmente cuando la expedición acampaba al caer
el sol, hecho que en la mayoría de las veces ocurría en parajes idílicos,
rodeados de exuberante vegetación, manantiales y ríos.
Y lo mismo que había
ocurrido en el camino de ida a Nimristán, en este viaje de regreso, Shakur se
encargaba de garantizar la seguridad de la pareja en sus paseos ordenando a sus
hombres vigilarlos desde lejos. Esto impedía principalmente que las fieras que
solían rondar por aquellos parajes por las noches atacasen a los enamorados.
—No quisiera llegar a
Dahab nunca, a pesar de lo mucho que echo de menos a mis padres —dijo Amarzad
con voz suave y melancólica, apoyada la espalda en el tronco de un gigantesco
árbol sobre el que Burhanuddin tenía apoyada una mano, de pie frente a su
amada.
Sus
ojos brillaban a la luz de la luna, llenos de sueños y anhelos. A su alrededor
se oía el ulular de algún búho, el chirrido de un grillo, o el repentino y fuerte aleteo al
levantar el vuelo algún gran pájaro. La quietud de la noche, la calurosa
temperatura acompañada de brisas muy agradables, invitaban a dar rienda suelta
a las emociones, a las ansias y a la pasión. Sin embargo, ambos jóvenes tenían
profundas convicciones religiosas, sin olvidarse, además, de quiénes eran y de
lo que representaban, pues ninguno de ellos podía permitirse dar rienda suelta
a sus emociones. Así las cosas, se limitaban, mientras conversaban, a
intercambiar miradas impregnadas de su amor más sincero y ardiente.
—Yo
tampoco quisiera regresar a Dahab, pues ¿de dónde sacaríamos allí ocasiones
para vernos y pasear juntos como hacemos aquí? —se preguntaba Burhanuddin, algo
entristecido, acariciando con su mirada los ojos de Amarzad.
—Tienes razón, amor
mío, pero ya encontraremos el modo de hacerlo, te lo prometo, no te
entristezcas. Confía en mí.
—No es esto solo lo que
me preocupa —recapituló Burhanuddin quitando la mano del árbol y levantando la
vista hacia la luna, que se asomaba, llena y radiante, de entre las ramas del
árbol—. ¿Qué vamos a hacer? Me refiero a nuestro futuro. Yo no veo que tenga la
más mínima oportunidad de casarme contigo teniendo como tienes pretendientes de
rango mucho más elevado que el mío.
—¿Eres tú el que dice esto, Burhanuddin? ¿Tú que
eres un hombre que no le tiene miedo a nada en este mundo y que has llegado ya
tan alto con tan solo veintidós años que tienes?
—Pero esto es muy
distinto, amada Amarzad. Esto ni es un duelo, ni es una batalla espada en
mano... Esto es algo mucho más complicado.
—Y
yo te digo que no te preocupes de nada. Si yo quiero casarme contigo, nadie
podrá obligarme a no hacerlo, cuando llegue el momento. Pero antes hay muchos
pasos que tomar para que mis padres empiecen a acostumbrarse a ti y descubrir
en tu interior al hombre idóneo para el futuro de su única hija y para ser el
futuro rey.
Estas últimas palabras
de Amarzad sorprendieron a Burhanuddin, que nunca había ido tan lejos en sus
pensamientos relacionados con su amor a Amarzad. Palabras estas que sirvieron
para afianzar la confianza que ya tenía en el amor que le profesaba ella.
Volvió a mirarla a los ojos y extendió ambas manos para rodear las suyas
suavemente. Ella lucía una amplia sonrisa, confiada y dichosa.
Burhanuddin se quedó
contemplando su precioso rostro, esos ojos cuya mirada, dulce y tímida —que no
se correspondía lo más mínimo con su tremendo poder—, calaba hondo en su
corazón; esas largas pestañas que le daban un toque estremecedor de feminidad,
esos hermosos labios dibujados con perfección divina, esa fina nariz, esas
mejillas como dos diamantes que brillaban a la luz de luna, ese cuello largo y
sedoso. Mientras la
contemplaba, embelesado, tiernamente acariciaba el dorso de sus manos con ambos
dedos pulgares. Ella, a su vez, tampoco le quitaba los ojos de encima, con esa
sonrisa, que no abandonaba sus labios, dejando sus manos en las suyas y
sintiendo profundamente las caricias de sus dedos. Le miraba como esperando a
que dijera algo, pero él permanecía callado y serio.
—¿Qué pasa, mi amor?
—preguntó ella tiernamente.
Sin embargo, él no
contestó y dos lágrimas descendieron de sus ojos, lo que la alarmó
profundamente.
—¿Qué te pasa, querido
Burhanuddin? —volvió ella a preguntar muy inquieta mientras que con sus dedos
borraba las lágrimas de su amado, pues nunca antes le había visto llorar.
—Si te pierdo, Amarzad,
nada quedará que me ate a la vida —pudo articular finalmente Burhanuddin,
controlando a duras penas sus emociones, que ahogaban su voz.
—Ni
todos los ejércitos del mundo pueden impedir que sea tuya, mi amor. No dejes que
estas dudas te atormenten, te lo ruego —dijo ella mientras apretaba con sus
manos las del hombre que había elegido para compartir su vida.
Amarzad,
por su gran inteligencia y profunda sensibilidad, supo perfectamente lo que
quería cuando se fijó en el joven guardia de su padre. Ningún otro hombre en el
mundo sería capaz de ocupar su corazón por más rango y abundantes títulos y
riquezas que tuviera. Sin embargo, seguía viendo mil interrogantes, dudas y
algo de tristeza en los ojos de su amado que se resistían a desvanecer del
todo.
—Esperemos, amor mío
—dijo ella sin soltarle las manos, intentando tranquilizarle—, a que nuestro
reino supere la grave contienda que se avecina inexorable, y luego daremos los
pasos precisos para afianzar nuestra unión ante Dios y ante la familia y la
gente del reino. Seremos los novios más felices del mundo y nada podrá impedir
que nos casemos después.
Las manos de Amarzad y
todas esas palabras suyas tan sentidas y tan sinceras, brotadas de lo más
profundo de su corazón, lograron apaciguar el ánimo del joven, que reaccionó acercando
a sus labios las manos de su amada y depositando en cada palma un cálido y
largo beso.
—Perdóname, cariño
—dijo él ya sonriente y complacido—, a veces no puedo con estas dudas y
suspicacias que no dejan de asaltarme el corazón y la mente.
—Me
alegro, querido mío. Entonces nada de dudas hasta después de que nuestro reino
haya pasado por esta crisis, ¿me lo prometes?
—Prometido, Amarzad,
tienes toda la razón del mundo, debemos centrarnos en cómo sacar a nuestro
reino de este grave problema que lo amenaza. Tenemos que supeditar nuestras
vidas al destino de nuestro país. Me avergüenzo de haberme comportado de esta
manera contigo en lugar de ser más consciente y responsable respecto a los
problemas a los que se enfrenta el reino.
—No digas esto, cariño,
nadie es más responsable y consciente que tú, lo he observado muchas veces y
nos has dado muchas pruebas de ello.
Ambos continuaron
paseando lentamente, en silencio.
—¿Cómo
ves la situación de nuestro reino tras haberte reunido y hablado con mi tío, el
príncipe Nizamuddin? —preguntó Amarzad, al poco rato.
—No te oculto, Amarzad,
que estoy preocupado por los últimos acontecimientos en Nimristán. Espero que
al final triunfe el bando de nuestros amigos, el rey Kisradar y su hijo el
príncipe Sorush. En cuanto a nuestra situación militar y tras haber escuchado a
tu tío, el príncipe Nizamuddin, me siento francamente tranquilo. Estoy seguro
de que nuestro sultán, con todos sus lugartenientes, especialmente el jefe de
nuestro ejército, Qasem Mir, han previsto y dispuesto todo para esta guerra. No
me cabe duda de que saldremos vencedores.
Así concluyó la velada
de los enamorados. Faltaban cuatro días para llegar a Dahab.
Capítulo 33 Kasrawan y Abdón
En Nimristán, las tropas de Kasrawan, Achal y Arka
acamparon casi con la caída del sol a las afueras de Darabad. A la mañana
siguiente, dos emisarios del nuevo rey Abdón se presentaban ante Kasrawan para
indagar sobre sus intenciones, instándole a unirse al nuevo monarca y
asegurándole que la situación en Darabad había quedado zanjada en favor de
Abdón. Para infundirles desánimo y desesperación, los emisarios informaron a
Achal y Arka, en presencia de Kasrawan, de que sus respectivos padres,
destacados nobles, estaban detenidos en prisión. Si sus hijos decidieran luchar
contra Abdón, los dos presos serían ejecutados.
Al oír aquellas
descaradas amenazas, Kasrawan, que no había desvelado aún sus intenciones hacia
Abdón ante los emisarios de este, se indignó sobremanera, lo que desconcertó y
atemorizó a los dos enviados, que sabían del tremendo carácter del caudillo
Kasrawan cuando se enojaba.
—Nadie
viene aquí a coaccionar a mis hombres o a mis comandantes, y mucho menos
delante de mí —vociferaba el caudillo amenazante—. Si no fuera por respeto a
mí, Achal y Arka os habrían quitado la vida ya, sin miramiento —agregó
indignado. Efectivamente, ambos comandantes tenían las manos en la empuñadura
de sus espadas desde que oyeron las amenazas de los emisarios de Abdón—. Ya
podéis ir a decirle a vuestro Abdón que tanto yo como mis hombres lucharemos
por la restitución en el trono a su dueño legítimo, Kisradar, porque es lo
justo y es lo moralmente exigible, y porque es, además, nuestro deber. Y si el
rey Kisradar o alguno de los príncipes sufrieran el más mínimo daño, yo mismo
me encargaré de hacer justicia con mis manos en una venganza sin piedad
—sentenció Kasrawan aún presa de la indignación.
Ambos emisarios, al oír
aquello, se disculparon inclinándose repetidas veces ante Kasrawan,
entregándole acto seguido, uno de ellos, una misiva de Abdón.
—Pedimos perdón, mi
caudillo —dijo uno de ellos dirigiéndose a Kasrawan mientras le entregaba la
misiva—. No somos más que unos mandados y lo que acabamos de decir a sus
excelencias, los comandantes Achal y Arka, es sencillamente el mensaje que le
entregamos en nombre del nuevo rey Abdón, pidiéndonos además esperar a estar
seguro de su reacción ante el derrocamiento de Kisradar, antes de darle a su
excelencia esta misiva.
En la carta de Abdón,
este le amenazaba a Kasrawan con matar a todos sus hijos si llegara a luchar
contra él. Al terminar de leer el mensaje del nuevo monarca, el caudillo se
quedó callado, sin articular palabra. Al rato, y tras un aparte con sus dos
lugartenientes, se volvió hacia los emisarios y les comunicó en nombre de los
tres su rechazo a las amenazas pidiéndoles informar a Abdón de que
permanecerían del lado de Kisradar y que exigían su inmediata restitución en el
trono.
Los emisarios
regresaron a Darabad dos horas antes de la aparición de las tropas rebeldes en
los llanos sureños de la capital de Nimristán.
Abdón, a la cabeza de
hasta el último de sus hombres, les esperaba poco más allá de las murallas de
la ciudad. El rey golpista había derrotado a los seguidores y leales a
Kisradar, metiendo en la prisión a todos los nobles y príncipes que le
plantaban cara. Su contundencia en el enfrentamiento a sus oponentes zanjó
definitivamente la contienda en su favor, y puso a su disposición a todas las
tropas presentes en la capital y sus aledaños, formando así un formidable
ejército que triplicaba en número al de Kasrawan. El grueso del ejército de
Nimristán se encontraba ya, mucho antes del derrocamiento de Kisradar, en
campamentos levantados en la zona este de la frontera con Qanunistán, como
había acordado Kisradar con Qadir Khan, para así sorprender al ejército del
sultán Nuriddin desde los dos extremos de su frontera sur, mientras el de
Sindistán lo estaría haciendo desde la frontera norte de Qanunistán. Esas
enormes tropas nimristaníes estacionadas en la frontera no sabían nada aún del
golpe que se había producido en su capital, y el nuevo rey no quería aún
informarles hasta no haberse sentido afianzado en el trono, ganando a Kasrawan
a su lado o derrotándolo.
El
panorama que se les presentaba a las tropas de Kasrawan en los aledaños de
Darabad era desolador. El nuevo rey los esperaba con un ejército al que de
ninguna manera podían vencer, además de que tal batalla, de producirse,
significaba un derramamiento de sangre entre hermanos; el caudillo y sus dos
lugartenientes se llevaron una gran y desagradable sorpresa, pues no podían
imaginar que Abdón iba a dominar la situación tan pronto y de esa manera. Así
las cosas, el caudillo se reunió con Achal y Arka, ofreciéndoles la posibilidad
de unirse a las tropas de Abdón, aclamándole como nuevo rey, o unirse a él y
retirarse todos juntos a Qanunistán pidiéndole asilo al sultán Nuriddin, para
unirse después a su bando hasta derrocar a Abdón o morir en el intento. Tanto
Achal como Arka albergaban una gran lealtad a Kisradar y les unía una gran
amistad con el príncipe Sorush, pues eran de su misma edad y tanto ellos como
sus padres eran muy leales al rey depuesto. La respuesta de ambos fue unirse a
Kasrawan y retirarse a Qanunistán. Los tres decidieron esperar hasta que fuera
noche cerrada y emprender la retirada silenciosamente rumbo a la frontera con
Qanunistán. Afortunadamente para ellos, sabían de antemano que aquella iba a
ser una noche sin luna, lo que facilitaba la ejecución de sus planes.
Las órdenes fueron
comunicadas por los mismos caudillos a todos los miembros de aquel pequeño
ejército, que sumaba unos nueve mil hombres, ordenándoles retirarse muy silenciosa
y escalonadamente cuando recibieran la orden correspondiente, para impedir que
las tropas de Abdón se diesen cuenta de su retirada. Los caudillos también
ofrecieron a los soldados que preferían permanecer en Nimristán la oportunidad
de quedarse allí a la espera del amanecer y entregarse entonces a las tropas de
Abdón. Salvo un reducido número, los componentes de aquel ejército eligieron
marcharse con Kasrawan, ya fuera por lealtad o por temor a las represalias del
ejército de Abdón.
Cuando ya oscurecía,
Abdón, inquieto ante la inmovilidad y el silencio en el campamento del ejército
rebelde, que divisaba en la lejanía, envió de nuevo dos emisarios que pidieron
a Kasrawan la inmediata rendición, a lo que este contestó que no tomaría
decisión alguna al respecto antes del amanecer, advirtiéndoles que sus tropas
se iban a ocultar y no habría manera de encontrarlas en medio de esa noche
oscura, y añadió, además, que no iban a encender hogueras en su campamento,
para dificultar cualquier ataque nocturno de Abdón.
Los emisarios
regresaron portando una misiva de Kasrawan a Abdón en la que le decía, entre
otras cosas:
Tú y yo fuimos amigos y compañeros de
armas desde nuestra temprana juventud, además de que nos unen lazos familiares.
Te tengo por un hombre noble de elevada moral y profundo temor a Dios, por lo
que no te creo capaz en absoluto de vengarte de nosotros en la persona de
nuestros familiares, que en su mayoría son también familiares tuyos. Te
considero muy por encima de tales vilezas. Acepta la realidad de que estamos en
bandos distintos en lo que se refiere a este conflicto que tú mismo has protagonizado.
No hemos sido ni yo ni ninguno de mis leales, así que deja que sea lo que Dios
quiera en cuanto a tu destino y el mío, pero evita causar el mínimo daño a
nuestros familiares, desarmados y hechos prisioneros tuyos.
Tras leer la misiva de
Kasrawan, Abdón ya tenía claro que el caudillo rebelde no se iba a rendir. Sin
embargo, el nuevo rey nada podía hacer, puesto que la noche ya había caído,
envolviendo en su más impenetrable oscuridad aquellos inmensos llanos, surcados
por numerosos arroyos y salpicados de toda clase de huertas y aldeas. Así que decidió esperar al
amanecer y lanzar su ataque con los primeros rayos de sol.
Kasrawan empezó por
enviar dos veloces jinetes a las tropas qanunistaníes acampadas junto a la
frontera en la zona que estaba siendo vigilada y controlada por su ejército
desde hacía tres días.
Al recibir Nizamuddin a
los emisarios de Kasrawan, se alegraba de la decisión del caudillo nimristaní
de unirse a las tropas de Qanunistán, máxime cuando sabía que el caudillo en
cuestión era de los más destacados de Nimristán y que sería de gran utilidad
para el sultán Nuriddin. Así, por expresas órdenes de Nizamuddin, Kasrawan, sus
lugartenientes y su tropa, fueron recibidos como héroes y fueron alojados en un
campamento levantado expresamente para acogerlos, no lejos del pabellón del
príncipe qanunistaní.
—¿Cree su excelencia
que todo el ejército de su país será leal a Abdón en la invasión de mi país?
—preguntaba Nizamuddin a Kasrawan tras la cena ofrecida a él y a sus
lugartenientes, Achal, Arka, en compañía de varios lugartenientes del príncipe.
—Lo dudo mucho, alteza
—contestaba Kasrawan con seguridad—. Nimristán es un país muy extenso donde
tanto el pueblo como la mayoría de los nobles quieren al rey Kisradar, por lo
que no es fácil que Abdón controle la situación en el resto del país como lo
hizo en la capital.
Capítulo 34 La afrenta
En la capital de Najmistán, Rastanpindi, el sultán
Akbar Khan, aliado y amigo del sultán Nuriddin, no acababa de tragar el
tremendo golpe a su dignidad propinado por el rey Radi Shah al negarse este a
abandonar la alianza con Qadir Khan. Aquella embajada, en la que participó
también el gran visir de Qanunistán, Muhammad Pachá, terminó en un estruendoso
fracaso que avergonzó profundamente a Akbar Khan, cuyas relaciones con Radi
Shah habían sido excelentes hasta aquel momento, por lo que el sultán nunca se
había imaginado que su amigo, Radi Shah, le pudiera defraudar de aquella manera
tan denigrante para él, tanto que se sintió humillado y fracasado ante su amigo
y aliado, el sultán Nuriddin. Por esa razón, Akbar Khan no consideraba zanjado
el asunto entre él y Radi Shah. De hecho, nada más recibir la respuesta final y
tajante de este último, el sultán de Najmistán abandonó el palacio donde estaba
hospedado en Sundos, capital de Sindistán, y regresó a su país junto a Muhammad
Pachá y la tropa que los acompañaba, sin despedirse de Radi Shah, devolviéndole
así parte de la afrenta.
Akbar
Khan era un hombre de cincuenta años, de ojos color miel y mirada tranquila,
cejas espesas, tez blanca, bigote siempre afeitado, perilla rubia y espesa, y
cabello del mismo color que le caía hasta los hombros incluso cuando iba con la
cabeza cubierta con un turbante, casco o yelmo.
A
lo largo de los días de camino de vuelta a su capital, Rastanpindi, Akbar Khan,
muy indignado, no dejaba de pensar en la manera de vengarse de su arrogante
vecino, quien, creyendo que estaba bien protegido por Rujistán, se atrevió a
ofenderle de aquella manera delante de Muhammad Pachá y del mundo entero.
Efectivamente, cuando el sultán hubo llegado a su capital, la noticia del
fracaso de su embajada le había precedido y no se hablaba de otra cosa en la
ciudad, por lo que al sultán no le cabía duda de que la noticia de su fracaso y
de la afrenta que le propinó Radi Shah ya estaba en boca de todo el mundo en
todos los reinos de la zona. El sultán era un hombre de mucho orgullo,
enérgico, aunque tranquilo y paciente, por lo que, a pesar de su indignación
por la afrenta propinada por Radi Shah, supo mantener el pulso tranquilo,
pensarse las cosas fríamente y preparar su venganza contra Radi Shah a fuego
lento y de modo bien meditado. El largo viaje de regreso de Sundos a
Rastanpindi brindó a Akbar Khan el suficiente tiempo para meditar y sopesar
bien su respuesta a la ofensa recibida de Radi Shah.
Akbar
Khan y Muhammad Pachá se habían separado a los pocos días de abandonar Sundos,
ya en territorio de Najmistán, tomando distintos caminos rumbo a sus
respectivas capitales. A lo largo de esos días en los que caminaron juntos, el
sultán no le comunicó al pachá nada de lo que le estaba rondando la cabeza,
aparentando en todo momento que el asunto no tenía más importancia y que la
afrenta estaba ya devuelta con el abandono de Sindistán sin despedirse de su
rey, con lo que eso suponía de humillación para él delante de su familia y de
sus nobles. El sultán procuraba en todo momento no irse de la lengua ni
comprometerse ante Muhammad Pachá a emprender empresas militares que tal vez
más tarde fueran desechadas por cualquier motivo y así quedarse él después ante
el pachá y ante su monarca como un hombre sin palabra y sin hombría.
Continuará….