AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 39 (7 enero 2023)
.....Era aún por la
mañana temprano y, sin embargo, parecía noche cerrada, lo nunca visto por nadie
en toda aquella región.
La vida prácticamente se había parado en
pueblos, ciudades y aldeas desde que aquella nube negra se apoderó del cielo.
Nadie ya tenía otra cosa que hacer, en ningún lugar desde donde se podía ver la
nube y luego aquella desmedida bola salvo observar aquel terrorífico
espectáculo sin precedente. Ni reyes ni príncipes, visires, nobles, caballeros,
ni guerreros eran capaces en aquellos momentos de pensar en otra cosa que no
fuera zafarse de aquel infierno que parecía que se les venía encima desde el
cielo. Muchos aseguraban que se trataba del preludio del inminente fin del
mundo, y otros muchos no hacían más que rezar y rezar, implorando la
misericordia de Dios.
—Es el maldito Svindex —gritó Kataziah,
asomando su rostro aterrador de serpiente negra, cuando pudo reaccionar tras la
aparición delante de ella del mago Flor, mediando entre ambas partes el inmenso
vuelo del vestido blanco de Amarzad, cuya extensión la princesa podía controlar
mentalmente. El hueco de la esfera que formaban brujos y pájaros-serpientes se
había iluminado completa[1]mente
gracias a las sortijas del mago Flor y Amarzad, así como a las luces y
destellos que emanaban del vestido de la princesa, que aún se abstenía de
utilizar sus poderes, a la espera de que se lo indicara el mago Flor.
—¡Ha llegado tu hora y la hora de todos
tus acompañan[1]tes,
maldita bruja del mal, esclava de Satanás! —respondió el mago Flor, con su
formidable voz que esta vez parecía salir del fondo de un pozo y magnificada
hasta el infinito.
Mientras el mago Flor y Kataziah
discutían, sus voces atronaban y eran audibles en toda aquella región, aunque ininteligibles.
Las voces parecían retumbar entre cielo y tierra, produciendo un extraordinario
eco que seguía retumbando sin cesar, seguido de ecos sucesivos. La voz del gran
mago era grave y resonante, mientras que la de la bruja era aguda e hiriente.
—Acabaremos contigo y con esa mocosa
asesina hasta convertiros en heces de pájaros, malditos seáis —volvió a gritar
Kataziah, secundándola en las amenazas su hermano Wantuz y otros brujos y
brujas, aunque por dentro tem[1]blaban
ante lo tremendamente imprevisible que resultaba Svindex siempre, cuyos
poderes, según sabían todos, eran incalculables.
El mago Flor lanzó una carcajada tan
potente que hizo temblar a los brujos y casi deshizo la bola de pájaros-serpientes
que le asediaban a él y a Amarzad.
—¿Veníais a por la princesa? —les gritó
Svindex muy enfadado esta vez—. Pues aquí la tenéis y os ase[1]guro
que puede acabar con todos vosotros en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Ja, ja, ja! —carcajeaba Kataziah, para
demostrar que ella también podía hacerlo tan potentemente como lo había hecho
su enemigo, lo cual tenía mucha importancia a ojos de sus brujos, y el mago
Flor lo sabía.
Las carcajadas de ambos hacían temblar las
montañas y provocaban vientos extremadamente fuertes que casi arrancaban los
árboles de los bosques y espantaban a sus animales, incluso a los más grandes y
fuertes que andaban por allí como elefantes, leones, tigres y leopardos.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —volvía a carcajear
Kataziah histéricamente, ya visiblemente nerviosa y alterada, pues veía que sus
planes respecto a Amarzad se habían truncado con la súbita aparición del mago
Flor; sin embargo, de ninguna manera se podía echar atrás ante la mirada de ese
ejército de brujos y brujas que la acompañaban—. Demuéstranos cómo va a acabar
con nosotros esta mocosa. Me encantaría saberlo antes de que acabemos con ambos
de una vez por todas —concluía la bruja, que no tenía otra elección que la de
huir hacia delante.
La verdad es que Kataziah decía todo
aquello sin atreverse a lanzar el ataque contra el mago Flor porque lo temía
profundamente, aunque, a la vez, tenía la obligación de demostrar a los suyos
que era capaz de todo con tal de que no le perdiesen el respeto y la confianza
que habían depositado en ella hasta el punto de aceptar for[1]mar
con ella aquel inmenso ejército de gigantescos pájaros-serpientes, cuya única
labor era obedecer y atacar con fiereza y sin piedad a quien los brujos
mandaban que fueran atacados. En aquel momento, ella tenía que asumir aquel
órdago, jugándose el todo por el todo, sabiendo que ella podía salir ilesa de
aquel enfrentamiento, gracias a que, en el fragor de la batalla, podría
escabullirse entre tantos cientos de miles de semejantes suyos.
Kataziah no perdía de vista al mago Flor,
y veía que él y Amarzad estaban como ahogando sus risas. La parecía que ambos
habían acordado algo, y mientras fijaba su vista en ellos vio cómo Amarzad
doblaba su brazo hacia su pecho, abriendo luego la palma de la mano hacia
arriba. De la palma de la mano de la jovencita iba surgiendo un pajarito
pequeñito y coloreado, como un ruiseñor, que al instante empezó a cantar.
Kataziah y sus brujos jamás habían oído a lo largo de sus muy largas vidas
semejante canto, delicioso y encantador, y tampoco sus ojos habían visto
colores tan preciosos y de tan sublime belleza como los de aquel pajarillo.
Así, Kataziah y los suyos, que no percibían desde la distancia que les separaba
de Amarzad que se trataba de un ruiseñor metálico, pues movía su pico y
aleteaba, se quedaron mirando embelesados aquella maravilla posada en la palma
de la mano de la princesita.
Sin embargo, el canto del ruiseñor era
cada vez más fuerte y su tamaño iba creciendo por momentos, sin poder los
brujos apartar la vista de él, fascinados como estaban por su belleza y por su
canto, hasta que se vieron ante un pájaro tan gigantesco como eran ellos mismos
y sus seguidores, y que seguía con la punta de sus patas apoyadas en la palma
de la mano de Amarzad, que no paraba de inter[1]cambiar sonrisas con
el mago Flor, pero ya con una Kataziah y sus brujos muy preocupados al ver que
aquel pájaro encantador no paraba de crecer y que su canto se había vuelto ya
tan ensordecedor que no podían soportarlo, ni ellos ni la gente ni los animales
que estaban en tierra. Por eso Kataziah no esperó más y ordenó a los
pájaros-serpientes lanzar el ataque contra Amarzad y el mago Flor a la vez.
Cientos de miles de pájaros-serpientes se lanzaron sobre ambos en el instante
en que el gran mago del planeta y su ahijada se esfumaban como por ensalmo y el
pájaro mecánico producía una explosión tan grande y potente que no quedó
pájaro-serpiente alguno en el cielo a mucha distancia a la redonda. El resto,
muchos miles, se alejaban pavoridos en todas las direcciones hasta quedarse el
cielo despejado del todo en pocos momentos.
Kataziah, la gran bruja de la nigromancia,
centenaria muy astuta y precavida, al ordenar a sus pájaros-serpientes atacar,
había desaparecido instantáneamente junto a su hermano y muchos otros brujos
destacados. Fueron unos instantes de auténtico duelo de intuición entre el mago
Flor y la princesita por un lado y Kataziah y los suyos por el otro.
De todos modos, el mago Flor solo
pretendía sacar a Amarzad de aquella trampa en la que se vio atrapada gracias a
la larga preparación y planificación que empleó Kataziah en tendérsela, después
de averiguar que los atributos mágicos de Amarzad, que le dotaban de tantísimo
poder, solo podían funcionar si había suficiente luz, cualquier luz, por muy
tenue que fuera. Gracias a ese dato, Kataziah había estado a punto de lograr su
objetivo, si no hubiera sido por la aparición oportuna del mago Flor. Este no
había dejado de seguir los pasos de su protegida a través de Hilal, con órdenes
expresas de que no interviniera personalmente para ayudarla a no ser que se
tratara de un caso de extrema gravedad y gran riesgo para su vida. El mago Flor
quería con eso que Amarzad dependiera de sí misma todo lo posible, y las
victorias cosechadas por ella sobre Kataziah y sus brujos le llenaban de
satisfacción a él y a su ayudante, Hilal.
Sin embargo, ni el mago Flor ni Hilal se
explicaban cómo consiguió Kataziah saber que las armas mágicas de Amarzad no
funcionaban si no había algo de luz, aunque fuera la de las estrellas en las
noches sin luna.
—Entonces, ¿por qué no me atacó de noche?
Le hubiera sido más fácil conseguir una oscuridad cerrada —preguntó Amarzad al
mago Flor cuando este le hubo explicado el plan minucioso que había preparado
la gran bruja del mal para oscurecer la región con el objetivo de inutilizar
sus poderes mágicos.
—De haber llevado su plan de noche
—respondió el mago Flor mientras se alejaba con Amarzad del lugar de la
explosión, volando, para regresar al cielo de Qanunistán—, no habría podido
localizarte con precisión en medio de la oscuridad y entre tantos ejércitos,
bosques y montañas que hay abajo. Necesitaba la claridad del sol para
localizarte y ya entonces, cuando lo hubo logrado, hizo oscurecer el firmamento
y la tierra en toda la zona.
La explosión del pájaro mecánico gigantesco
se sintió en los cinco reinos, Qanunistán, Najmistán, Nimristán, Sindistán y
Rujistán. En Zulmabad, capital de Rujistán, en cuyo cielo tuvo lugar la explosión,
esta provocó una sacudida tal que causó importantes destrozos en la ciudad, incluso
en el propio Palacio Real. Es verdad que la explosión hizo que la luz del sol
iluminara de nuevo toda la región, con lo que significaba esto de volver a la
normalidad y a la tranquilidad en las ciudades y pueblos afectados de los cinco
reinos, pero el tirano de Qadir Khan lo había pasado tan mal a lo largo de las
dos horas que duró aquel terrorífico fenómeno natural que cayó enfermo, presa
de convulsiones y alucinaciones, máxime después de haber visto los destrozos,
aunque no muy cuantiosos, ocurridos en su pro[1]pio palacio. Los
latidos de su corazón se aceleraban tanto que sentía ahogo y mareos, padeciendo
a la vez fuertes y dolorosos latidos en las sienes. Poco después, se apoderó de
él un estado febril que le obligó a guardar cama.
Faltaban solamente siete días para la boda
de Bahman y Gayatari y algunos ilustres invitados habían avisado ya de su
inminente llegada a Zulmabad, lo que intensificaba el nerviosismo del rey y de
todos los miembros de su familia, especialmente el príncipe Qandar, quien no se
separaba de su padre, tomando las riendas de la situación ante su enfermedad.
Qadir Khan, quien ordenó la inmediata
reconstrucción de las partes afectadas del palacio, pensó, en medio de la
ofuscación provocada por su enfermedad y por el fuerte estado de ansiedad en el
que se encontraba, que aquella terrible oscuridad y la posterior explosión
habían afectado únicamente a Zulmabad y que eran dirigidas expresa[1]mente
contra su capital y no tenía ni idea de que también la habían sufrido —aunque
en menor medida— todos los reinos de la región. En su afán mental de encontrar
una explicación al fenómeno sobrenatural al que había asistido, su pensamiento
se centró en que su hijo Khorshid había atacado a Amarzad, como estaba
previsto, y que esta había decidido atacar Zulmabad como forma de vengarse del
propio Qadir Khan y que tal vez ese ataque no había hecho más que empezar. Al
rey se le había metido en la cabeza que Amarzad estaba detrás de esa catástrofe
y no había nadie capaz de quitarle esa obsesión.
Cada vez que Qadir Khan recordaba,
temblando como estaba en su lecho, las colosales dimensiones del sobrenatural
fenómeno que sacudió su país aquella mañana, sentía auténticos escalofríos al
pensar que «esa princesa podía ser tan poderosa y destructiva». No paraba de
conjeturar acerca de lo que pudo haber pasado a su hijo y al ejército que encabezaba.
Gritaba, delirando, llamando unas veces a su esposa, la reina Sirin, otras
veces a sus hijos y otras a sus visires, y se aferraba a la mano de su hijo
Qandar urgiéndole reiterada[1]mente
que indagase lo antes posible si algo les había sucedido a Khorshid y a su
ejército que él sabía que andaban en la zona fronteriza con Qanunistán, al este
del país.
Nuestro hijo mayor ha sido asesinad por la
hija de Nuriddin, ¿oyes, Sirin? —gritaba Qadir Khan aferrado a la muñeca de su esposa
con una mano y a la de su hijo Qandar con la otra—. Tu hermano Khorshid muerto,
Qandar, vuestro hermano muerto a manos de esa princesa bruja —decía desolado a
sus otros hijos, todos menores que Qandar. Dos jinetes salieron inmediatamente
de palacio, por orden de Qandar, a lomo de sendos veloces caballos con Khorshid
y su ejército como meta. El ambiente en Zulmabad, y concretamente en el Palacio
Real, era de lo más triste, en lugar de la alegría que había empezado a
instalarse allí con el acercamiento del día de la boda real. Zulmabad estaba ya
engalanado para la feliz ocasión, sin embargo, todos aquellos ornamentos y
adornos no eran capaces de alegrar a la gente ni dentro ni fuera de palacio.
Nada más salieron de Zulmabad los dos jinetes, Qandar leyó unas notas recibidas
en las patas de unas palomas mensajeras enviadas por Rasul Mir la mañana del
día de su muerte, avisando a Qadir Khan de la decisión de Kisradar de abandonar
la alianza tripartita «tras haber sido convencido para tomar esta decisión por
una mocosa, una niña, la hija del sultán Nuriddin, princesa Amarzad». También
les comunicaba que estaba en marcha una conspiración para derrocar al rey aquel
mismo día y coronar en su lugar a su hijo Korosh. Todos en el Palacio Real de
Zulmabad sabían que el príncipe Korosh era más fanático que el pro[1]pio
Qadir Khan en su odio hacia Qanunistán y deseoso de apoderarse de parte de
aquel país. Qandar iba leyendo los mensajes ante su padre, en voz alta. A Qadir
Khan, al escuchar el nombre de Amarzad y lo que había hecho en Darabad, terminó
por darle un ataque de nervios, que ya le andaba rondando desde que oscureció
el cielo, sumiéndole más en la inconsciencia. Los médicos de palacio intentaban
desesperadamente despertarle. Poco después, al recuperar el conocimiento, lo
primero que dijo, presa de la histeria, fue:
—¡¿Mocosa?! ¡¿Ese imbécil de Rasul Mir
dice que la hija de Nuriddin es una mocosa?! —exclamaba el rey totalmente fuera
de sí—. ¿Y ese pretende derrocar a Kisradar? ¿Pero cómo puede ser eso? ¿Hasta
cuándo vamos a soportar los ataques de la bruja esa de Amarzad? ¿Dónde está
Jasiazadeh para ayudarme? ¿Quién puede acabar con ese diablo de princesa?
Qadir Khan deliraba, a veces gritando y a
veces susurrando, rodeado de su familia y de Sayed Zada, su gran visir. Todos
tenían la cara sombría, de profunda preocupación, pues la guerra estaba al
caer, aunque Qadir Khan, a petición de Bahman, había decidido aplazarla para
que se iniciara un mes después de la boda; de esta manera le daría tiempo para
llegar a Dahab y tomar allí las riendas del ejército de su padre y poder así
preparar el plan tramado con su futuro suegro, cuando llegase el ejército de
Rujistán a las afueras de Dahab, que es donde pensaban en Zulmabad iba a tener
lugar la gran y decisiva batalla. El príncipe Qandar empezaba a sentir que la
guerra ya se había iniciado, pero no por parte de ellos, sino por parte de
Qanunistán. Aun así, trataba de tranquilizar a su padre e infundirle ánimo.
—No tema nada, padre —dijo Qandar—, menos
mal que hemos avisado a nuestros aliados del aplazamiento de la gran invasión.
Así tenemos bastante tiempo para reorganizarnos y ver lo que hacemos con esa
maldita Amarzad.
Continuará…