AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


Entrega 52   (10 mayo 2023)


....No le cabía duda alguna de que él era el único responsable de aquel desastre en el que había metido a todo su reino y que podía suponer el fin de la saga familiar suya en el trono de Sindistán.

Finalmente, y atravesando un largo y estrecho desfiladero entre dos montañas rocosas, Radi Shah y sus acompañantes llegaron hasta las inmediaciones de los campamentos de su ejército en la cordillera de Nujum, al sur de su país. Durante los días de marcha, hasta llegar allí, no dejaba de rondarle por la cabeza a Radi Shah la idea del suicidio, una idea que se iba apoderando de su mente. Pero al divisar desde una colina los campamentos de su ejército, que ocupaban una vastísima llanura que se extendía hasta donde llegaba su vista, rodeada casi por completo de montañas, recuperó algo de esperanza. «¿Y por qué no? —se preguntaba—. Al final todo podía volver a su sitio» y Sundos y el resto del país podían ser recuperados para su corona y para su gloria, con lo que iba a poder resarcirse de tanta humillación y tanta desolación que venía sufriendo desde hacía días en lo más profundo de su alma. Al ver aquel magnífico panorama, un vasto campamento militar bajo su mando, en medio de imponentes montañas entre boscosas y rocosas, a lomos de un hermoso caballo tordo, arropado por su hermano Sarwan, su primo Ayub, y otros príncipes y nobles que le rodeaban, Radi Shah empezó a ver claro que la batalla que le esperaba contra el ejército de Akbar Khan, para recuperar su capital, le suponía la mejor manera de suicidarse, y morir como héroe si no salía victorioso y laureado.

—¡O una muerte digna o la victoria! —le oyeron gritar al rey de repente, agitando su alfanje en alto.

A Sarwan y los demás les parecía que el rey acababa de resucitar de un largo letargo, por lo que todos le miraron sonrientes y esperanzados.

—Sí, majestad, ¡o una muerte digna o la victoria! —gritaron todos a la vez, desenvainando sus alfanjes y agitándolos en alto.

Acto seguido, el rey espoleó su cabalgadura en busca de los campamentos, lanzándose al galope, tan veloz que parecía despeñarse por una ladera cuya inclinación era tan pronunciada que parecía más bien un barranco. Al verlo hacer aquello, todos sus acompañantes le imitaron galopando detrás de él y lanzando gritos de alegría, que repetían las montañas y las rocas, formando un continuo y retumbante eco. Detrás, iba la tropa que los acompañaba, marchando pausada y cuidadosamente por aquella pendiente escabrosa, custodiando a la reina y otros miembros del séquito real.

La reina Soraya estaba desolada y no había parado de llorar desde que oyó la noticia de la caída de Sundos. El desasosiego y la ansiedad que la embargaban hasta el ahogamiento no se debían solo a la pérdida de su reino, su posición y al cambio tan abismal acontecido en su vida en un abrir y cerrar de ojos, sino también a la lacerante incertidumbre ante el futuro, pues ella no acababa de creerse lo que le decían Sarwan, Ayub y otros, de que la victoria contra Akbar Khan estaba asegurada ya que el ejército de Sindistán estaba aún intacto y presto para la batalla de recuperación de Sundos, pues no había oído estas aseveraciones de boca de su esposo, al que veía derrumbado, con el semblante sombrío y el gesto tambaleante, rehuyendo en todo momento mirarla a los ojos.

Radi Shah, sintiéndose aún algo confuso e indispuesto, nombró a su hermano Sarwan caudillo supremo del ejército, y ordenó llevar a su esposa, los hijos menores de ambos y las doncellas encargadas de ellos a un gran castillo próximo, lo suficientemente alejado de Sundos como para estar bien a salvo de sorpresas por parte de los invasores. Les acompañarían un centenar de caballeros, para que esperaran allí a ser llamados por el rey. La despedida de Radi Shah de su familia estuvo repleta de fuertes emociones: Soraya no dejaba de llorar, lamentando su nefasta suerte que la llevó a estar despidiendo a su marido que iba a librar una decisiva batalla, en lugar de estar en aquellos momentos, como estaba previsto, a las puertas de Zulmabad para disfrutar de unos días maravillosos rodeados de sus iguales. Y es que el ser humano siempre es así, creyéndose dueño y señor de su mañana, cuando ni siquiera puede garantizar lo que le puede acontecer en el siguiente momento de su vida.

Así las cosas, el ejército de Radi Shah emprendió la marcha hacia Sundos, empezando por atravesar angostos desfiladeros y gargantas. Lo que no sabían Radi Shah ni su hermano Sarwan —y cuántas veces ignoramos que lo que desconocemos sobre nuestros planes es mucho más determinante que lo que sabemos— es que grandes tropas de Najmistán los estaban acechando y tendiéndoles numerosas emboscadas en el primer tramo de su marcha, en plena cordillera de Nujum.

Zafar Pachá, caudillo del ejército de Najmistán, que ya llevaba en la zona fronteriza el suficiente tiempo como para poder recabar información fidedigna sobre el número de soldados, pertrechos, armas y posiciones del ejército enemigo, ejecutó la primera parte del plan establecido previamente con Akbar Khan, dejando pasar sin novedad lo que venía a ser la mitad del ejército enemigo. La marcha a través de aquellos desfiladeros y montes era necesariamente lenta y pesada y convertía a las tropas de Radi Shah en objetivo fácil. Los atacantes no tendrían dificultad en interrumpir la marcha, ya fuera a base de ataques masivos desde las alturas con cientos de arqueros o provocando derrumbes de rocas y piedras que taponarían los caminos definitivamente.

En cambio, Radi Shah había elegido enviar su ejército concretamente a esa zona montañosa, aunque estacionados en aquella llanura, porque facilitaba la ocultación de sus tropas cerca de la frontera de Qanunistán hasta la llegada del día de la invasión. Además, Radi Shah había pensado que en Dahab nunca iban a pensar que el ataque sindistaní podía producirse precisamente desde aquella zona de tan difícil tránsito, lo que le garantizaba el factor sorpresa.

El imponente ejército de Radi Shah transcurría a través de varios desfiladeros que llevaban forzosamente a uno solo, algo más ancho que los anteriores, muy largo, situado entre dos montañas rocosas repletas de cuevas y picos en sus laderas, y que formaban una especie de paredes infranqueables, con una a la derecha y otra a la izquierda. Su paso era lento y pesado. Allí, a ambos lados de aquel desfiladero principal, esperaba la mayor parte de los emboscados najmistaníes que llevaban días afanándose en preparar su ataque.

Al terminar el desfile de lo que Zafar Pachá estimó que era la mitad del ejército sindistaní, cuando era ya era media tarde, ordenó el ataque que iba a partir las tropas enemigas literalmente en dos. Primero fue la ofensiva certera de cientos de arqueros y ballesteros, que sembró el súbito desconcierto y gran nerviosismo entre las tropas de Radi Shah, seguida del derribo masivo de grandes moles de roca que cerraban el paso a la segunda mitad del ejército, reanudando después la lluvia de flechas de los arqueros, que se emplearon a fondo en las tropas que quedaron rezagadas en el fondo del desfiladero, antes de que les cayeran encima miles de soldados desde los montes que les rodeaban, como si fueran olas de muerte que segaban las vidas de unos enemigos fuertemente aturdidos, perplejos y prácticamente encerrados en aquella estrecha cañada. El ataque sorprendió al príncipe Sarwan, mientras supervisaba la marcha en la parte trasera de aquella impresionante columna militar que aún no había terminado de salir de la red de desfiladeros angostos mientras que la cabecera del ejército ya se encontraba saliendo del desfiladero principal a una inmensa planicie, quedando la cordillera de Nujum a sus espaldas.

Las tropas de la primera parte del ejército de Radi Shah, encabezada por el mismo rey junto al príncipe Ayub, quedaron igualmente impactadas y desorientadas al verse separadas del resto del ejército por lo que parecían auténticos paredones de enorme grosor y altura que de repente hacían imposible la comunicación entre una y otra parte de las tropas.

El rey y sus lugartenientes se dieron cuenta del enorme número de arqueros y soldados enemigos que dejaban atrás y que estaban encaramados en las cumbres y las laderas de los montes, muchos de ellos a caballo, por lo que optaron por apretar el paso antes de ser atrapada su tropa por aquellas emboscadas y tan astutamente tendidas. El rey y Ayub iban y venían velozmente sobre sus cabalgaduras a lo largo de la columna de caballeros y soldados de a pie, donde había cundido la inquietud y el caos, dando órdenes a sus tropas para que apresuraran la marcha y se alejaran cuanto antes de aquel lugar maldito, aunque ellos no eran objetivo de ningún ataque de envergadura, hasta que por fin terminaron de salir todos del infernal desfiladero.

Radi Shah, dándose cuenta ya de que estaban fuera de peligro y lejos de las fuerzas enemigas, ordenó detener la marcha.

—Este maldito Akbar Khan lo tenía todo previsto —gritó

 el rey a pleno pulmón dirigiéndose a Ayub y a otros caudillos que acudieron a enterarse de la estrategia a seguir después de aquella inesperada, extrema y traumática circunstancia, en medio del estentóreo vocerío que armaban las tropas en su acuciada estampida.

—¿Qué hacemos, majestad? —preguntó gritando, muy preocupado, el príncipe Ayub—. No podemos volver hacia atrás con las alturas tomadas por los soldados y arqueros enemigos, sería una matanza en nuestras filas y nunca alcanzaremos Sundos.

—¡Y cómo vamos a poder liberar a Sundos si gran parte de nuestro ejército ha quedado atrás y Dios sabe cuántos de ellos han caído ya! —exclamó uno de los nobles en tono desesperado.

—Nada se puede hacer ya por el resto de la tropa —sentenció el rey, hablando fuerte y de modo tajante—. Sarwan ha quedado atrás y él sabrá muy bien cómo manejar esta situación tan inesperada. Nosotros seguiremos adelante, hasta Sundos y Sarwan nos alcanzará con el resto de la tropa, y no olvidéis que el enemigo tiene gran parte de su ejercito aquí, y que también han quedado atrás.

Y tal como había planificado Akbar Khan, la primera mitad del ejército siguió su marcha, a pasos forzados, tanto como permitía el terreno y las enormes cargas de pertrechos y avituallamiento, para alcanzar Sundos cuanto antes.

En cuanto a Sarwan, estuvo luchando junto a sus tropas a lo largo de la tarde hasta que cesó el ataque enemigo a la caída de la noche, aprovechando bien la oscuridad y el conocimiento del terreno por parte de algunos de sus exploradores, que buscaron senderos por donde las tropas pudieron zafarse de aquel laberinto de trampas mortales, pero saliendo del mismo en otra dirección que no era la que buscaban en principio; el caso era salir de allí a toda costa. A lo largo de la noche, las tropas de Sarwan apretaban la marcha como podían, dejando atrás toda clase de pertrechos pesados, salvo sus armas personales, para moverse ligeras y poder así alejarse todo lo posible de aquel laberinto montañoso de angosturas y gargantas. Así, a la salida del sol, habían dejado muy atrás aquellas montañas tenebrosas, encontrándose ya agotados y al límite de sus fuerzas.

Sarwan no tenía más remedio que permanecer por largas horas en aquel lugar desconocido, la tropa y los caballos debían descansar, además de curar a los heridos. Se trataba de una interminable llanura, casi desértica, salpicada de matojos y arbustos, donde no se veía ni un alma ni aldea alguna, hasta donde alcanzaba la vista. Y mientras los exploradores salieron en distintas direcciones intentando reconocer la ubicación geográfica donde se encontraban, además de inspeccionar el terreno, Sarwan permanecía con sus tropas en aquel lugar a la espera de su regreso. El recuento de las pérdidas sufridas en las emboscadas y la batalla de los desfiladeros arrojó tremendos y muy dolorosos resultados. Casi la tercera parte de los hombres que habían sido sorprendidos en aquella gigantesca trampa habían caído. Además, de la enorme pérdida de pertrechos y provisiones.

Los exploradores empezaron a regresar al segundo día de haberse marchado, informando de la ubicación exacta donde se encontraba Sarwan y sus tropas. Se encontraban dentro del territorio de Qanunistán, por lo que tenían que apresurarse a poner rumbo hacia el norte, de regreso a Sindistán, pero temían volver a toparse con las tropas de Akbar Khan, por lo que el príncipe Sarwan decidió arriesgarse y marchar hacia el este, siempre dentro de la frontera de Qanunistán, pero bordeándola para volver a entrar en territorio de Sindistán, más allá de los montes de Nujum. Había perdido ya tres días de marcha para alcanzar a su hermano, Radi Shah, e iba a perder dos días más intentando evitar las tropas de Najmistán, antes de adentrarse de nuevo en territorio propio.

 

Mientras tanto, en Sundos, el sultán Akbar Khan y su hermano, Shahlal, se preparaban junto a sus caudillos para la que debía ser la gran batalla contra el ejército de Radi Shah. Con la ayuda de aquellos nobles sindistaníes que pasaron a las filas del sultán, rindiéndole vasallaje y jurando defenderlo con sus propias vidas, el ejército de Najmistán iba tomando posiciones claves para la defensa de Sundos, mientras el grueso del ejército se había estacionado en una llanura en las afueras de la capital, esperando allí a las tropas de Radi Shah, quien tenía, forzosamente, a causa de la naturaleza del terreno, que acampar allí.

Al mismo tiempo, Akbar Khan había convocado a aquellos líderes de rebeliones pasadas contra Radi Shah, que habían sido aplastadas una tras otra y que pudieron escapar de la garra del tirano de Sundos. Ellos y sus seguidores eran perfectos conocedores del terreno en el oeste del país y estaban deseosos de vengarse de Radi Shah, cuyas tropas, bajo su mando directo, habían matado a muchos de sus hombres, allegados y familiares. Estos líderes acudieron acompañados de cientos de sus correligionarios y se pusieron a las órdenes del rey Akbar Khan, quien les puso bajo el mando de Shahlal, uniéndose a sus tropas.

 

Capítulo 40                    Qadir Khan vuelve a sonreír

 

E

n Rujistán, el rey Qadir Khan había atravesado aquella crisis nerviosa que le causaron los acontecimientos del día de la explosión del ruiseñor cantarín, recuperando su salud y volviendo a amarrar con fuerza las riendas de su reino y de su ejército. Mientras, la capital, Zulmabad, retomaba su vida normal: ya se habían reparado los destrozos provocados por aquella explosión, tanto en la propia ciudad como en el Palacio Real.

Cuando el rey se había recuperado de la gran zozobra que le supuso creer que su hijo, el príncipe Khorshid, se había muerto en el ataque de los pájaros-serpientes de Kataziah —a pesar de que le quedaba la pena de saber de la destrucción de todo el ejército que su hijo encabezaba—, y con el príncipe ya a un día de camino de Zulmabad, a donde regresaba junto a los pocos centenares que se salvaron, se sentía especialmente aliviado al saber por los mensajeros que le envió Khorshid que el ataque que habían sufrido fue lanzado en realidad por miles y miles de pájaros monstruosos y que nada tenía que ver con ninguna chica voladora, o sea, con la hija del sultán Nuriddin.

Esa noticia, junto a la de la salvación de su hijo, le supuso a Qadir Khan sacarle del fondo del abismal pozo en el que se había sumido durante los días siguientes a la explosión del ruiseñor cantarín. «Entonces no fue obra de esa bruja de Amarzad, con lo cual también puede ser mentira que ella haya sido la autora de la destrucción de la tropa de Jabur y de las otras fuerzas en la zona de la frontera con Qanunistán», decía Qadir Khan a la reina Sirin, a su hijo Qandar y a los visires, queriendo así tranquilizarse a sí mismo y a los que le rodeaban. Por fin podían quitarse la gravísima preocupación de pensar que Nuriddin tenía una hija tan poderosa que valía por un ejército. Por fin podían respirar hondo.

Con este consuelo, Qadir Khan recuperaba la alegría, retomaba las iniciativas y supervisaba personalmente el engalanado de su capital en previsión de la boda de su hija, que era ya muy próxima.

Otro elemento para sumar felicidad en su corazón fue el haberse enterado de la derrota de los partidarios del depuesto rey Kisradar y el triunfo del nuevo monarca, Abdón, afín a él y acérrimo de la causa de la alianza tripartita. Eso le tranquilizó enormemente, pues volvía a contar con dos ejércitos más para la gran invasión.

¿Pero acaso la vida regala alguna vez más de dos noticias buenas seguidas sin que sean enturbiadas por una mala o nefasta noticia, la tercera, y puede que una cuarta aún peor?

Y es justo lo que le pasó a Qadir Khan cuando llegaron de Qanunistán los brujos de Jasiazadeh, esos que no viajaban como el resto de la gente, sino que atravesaban grandes distancias en cortos tiempos. Así pronto esperaban a entrar en el salón donde se encontraba medio tumbado sobre un diván, despachando con uno de sus visires. Cuando fue avisado de la llegada de esos brujos, el rey pensó que la racha de buenas nuevas seguía su curso y que esos visitantes le iban a dar excelentes noticias sobre Jasiazadeh, de quien lo último que sabía era su apresamiento por los magos de Nuriddin, aunque esos magos, de los que le hablaron, nada tenían que ver con el sultán de Qanunistán, salvo por su espontánea voluntad de protegerle a él y a su familia.

Los brujos se postraron ante el monarca, con las cabezas agachadas, a la espera de que se les permitiera hablar.

—¿Qué? ¿Ya ha sido liberada Jasiazadeh? —preguntó el rey impacientemente a los brujos.

Los brujos permanecían callados, pues no se atrevían a decirle la verdad acerca del definitivo final en el que desembocó la vida de la que fue su ama. Ante su silencio, el rey temió lo peor y su cara se descomponía por momentos a la espera de que alguno de ellos le dijera algo.

—¡Estúpidos malnacidos! —estalló Qadir Khan—. ¡Contestad a mi pregunta antes de que ordene enviaros a todos a las mazmorras! —les amenazó, a sabiendas de que a esos no había quien los mantuviera entre cuatro paredes.

Cuando uno de ellos se atrevió a contarle al rey, en detalle, el fracaso del intento de rescatar a Jasiazadeh, y el triste destino en el que ella acabó, negándose a ser rehabilitada como bruja y prefiriendo esperar tranquilamente el final de sus días, el rey estalló en carcajadas, para luego callarse y quedarse muy pensativo.

—O sea, que los magos de ese sultán, Nuriddin, son mucho mejores y más poderosos que vosotros, atajo de inútiles —dijo Qadir Khan con semblante grave y preocupado—. Menudo desastre he cosechado con vosotros y con vuestra jefa. Vuestros sucesivos fracasos en Dahab me han puesto a mí y a mi reino en ridículo.

Qadir Khan sabía de sobra que no podía castigar a aquellos brujos de la manera que hubiera deseado, ejecutarlos a todos, por temor a la reacción a sus cientos de compañeros esparcidos por todo el reino y cuyo poder era muy temible.

—Desapareced de mi vista, pero permaneced atentos por si vuelvo a llamaros —concluyó el rey severamente.

En realidad, Qadir Khan pensó en aquellos momentos que no volvería a solicitar los servicios de los brujos y brujas de su reino en su confrontación con Nuriddin, ya que con lo sucedido en los intentos fracasados de asesinar al sultán qanunistaní y con el apresamiento de Jasiazadeh y el tremendo fracaso del rescate, tenía el rey más que suficientes pruebas de que los brujos de su país no estaban a la altura de la de los magos de Qanunistán. «Todo hay que resolverlo confiando únicamente en el filo de la espada», pensó satisfecho y nuevamente esperanzado.

Sin embargo, la cuestión de Jasiazadeh y sus brujos no pasó de ser un cuento de niños comparado con el enorme disgusto que le acarreó al rey la llegada del príncipe Feruz, hijo del rey Radi Shah, quien llevaba consigo la noticia de la invasión de Sindistán por parte del sultán Akbar Khan, y la conquista de la propia Sundos, y toda la zona este del país.

Oída la narración de los hechos realizada por Feruz ante el rey, el príncipe Qandar, el gran visir, Sayed Zada, y el general de sus ejércitos, Diauddin, todos parecían palidecer por momentos, según iba avanzando el relato de los hechos. Y no menos demudada se iba quedando la cara de Feruz según iba observando que sus palabras caían sobre los presentes como rayos fulminantes que les iban dejando mudos. Tanto fue así, que Feruz no hubiera deseado otra cosa en aquellos momentos que salir corriendo de aquel lugar en el que empezaba a sentirse indeseable y apestado. Feruz, a lo largo del viaje desde que dejó a su padre, temía enormemente la llegada del momento en que él tuviera que contarle al rey Qadir Khan lo sucedido en Sindistán, pero nunca había imaginado que el sentimiento de humillación, que él temía sufrir en tal tesitura, iba a ser tan desmedido y tan desgarrador.

Nadie, ni siquiera Qadir Khan, hizo comentario alguno cuando Feruz se calló dando por terminada su historia. Un silencio aplastante y pegajoso reinó sobre aquel salón en el que se había recibido a Feruz junto a los tres nobles que le acompañaban. Ninguno de los presentes sabía qué decir ante tamaña catástrofe. Se miraban unos a otros, pero ninguno se atrevía a hablar antes que el rey. Este, con las manos cogidas detrás de la espalda, iba y venía muy absorto y preocupado. «¿Y ahora qué debo hacer? —se preguntaba—. Cuando acabamos de ser salvados de perder a Nimristán, ahora resulta que perdemos a Sindistán. Este maldito Akbar Khan, que parecía una mosca muerta y que no iba a pintar nada en esta guerra, resulta que ahora nos toma la delantera a todos e inicia él la guerra, en vez de hacerlo yo o mis aliados, aprovechando, claro está, la circunstancia de la boda de mi hija con la intención clara de aguarme la fiesta».

—Majestad, seguro que mi padre, su majestad el rey Radi Shah, que Dios le dé larga y victoriosa vida, recuperará Sundos, pues nuestro gran ejército, formado como su majestad sabe, de aguerridos caballeros, jinetes y una infantería arrolladora, estará a punto de llegar allí, y sin lugar a duda derrotará a Akbar Khan —dijo Feruz, ante el silencio de todos y observando el grado de preocupación que asomaba por los rostros de los presentes, especialmente el del rey.

Lógicamente, el hijo de Radi Shah no sabía aún que buena parte del ejército de su padre fue destruida en las emboscadas de la cordillera de Nujum, al sur de su país.

—Esperaremos a ver si se cumple lo que dices, príncipe Feruz —respondió el rey algo más tranquilo al detectar la determinación y el aplomo empleados por el príncipe mientras hablaba—. No me cabe duda de que ese traidor de Akbar Khan, que aprovechó la ausencia de vuestro padre y del ejército para invadiros, será derrotado de la peor manera.

Feruz no se atrevió, de momento, a comunicarle al rey el mensaje de Radi Shah pidiéndole ayuda a Qadir Khan, pues preveía que el rey, que no se mostró nada amable ni receptivo con él desde que supo de la nefasta noticia de la caída de Sundos, le iba a contestar de malos modos.

Continuará...

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