AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
Entrega 46 (13 marzo 2023)
Instalado el rey y su séquito en el Palacio Real de
Sundos, que hasta hacía menos de una hora pertenecía a Radi Shah y su familia
—¿Y quién puede evitar las vicisitudes de la vida y sus bruscas alteraciones,
expresadas en un verso árabe que dice: «en lo que se tarda en parpadear, cambia
Dios una situación por otra distinta»?—. El sultán ordenó que los pregoneros
fueran anunciando por toda la ciudad que se podía salir de las casas en paz,
que nadie iba a causar el mínimo daño a la población e instaban a cualquier
persona que sufriera maltrato por parte de soldados o autoridades a que
acudiera a denunciarlo ante el príncipe Shahlal o ante el propio sultán, en el
Palacio Real «cuyas puertas iban a permanecer abiertas para recibir las quejas
de la población», rezaba el pregón. Añadía que no habría recaudadores
atosigando a la gente a partir de aquel día y hasta nueva orden. Estas medidas
apaciguaron a la gente, lo que favorecía que las nuevas autoridades se ganaran
su confianza y, más tarde, con el paso del tiempo, su lealtad, pues habían
encontrado una diferencia abismal entre el trato que recibían de la anterior
monarquía y el que les brindaban las nuevas autoridades.
Capítulo36. Amarzad y los miserables
marzad tardaba
en llegar a Dahab a causa de algunos incidentes que tuvo en su camino de
regreso. Como pasó, por ejemplo, aquel día, cuando solo faltaban tres jornadas
para llegar a la capital del reino. La tropa se disponía a reiniciar la marcha
a la salida del sol, cerca de un poblado de campesinos, muchos de cuyos
habitantes se habían acercado al campamento de la princesa, intentando vender
sus productos agrícolas. Mientras, otros, que se habían enterado por la tropa
de que con ellos iba la princesa Amarzad, se afanaban por hacerle llegar sus
humildes regalos a la hija del sultán. Así estaban las cosas, cuando una
campesina entrada en edad pudo llegar hasta Muhammad Pachá, quien iba montado
en su espléndida cabalgadura, con aspecto de gran señor por su barba blanca; a
ella le pareció el amo de toda aquella soldadesca. La mujer se puso junto al
caballo del gran visir, y agarrándole a este por su pie, a voces le rogaba que
la escuchara. Burhanuddin, que se encontraba a caballo, junto al gran visir,
hizo señal con su mano a uno de sus hombres, pidiéndole alejar a la señora del
lugar para que no siguiera atosigando a Muhammad Pachá. Sin embargo, este pidió
al caballero que no se acercara.
—Señor, no sé quién es usted, pero se ve que es el
mandamás de esta tropa. ¿Es así, señor? —preguntaba, gritando, la mujer de
aspecto humilde y desgreñado pero de mirada penetrante.
—Sí, señora, es así —respondió el gran visir
mirándola desde arriba, mientras Burhanuddin estaba pendiente de saber qué es
lo que quería aquella mujer.
—¡Pues socórranos, señor! —exclamaba la mujer,
desesperada, con lágrimas en los ojos—. ¡Por Dios, socórranos! —volvió a
exclamar, insistentemente.
—Tranquilícese, señora —dijo el viejo pachá,
mientras se apeaba de su caballo para atender mejor a aquella pobre mujer, a la
vez que invitaba con un gesto de su mano a Burhanuddin a bajarse de su montura
y unirse a él. El joven pachá obedeció de inmediato.
—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó Muhammad
Pachá amigablemente y sonriente, intentando tranquilizar a la mujer.
—Uma, señor —respondió la mujer agarrándose a la
mano derecha del gran visir para intentar besarla—. Me llamo Uma.
—Dígame, Uma, ¿qué problema tiene usted? —preguntó
el viejo pachá cariñosamente, dirigiéndose a la señora que seguía llorando.
—Nuestro pueblo es pequeño, señor —respondió aquella
valiente mujer, dirigiéndose solo a Muhammad Pachá e ignorando la presencia de
Burhanuddin—, y somos víctimas de unos bandidos que nos tienen sometidos desde
hace años, a nosotros y a los pueblos vecinos, sin que ninguna autoridad
apareciera por aquí para ayudarnos.
Los dos pachás intercambiaron miradas de
perplejidad, aunque sabían que aquello que contaba la mujer ocurría en algunas
zonas rurales del país, donde apenas hay presencia de autoridades. Su
perplejidad se debía en realidad a no saber qué hacer ante aquella denuncia que
les llegaba de parte de una pobre mujer que se la veía hablando con tanta
sinceridad y desesperación.
—Mataron a mi marido y a otros hombres del pueblo,
señor —se apresuró a decir la mujer al ver que ambos hombres se miraban y no
decían nada—. Nadie puede enfrentarse a ellos, pues son muchos y son salvajes,
violan a las mujeres y saquean al pueblo cada vez que nos atacan.
En eso llegó Shakur al galope,
diciendo que la princesa preguntaba por el motivo de demora en el inicio de la
marcha. Burhanuddin se lo contó y Shakur galopó de nuevo para informar a
Amarzad.
—Tenemos que ayudar a esta gente, excelencia —dijo
Burhanuddin muy dolido por la narración que hizo la mujer y muy entusiasta por
auxiliarla a ella y al resto de los moradores de aquel desdichado pueblo.
La mujer, al escucharle no dejaba de juntar las
palmas de sus manos, inclinando la cabeza ante ambos hombres, y repitiendo en
voz baja: «por favor, señores, por favor, ayúdennos».
—Espere, espere, buena mujer —le dijo Muhammad Pachá
amablemente a la señora.
Uma se calló, y ya se interesaba por Burhanuddin y
le miraba suplicante, pues la había quedado claro que aquel joven, de aspecto
fuerte y estatura imponente, tenía verdadera voluntad de ayudarla. Además de
haber percibido que aquel joven hablaba también como un mandamás, igual que el
viejo de barba blanca.
—Es
una situación embarazosa, joven pachá —le confesó Muhammad Pachá a
Burhanuddin—. Si queremos dedicarnos a ayudar a los pueblos de por aquí
tendríamos que invertir varios meses en esta misión y tal vez años.
Lo que tenemos que hacer es
llegar cuanto antes a Dahab, esta es nuestra concreta misión. ¿No le parece,
joven pachá? —terminó preguntando, con tono suave y apacible, el gran visir.
En eso llegó la princesa
montada a caballo, acompañada de Shakur. Uma, al verla, se quedó estupefacta
ante el esplendor que emanaba el rostro de Amarzad, y cuando observó que los
dos pachás la trataban de alteza, se percató de su linaje y se puso de rodillas
ante su caballo llorando desconsolada, implorando su ayuda. La princesa
desmontó y se acercó a ella, levantándola del suelo y secándole las lágrimas
con sus manos trato de consolarla, lo que dejó anonadada a la pobre mujer que
se quedó sin poder articular palabra, contemplando embelesada aquella bella y
angelical faz.
Cuando la princesa terminó de saber qué es lo que
quería aquella mujer les dijo a ambos pachás que había que ayudarla y acabar
con aquellos bandidos, lo cual encontró apoyo pleno de parte de Burhanuddin.
—¿Y dónde están estos bandidos ahora? —preguntó el
viejo pachá a Uma, esta vez con tono apremiante.
—No lo sé, señor, pero no pueden tardar mucho en
venir aquí, para atacarnos de nuevo, puesto que la última vez que lo hicieron
fue hace casi un mes.
—Pues, princesa, ¿cómo vamos a localizar a esos
bandidos? No tenemos tiempo, alteza, nos esperan en Dahab —volvió a hablar el
gran visir, algo impaciente.
Burhanuddin estaba seguro de que al final se haría lo
que ordenase Amarzad y que iban a ayudar a esos campesinos tan pobres y tan
humildes. Él mismo estaba deseando hacer justicia con sus propias manos.
Antes de que Amarzad contestara a Muhammad Pachá, se
le apareció el mago Flor en su sortija esférica, susurrándola que eso de
localizar a los bandidos ya estaba hecho y la animaba a ayudar a esa gente
desdichada.
—No se preocupe por eso,
excelencia —respondió la princesa sonriente al viejo pachá—, los localizaremos
enseguida.
Amarzad pidió a Uma que les
enseñara el camino a su pueblo, y esta, por orden de Burhanuddin, montó a la
grupa, detrás de uno de los caballeros, que se colocó el primero delante de la
princesa, Burhanuddin y más de cuarenta caballeros elegidos por él, siguiendo
las indicaciones de Uma, que los guiaba en dirección a su poblado. El gran
visir prefirió permanecer junto al grueso de la tropa, que comandaba Shakur,
hasta la vuelta de Amarzad y Burhanuddin.
Al irrumpir el grupo en la aldea, la gente,
sorprendida y temerosa, se apresuró a meterse en sus casas, mientras que Uma
empezó a gritar para que se tranquilizasen, anunciándoles que se trataba de
soldados del sultán y que venían a ayudarles. No les dijo nada de la presencia
de la princesa, tal como le había pedido Amarzad, quien se había tapado la cara
y el cabello con un velo negro, algo transparente, lo mismo que habían hecho
todos los caballeros, incluido Burhanuddin y por orden del mismo, con fin de
que Amarzad pasase inadvertida.
Los pueblerinos, muchos de ellos con aspecto
famélico, se congregaron alrededor de aquella hueste de jinetes de aspecto
misterioso y temible, pues en su vida habían visto a caballeros del ejército
del sultán en su pueblo ni en ninguno de los poblados vecinos.
En aquel momento, Amarzad se dio cuenta de que el
mago Flor estaba a su lado y le decía que pidiera a la gente que le dijera
dónde se encontraban los bandidos en aquellos momentos, adelantándole que uno
de ellos la iba a contestar correctamente, sin que él mismo lo supiera. Amarzad
se lo dijo a Burhanuddin, quien la miró por unos instantes, extrañado y
dudando.
—¿Quién de vosotros sabe dónde se encuentran los
bandidos ahora? —preguntó gritando el joven caudillo dirigiéndose a la gente.
—Yo sé dónde están, señor —gritó
un jovencito—. Se encuentran a una hora del pueblo, al norte, en dirección al
poblado de Massdor. Es un lugar peligroso, hay que ir por el sendero que bordea
el bosque, quien se adentra entre los árboles en ese territorio se convierte en
blanco de sus arqueros.
Amarzad, segura de que su amado no necesitaba de su
ayuda, quiso permanecer en el poblado para interesarse por su gente, por lo que
Burhanuddin dejó con ella a cinco de sus hombres; se fue con los demás en busca
de los bandidos. Los aldeanos miraban a Amarzad y a sus acompañantes, extrañados
y perplejos, creyéndose en todo momento que aquel grupo que permaneció junto a
ellos eran todos hombres. La princesa le pidió a Uma que la acompañara a
visitar algunas casas donde vivían otras familias del pueblo. La mujer empezó
por su propia casa, y luego unas cuantas más, a cada cual más pobre y más
miserable, quedando Amarzad profundamente apenada y con lágrimas en los ojos al
ver en qué condiciones infrahumanas sobrevivía aquella gente. Un grupo de
aldeanos, hombres y mujeres de distintas edades, la iban acompañando en tropel
de casa en casa, sin saber qué es lo que estaba buscando, y admirándose porque
entraba en las casas sola, ordenando a sus acompañantes permanecer fuera, y
porque, a diferencia de los otros jinetes, ella no portaba arma alguna. En
realidad, el mago Flor no se separaba de ella en ningún momento, pero nadie
alcanzaba a verlo.
Un hombre entrado en edad, alto y fuerte, se acercó
y se la quedó mirando cara a cara, como escudriñándola.
—A través de su velo, veo que usted tiene ojos de mujer
y, además, escucho su voz, voz de jovencita. ¿Quién es usted, señorita, y qué
es lo que quiere de nuestro pueblo? —le preguntó el hombre con tono firme y
resonante.
Uma la susurró a Amarzad que ese que se dirigía a
ella era el jefe del pueblo, de nombre Hari, y que acababa de llegar de su
huerto para interesarse por lo que sucedía en la aldea.
Amarzad, leyendo su mente, no detectó ninguna
malicia en las intenciones de aquel hombre.
—Tranquilo, buen hombre —respondió Amarzad—. Venimos
en son de paz y para ayudaros. Somos de las tropas del sultán, que Dios le dé
larga vida.
—Pues ya ve usted, joven, que
el sultán nos tiene abandonados del todo —dijo Hari en voz alta y en tono
acusatorio—. Y no solo no nos ayuda a nosotros, sino que tampoco ayuda a
ninguno de los poblados de los alrededores, que en realidad forman el único
mundo que yo conozco, no sé lo que pasa con la gente más allá de nuestra
comarca.
A Amarzad le gustaba la sinceridad de aquel hombre,
pero seguía sin destaparse la cara. Pensó que ella, si estuviera en su lugar
hablaría de la misma manera, y tal vez más duramente. Uma, inquieta por el
atrevimiento de Hari, se acercó a él y le cuchicheó que tuviera cuidado con lo
que decía, que se trataba de un príncipe o tal vez una princesa, a lo que Hari contestó
en voz alta y desafiante: «qué más da de quien se trate, todos deberían conocer
la verdad de lo que está pasando en esta parte del reino».
—Perdón, joven—prosiguió Hari,
pero esta vez dirigiéndose a Amarzad, ante el escándalo de Uma y mientras los
demás presentes allí asentían con sus cabezas lo que él iba diciendo—. Yo soy
un hombre mayor y he vivido toda mi vida en la más aplastante de las miserias,
por lo que no me importa decir la verdad, pues la miseria genera desesperación,
señorita, y la desesperación genera arrojo y coraje, ya que nada ha de perder
el miserable salvo su miserable vida, lo cual le supondría un descanso, en
realidad.
—Lo sé, buen hombre —le respondió la princesa
tranquilamente mientras la gente la escuchaba muy atenta, unos afirmando que se
trataba de una mujer y otros, que de un chico joven—. Lo que dice usted es una
verdad irrefutable. Pero ¿acaso el sultán o sus hombres han maltratado a este
pueblo alguna vez?
—Directamente no nos maltrató,
señora —contestó Hari seguro y con la espalda erguida—, pero deja que nos
maltraten otros, los bandidos, sin prestarnos ayuda a lo largo de tantos años y
a pesar de que hemos enviado emisarios a Dahab, varias veces, para denunciar la
situación ante el sultán. ¿Qué diferencia hay, señorita, entre maltratarnos o
dejar que nos maltraten? En realidad, yo no veo ninguna. Dejar que te
maltraten, pudiendo ayudarte e impedir que suceda es igualmente maltratarte
—sentenció Hari.
El mago Flor susurró a Amarzad
que el sultán nunca había recibido noticias sobre la existencia de esos
bandidos.
—Bueno, señor —respondió Amarzad tranquilamente—,
pues gracias a los emisarios que usted ha enviado a Dahab, el sultán nos ha
enviado para socorrerles en lo que haga falta, empezando por acabar con los
bandidos que los acosan y maltratan.
El jefe de la aldea, al oír aquello, miraba a los
que le rodeaban incrédulo, orgulloso, y con una sonrisa de oreja a oreja. Le
parecía estar en un sueño. Una sonrisa no menos amplia se apoderaba del rostro
del mago Flor, admirado por la respuesta que su ahijada acababa de brindar a
Hari.
—¿Habéis
oído? —gritaba Hari mirando a su alrededor—. El sultán nos ha escuchado... El
sultán me ha escuchado. ¡Alabado sea Dios!
Amarzad sonreía feliz y todos, que no apartaban los
ojos de ella, percibían su sonrisa, aunque apenas podían verla, lo mismo que
percibían el destello de sus ojos, que emitían felicidad hacia los corazones
afligidos de aquella gente sencilla, necesitada y que anhelaba cualquier signo
de estima y arropamiento, por mínimo que pudiera ser.
—Nadie volverá a atacaros ni a robaros nunca más,
pues los caballeros del sultán se están encargando, en estos momentos, de esos
bandoleros —gritó Amarzad con su voz fina, entusiasmada—. Yo les prometo que
aquí, en aquel monte que veis allí, se construirá un castillo que se encargará
de proteger a toda esta zona e imponer el orden en sus poblados. El castillo
cambiará para bien vuestra vida y la vida de todas las aldeas de los
alrededores.
El jefe del poblado frunció el ceño, pensando: «¿Y
quién es esta señorita como para prometernos levantar un castillo aquí? ¿Nos
estará tomando el pelo o qué?», y cuando iba a arrancar a lanzar aquellas
rotundas preguntas en la cara de Amarzad, esta y el mago Flor ya le habían
leído el pensamiento, lo que hizo que una mujer que se encontraba de pie al
lado de Hari le diese a este un fuerte codazo, a la vez que le decía en voz
baja que se mantuviera callado, que se trataba de la hija del propio sultán y
que había venido al pueblo con una gran tropa. Hari, que lanzó un reprimido
grito del dolor que le había causado aquel golpe en el costado, miró a la mujer
espantado, era Uma, a quien él conocía muy bien. Sin embargo, Hari, incrédulo,
preguntó en voz baja a Uma, que cómo sabía ella que se trataba de la hija del
sultán, que eso era una manifiesta tontería, a lo que ella le contestó,
contundente, casi susurrando, que ella misma la había traído a la aldea con sus
huestes y que había más tropas en las cercanías del pueblo esperando su
regreso, además de otros señores con aspecto de grandeza y opulencia, y que
todos se dirigían a ella como «su alteza».
—No digas una palabra más —le dijo Uma firmemente a
Hari—, nadie debe saber que es hija del sultán.
El hombre, atónito, sacudió la cabeza, en señal de
aprobación, manteniendo la boca cerrada y sin quitarle la vista ni un instante
a la princesa que en aquellos momentos estaba ocupada hablando con dos mujeres
de la aldea.
Amarzad siguió visitando las casas, siempre en
compañía de su protector, el mago Flor.
—Tenemos
que ayudar a esta gente y sacarlos de esta miseria —dijo la princesa al mago
Flor con los ojos enrojecidos de la pena que le causaba todo lo que estaba
viendo, especialmente los niños y bebés que a duras penas sobrevivían en medio
de aquellas condiciones de vida tan miserables.
—Amarzad, hija —dijo el mago Flor, algo serio, pero
cariñosamente como siempre que habla con ella—, tú sabes que no podemos
meternos decisivamente en la vida de la gente, no podemos cambiar drásticamente
nada en sus vidas porque ningún cambio queda limitado al momento ni al lugar
donde ocurre. Todo lo que ocurre de envergadura en la vida de una persona, un
poblado, una ciudad o una nación, sus efectos y resultados se expanden y
alcanzan la vida de otras personas, poblados o naciones, y se propagan en el
tiempo por venideras generaciones, afectando así a la vida de una infinidad de
individuos sin relación alguna con aquel cambio originario, ni con aquellas
personas.
—Pero yo no puedo quedarme al margen de todo este
espanto que estoy presenciando —respondió la princesa, con lágrimas en los
ojos—. Por favor, querido mago Flor, que la Hermandad Galáctica de Magos me lo
conceda por una vez, solo por una vez. No creo que eso vaya a tener ningún
resultado nocivo para nadie. ¿Además, no se merece la reina de honor del
planeta Kabir un favor tan elemental y humano como este? —preguntaba Amarzad,
encarecidamente, al mago Flor.
El gran mago se entrestecía al ver
a toda aquella gente viviendo en la más paupérrima miseria como por ver a su
amada ahijada sufrir al no poder ayudarles de inmediato, pues, como se lo dijo
ella, si les dejaban sin ayuda ahora tal vez tardarían años en poderles
socorrer debido a los interminables quehaceres que el sultán, y demás
responsables del reino, tenían e iban a tener a causa de la esperada guerra y
de sus imprevisibles consecuencias.
El mago Flor estaba convencido de que las
consecuencias presentes y futuras de esa ayuda de Amarzad a los pueblerinos,
propagadas a través de personas, zonas y tiempos, no podían ser más que buenas
y positivas, por lo que, tras unos momentos de silencio, decidió concederle el
permiso, no solo para aquella ocasión, sino para toda ayuda que Amarzad
quisiera prestar en adelante, pues no en balde se trataba de la reina de honor
del planeta Kabir.
Amarzad casi volaba de alegría
al comunicarle el gran mago que ya tenía permiso abierto, y que, por lo tanto,
podía ayudar a aquella gente del modo que le viniera en gana, sin límite, y que
él la iba a acompañar y asistir a lo largo de ese proceso. Así, ambos acordaron
empezar de inmediato por invitar a toda la gente de la aldea a un gran banquete
que sería montado fuera del pueblo y haciendo a la gente creer que era obra de
la tropa de Amarzad. Ese banquete debía ser el punto de partida del enorme
cambio que iba a registrar la vida de aquella gente y la de su aldea. Y así
fue.
La princesa, muy feliz, les invitó a todos a
acompañarla, sin dejar a nadie atrás, ni niños ni ancianos ni enfermos. Estos
últimos, se encontraron de repente sanos y ágiles, y maravillados caminaron
junto a los demás, incrédulos al comprobar que estaban fuertes, acompañando a
aquel «jovencito o chica, quién sabe», se decían entre ellos, pues Amarzad no
descubría su rostro en ningún momento estando en compañía de ellos.
Una vez fuera del pueblo, en
una extensa pradera, les esperaba una mesa baja y redonda, de enorme extensión,
con un gran hueco en el centro, cubierta entera por un solo mantel de
terciopelo, de colores que deslumbraban la vista, con un sinfín de flores
bordadas en hilos de oro, de sublime belleza. La mesa tenía espacio suficiente
para acoger a su alrededor a todos los habitantes de la aldea, cada uno con sus
respectivos cojines y almohadones, colocados todos sobre una única y mullida
alfombra, de espectaculares colores y exótica belleza. La alfombra se extendía
mucho más allá del espacio que ocupaba la mesa, formando, en pleno campo, un
espacio acogedor, de la máxima comodidad para todos, en el que acompañaba el
tiempo, con sol suave y brisas agradables.
Sobre la mesa se hallaba todo lo
que una persona, de cualquier parte del mundo, podía imaginar de deliciosos
manjares, carnes de toda clase, preparadas y guisadas de todas las maneras
habidas y por haber: corderos enteros asados y rellenos de arroces, pasas y
carne picada, cubiertos de almendras, piñones y pistachos; pescados variopintos
cocinados de todas las formas posibles; frutas fascinantes, unas conocidas en
aquel país y otras nunca vistas antes por aquellos lares, y un sinfín de zumos
y de otras bebidas naturales. Allí, en el interior de la circunferencia que
formaba la mesa, había al menos tres decenas de pajes, de pie, hombres y
mujeres, blancos, rubios, morenos y negros, todos de gran belleza, vestidos con
trajes regionales muy variados y muy llamativos, procedentes de todas las
regiones de Qanunistán, muchos de los cuales nunca antes vistos por aquella
gente. Los sirvientes se inclinaban en señal de respeto y bienvenida según se
acercaban los invitados.
Ls invitados se detuvieron antes de llegar a pisar
la alfombra, sin atreverse a hacerlo, quedándose todos quietos, mirando
fascinados y embobados ante lo que tenían delante. No alcanzaban a cerciorarse
de si era verdad o si se trataba de una visión producto de su imaginación.
Todos, con rostros famélicos, trasladaban su vista entre el banquete y Amarzad,
como si no entendieran nada. La princesa los invitaba a sentarse y a comer,
pero ellos seguían sin decidirse a creer que de verdad les estaba invitando a
aquella fastuosidad de banquete, ellos, que apenas alcanzaban en su vida diaria
llevarse a la boca, y a las bocas de sus hijos, sus más elementales necesidades
de alimento, especialmente desde que aquellos bandidos empezaron a saquearlos,
varias veces al año.
Viendo que ninguno se atrevía a dar un paso
adelante, tal vez porque temían ensuciar con sus pies descalzos y sucios
aquella magnífica alfombra, Amarzad cogió con una mano a Uma y con la otra a
Hari y caminó con ellos hacia el banquete. En cuanto los tres pisaron la
alfombra el aspecto de la mujer y del hombre cambio instantáneamente, pasando a
ser dos personas lustrosas y espléndidamente vestidas. Amarzad se sentó en uno
de los cojines e hizo sentar a sus dos invitados a su derecha y a su izquierda.
En cuanto los demás vieron lo sucedido, se quedaron
asombradísimos y se lanzaron con sus hijos y nietos a coger sitio alrededor de
la mesa, mirándose los unos a los otros, admirando las vestimentas que de
repente llevaban todos, ninguna de las cuales se parecía a la otra,
especialmente las mujeres de todas las edades. Lo que más les maravillaba a
continuación eran sus radiantes rostros, que ahora rebosaban salud, vitalidad y
alegría. Era tal el cambiazo registrado en sus aspectos físicos, desde la
cabeza hasta los pies, que apenas podían conocerse entre ellos unos a otros.
Algunos hasta dudaban de que sus hijos, sentados junto a ellos, eran los que
conocían antes de pisar aquella alfombra, mientras algunos niños y niñas de
corta edad se alejaron llorando del lado de sus padres al no reconocerlos, en
medio de las risas generalizadas, que emanaban de unos corazones que empezaban
a vivir la primera hora de plena felicidad de todas sus vidas, hasta aquel
momento desgraciadas
Continuará…