AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


Entrega 46    (13 marzo 2023)



Instalado el rey y su séquito en el Palacio Real de Sundos, que hasta hacía menos de una hora pertenecía a Radi Shah y su familia —¿Y quién puede evitar las vicisitudes de la vida y sus bruscas alteraciones, expresadas en un verso árabe que dice: «en lo que se tarda en parpadear, cambia Dios una situación por otra distinta»?—. El sultán ordenó que los pregoneros fueran anunciando por toda la ciudad que se podía salir de las casas en paz, que nadie iba a causar el mínimo daño a la población e instaban a cualquier persona que sufriera maltrato por parte de soldados o autoridades a que acudiera a denunciarlo ante el príncipe Shahlal o ante el propio sultán, en el Palacio Real «cuyas puertas iban a permanecer abiertas para recibir las quejas de la población», rezaba el pregón. Añadía que no habría recaudadores atosigando a la gente a partir de aquel día y hasta nueva orden. Estas medidas apaciguaron a la gente, lo que favorecía que las nuevas autoridades se ganaran su confianza y, más tarde, con el paso del tiempo, su lealtad, pues habían encontrado una diferencia abismal entre el trato que recibían de la anterior monarquía y el que les brindaban las nuevas autoridades.

 

Capítulo36.                           Amarzad y los miserables

 

A

marzad tardaba en llegar a Dahab a causa de algunos incidentes que tuvo en su camino de regreso. Como pasó, por ejemplo, aquel día, cuando solo faltaban tres jornadas para llegar a la capital del reino. La tropa se disponía a reiniciar la marcha a la salida del sol, cerca de un poblado de campesinos, muchos de cuyos habitantes se habían acercado al campamento de la princesa, intentando vender sus productos agrícolas. Mientras, otros, que se habían enterado por la tropa de que con ellos iba la princesa Amarzad, se afanaban por hacerle llegar sus humildes regalos a la hija del sultán. Así estaban las cosas, cuando una campesina entrada en edad pudo llegar hasta Muhammad Pachá, quien iba montado en su espléndida cabalgadura, con aspecto de gran señor por su barba blanca; a ella le pareció el amo de toda aquella soldadesca. La mujer se puso junto al caballo del gran visir, y agarrándole a este por su pie, a voces le rogaba que la escuchara. Burhanuddin, que se encontraba a caballo, junto al gran visir, hizo señal con su mano a uno de sus hombres, pidiéndole alejar a la señora del lugar para que no siguiera atosigando a Muhammad Pachá. Sin embargo, este pidió al caballero que no se acercara.

—Señor, no sé quién es usted, pero se ve que es el mandamás de esta tropa. ¿Es así, señor? —preguntaba, gritando, la mujer de aspecto humilde y desgreñado pero de mirada penetrante.

—Sí, señora, es así —respondió el gran visir mirándola desde arriba, mientras Burhanuddin estaba pendiente de saber qué es lo que quería aquella mujer.

—¡Pues socórranos, señor! —exclamaba la mujer, desesperada, con lágrimas en los ojos—. ¡Por Dios, socórranos! —volvió a exclamar, insistentemente.

—Tranquilícese, señora —dijo el viejo pachá, mientras se apeaba de su caballo para atender mejor a aquella pobre mujer, a la vez que invitaba con un gesto de su mano a Burhanuddin a bajarse de su montura y unirse a él. El joven pachá obedeció de inmediato.

—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó Muhammad Pachá amigablemente y sonriente, intentando tranquilizar a la mujer.

—Uma, señor —respondió la mujer agarrándose a la mano derecha del gran visir para intentar besarla—. Me llamo Uma.

—Dígame, Uma, ¿qué problema tiene usted? —preguntó el viejo pachá cariñosamente, dirigiéndose a la señora que seguía llorando.

—Nuestro pueblo es pequeño, señor —respondió aquella valiente mujer, dirigiéndose solo a Muhammad Pachá e ignorando la presencia de Burhanuddin—, y somos víctimas de unos bandidos que nos tienen sometidos desde hace años, a nosotros y a los pueblos vecinos, sin que ninguna autoridad apareciera por aquí para ayudarnos.

Los dos pachás intercambiaron miradas de perplejidad, aunque sabían que aquello que contaba la mujer ocurría en algunas zonas rurales del país, donde apenas hay presencia de autoridades. Su perplejidad se debía en realidad a no saber qué hacer ante aquella denuncia que les llegaba de parte de una pobre mujer que se la veía hablando con tanta sinceridad y desesperación.

—Mataron a mi marido y a otros hombres del pueblo, señor —se apresuró a decir la mujer al ver que ambos hombres se miraban y no decían nada—. Nadie puede enfrentarse a ellos, pues son muchos y son salvajes, violan a las mujeres y saquean al pueblo cada vez que nos atacan.

En eso llegó Shakur al galope, diciendo que la princesa preguntaba por el motivo de demora en el inicio de la marcha. Burhanuddin se lo contó y Shakur galopó de nuevo para informar a Amarzad.

—Tenemos que ayudar a esta gente, excelencia —dijo Burhanuddin muy dolido por la narración que hizo la mujer y muy entusiasta por auxiliarla a ella y al resto de los moradores de aquel desdichado pueblo.

La mujer, al escucharle no dejaba de juntar las palmas de sus manos, inclinando la cabeza ante ambos hombres, y repitiendo en voz baja: «por favor, señores, por favor, ayúdennos».

—Espere, espere, buena mujer —le dijo Muhammad Pachá amablemente a la señora.

Uma se calló, y ya se interesaba por Burhanuddin y le miraba suplicante, pues la había quedado claro que aquel joven, de aspecto fuerte y estatura imponente, tenía verdadera voluntad de ayudarla. Además de haber percibido que aquel joven hablaba también como un mandamás, igual que el viejo de barba blanca.

—Es una situación embarazosa, joven pachá —le confesó Muhammad Pachá a Burhanuddin—. Si queremos dedicarnos a ayudar a los pueblos de por aquí tendríamos que invertir varios meses en esta misión y tal vez años.

Lo que tenemos que hacer es llegar cuanto antes a Dahab, esta es nuestra concreta misión. ¿No le parece, joven pachá? —terminó preguntando, con tono suave y apacible, el gran visir.

En eso llegó la princesa montada a caballo, acompañada de Shakur. Uma, al verla, se quedó estupefacta ante el esplendor que emanaba el rostro de Amarzad, y cuando observó que los dos pachás la trataban de alteza, se percató de su linaje y se puso de rodillas ante su caballo llorando desconsolada, implorando su ayuda. La princesa desmontó y se acercó a ella, levantándola del suelo y secándole las lágrimas con sus manos trato de consolarla, lo que dejó anonadada a la pobre mujer que se quedó sin poder articular palabra, contemplando embelesada aquella bella y angelical faz.

Cuando la princesa terminó de saber qué es lo que quería aquella mujer les dijo a ambos pachás que había que ayudarla y acabar con aquellos bandidos, lo cual encontró apoyo pleno de parte de Burhanuddin.

—¿Y dónde están estos bandidos ahora? —preguntó el viejo pachá a Uma, esta vez con tono apremiante.

—No lo sé, señor, pero no pueden tardar mucho en venir aquí, para atacarnos de nuevo, puesto que la última vez que lo hicieron fue hace casi un mes.

—Pues, princesa, ¿cómo vamos a localizar a esos bandidos? No tenemos tiempo, alteza, nos esperan en Dahab —volvió a hablar el gran visir, algo impaciente.

Burhanuddin estaba seguro de que al final se haría lo que ordenase Amarzad y que iban a ayudar a esos campesinos tan pobres y tan humildes. Él mismo estaba deseando hacer justicia con sus propias manos.

Antes de que Amarzad contestara a Muhammad Pachá, se le apareció el mago Flor en su sortija esférica, susurrándola que eso de localizar a los bandidos ya estaba hecho y la animaba a ayudar a esa gente desdichada.

—No se preocupe por eso, excelencia —respondió la princesa sonriente al viejo pachá—, los localizaremos enseguida.

Amarzad pidió a Uma que les enseñara el camino a su pueblo, y esta, por orden de Burhanuddin, montó a la grupa, detrás de uno de los caballeros, que se colocó el primero delante de la princesa, Burhanuddin y más de cuarenta caballeros elegidos por él, siguiendo las indicaciones de Uma, que los guiaba en dirección a su poblado. El gran visir prefirió permanecer junto al grueso de la tropa, que comandaba Shakur, hasta la vuelta de Amarzad y Burhanuddin.

Al irrumpir el grupo en la aldea, la gente, sorprendida y temerosa, se apresuró a meterse en sus casas, mientras que Uma empezó a gritar para que se tranquilizasen, anunciándoles que se trataba de soldados del sultán y que venían a ayudarles. No les dijo nada de la presencia de la princesa, tal como le había pedido Amarzad, quien se había tapado la cara y el cabello con un velo negro, algo transparente, lo mismo que habían hecho todos los caballeros, incluido Burhanuddin y por orden del mismo, con fin de que Amarzad pasase inadvertida.

Los pueblerinos, muchos de ellos con aspecto famélico, se congregaron alrededor de aquella hueste de jinetes de aspecto misterioso y temible, pues en su vida habían visto a caballeros del ejército del sultán en su pueblo ni en ninguno de los poblados vecinos.

En aquel momento, Amarzad se dio cuenta de que el mago Flor estaba a su lado y le decía que pidiera a la gente que le dijera dónde se encontraban los bandidos en aquellos momentos, adelantándole que uno de ellos la iba a contestar correctamente, sin que él mismo lo supiera. Amarzad se lo dijo a Burhanuddin, quien la miró por unos instantes, extrañado y dudando.

—¿Quién de vosotros sabe dónde se encuentran los bandidos ahora? —preguntó gritando el joven caudillo dirigiéndose a la gente.

—Yo sé dónde están, señor —gritó un jovencito—. Se encuentran a una hora del pueblo, al norte, en dirección al poblado de Massdor. Es un lugar peligroso, hay que ir por el sendero que bordea el bosque, quien se adentra entre los árboles en ese territorio se convierte en blanco de sus arqueros.

Amarzad, segura de que su amado no necesitaba de su ayuda, quiso permanecer en el poblado para interesarse por su gente, por lo que Burhanuddin dejó con ella a cinco de sus hombres; se fue con los demás en busca de los bandidos. Los aldeanos miraban a Amarzad y a sus acompañantes, extrañados y perplejos, creyéndose en todo momento que aquel grupo que permaneció junto a ellos eran todos hombres. La princesa le pidió a Uma que la acompañara a visitar algunas casas donde vivían otras familias del pueblo. La mujer empezó por su propia casa, y luego unas cuantas más, a cada cual más pobre y más miserable, quedando Amarzad profundamente apenada y con lágrimas en los ojos al ver en qué condiciones infrahumanas sobrevivía aquella gente. Un grupo de aldeanos, hombres y mujeres de distintas edades, la iban acompañando en tropel de casa en casa, sin saber qué es lo que estaba buscando, y admirándose porque entraba en las casas sola, ordenando a sus acompañantes permanecer fuera, y porque, a diferencia de los otros jinetes, ella no portaba arma alguna. En realidad, el mago Flor no se separaba de ella en ningún momento, pero nadie alcanzaba a verlo.

Un hombre entrado en edad, alto y fuerte, se acercó y se la quedó mirando cara a cara, como escudriñándola.

—A través de su velo, veo que usted tiene ojos de mujer y, además, escucho su voz, voz de jovencita. ¿Quién es usted, señorita, y qué es lo que quiere de nuestro pueblo? —le preguntó el hombre con tono firme y resonante.

Uma la susurró a Amarzad que ese que se dirigía a ella era el jefe del pueblo, de nombre Hari, y que acababa de llegar de su huerto para interesarse por lo que sucedía en la aldea.

Amarzad, leyendo su mente, no detectó ninguna malicia en las intenciones de aquel hombre.

—Tranquilo, buen hombre —respondió Amarzad—. Venimos en son de paz y para ayudaros. Somos de las tropas del sultán, que Dios le dé larga vida.

—Pues ya ve usted, joven, que el sultán nos tiene abandonados del todo —dijo Hari en voz alta y en tono acusatorio—. Y no solo no nos ayuda a nosotros, sino que tampoco ayuda a ninguno de los poblados de los alrededores, que en realidad forman el único mundo que yo conozco, no sé lo que pasa con la gente más allá de nuestra comarca.

A Amarzad le gustaba la sinceridad de aquel hombre, pero seguía sin destaparse la cara. Pensó que ella, si estuviera en su lugar hablaría de la misma manera, y tal vez más duramente. Uma, inquieta por el atrevimiento de Hari, se acercó a él y le cuchicheó que tuviera cuidado con lo que decía, que se trataba de un príncipe o tal vez una princesa, a lo que Hari contestó en voz alta y desafiante: «qué más da de quien se trate, todos deberían conocer la verdad de lo que está pasando en esta parte del reino».

—Perdón, joven—prosiguió Hari, pero esta vez dirigiéndose a Amarzad, ante el escándalo de Uma y mientras los demás presentes allí asentían con sus cabezas lo que él iba diciendo—. Yo soy un hombre mayor y he vivido toda mi vida en la más aplastante de las miserias, por lo que no me importa decir la verdad, pues la miseria genera desesperación, señorita, y la desesperación genera arrojo y coraje, ya que nada ha de perder el miserable salvo su miserable vida, lo cual le supondría un descanso, en realidad.

—Lo sé, buen hombre —le respondió la princesa tranquilamente mientras la gente la escuchaba muy atenta, unos afirmando que se trataba de una mujer y otros, que de un chico joven—. Lo que dice usted es una verdad irrefutable. Pero ¿acaso el sultán o sus hombres han maltratado a este pueblo alguna vez?

—Directamente no nos maltrató, señora —contestó Hari seguro y con la espalda erguida—, pero deja que nos maltraten otros, los bandidos, sin prestarnos ayuda a lo largo de tantos años y a pesar de que hemos enviado emisarios a Dahab, varias veces, para denunciar la situación ante el sultán. ¿Qué diferencia hay, señorita, entre maltratarnos o dejar que nos maltraten? En realidad, yo no veo ninguna. Dejar que te maltraten, pudiendo ayudarte e impedir que suceda es igualmente maltratarte —sentenció Hari.

El mago Flor susurró a Amarzad que el sultán nunca había recibido noticias sobre la existencia de esos bandidos.

—Bueno, señor —respondió Amarzad tranquilamente—, pues gracias a los emisarios que usted ha enviado a Dahab, el sultán nos ha enviado para socorrerles en lo que haga falta, empezando por acabar con los bandidos que los acosan y maltratan.

El jefe de la aldea, al oír aquello, miraba a los que le rodeaban incrédulo, orgulloso, y con una sonrisa de oreja a oreja. Le parecía estar en un sueño. Una sonrisa no menos amplia se apoderaba del rostro del mago Flor, admirado por la respuesta que su ahijada acababa de brindar a Hari.

—¿Habéis oído? —gritaba Hari mirando a su alrededor—. El sultán nos ha escuchado... El sultán me ha escuchado. ¡Alabado sea Dios!

Amarzad sonreía feliz y todos, que no apartaban los ojos de ella, percibían su sonrisa, aunque apenas podían verla, lo mismo que percibían el destello de sus ojos, que emitían felicidad hacia los corazones afligidos de aquella gente sencilla, necesitada y que anhelaba cualquier signo de estima y arropamiento, por mínimo que pudiera ser.

—Nadie volverá a atacaros ni a robaros nunca más, pues los caballeros del sultán se están encargando, en estos momentos, de esos bandoleros —gritó Amarzad con su voz fina, entusiasmada—. Yo les prometo que aquí, en aquel monte que veis allí, se construirá un castillo que se encargará de proteger a toda esta zona e imponer el orden en sus poblados. El castillo cambiará para bien vuestra vida y la vida de todas las aldeas de los alrededores.

El jefe del poblado frunció el ceño, pensando: «¿Y quién es esta señorita como para prometernos levantar un castillo aquí? ¿Nos estará tomando el pelo o qué?», y cuando iba a arrancar a lanzar aquellas rotundas preguntas en la cara de Amarzad, esta y el mago Flor ya le habían leído el pensamiento, lo que hizo que una mujer que se encontraba de pie al lado de Hari le diese a este un fuerte codazo, a la vez que le decía en voz baja que se mantuviera callado, que se trataba de la hija del propio sultán y que había venido al pueblo con una gran tropa. Hari, que lanzó un reprimido grito del dolor que le había causado aquel golpe en el costado, miró a la mujer espantado, era Uma, a quien él conocía muy bien. Sin embargo, Hari, incrédulo, preguntó en voz baja a Uma, que cómo sabía ella que se trataba de la hija del sultán, que eso era una manifiesta tontería, a lo que ella le contestó, contundente, casi susurrando, que ella misma la había traído a la aldea con sus huestes y que había más tropas en las cercanías del pueblo esperando su regreso, además de otros señores con aspecto de grandeza y opulencia, y que todos se dirigían a ella como «su alteza».

—No digas una palabra más —le dijo Uma firmemente a Hari—, nadie debe saber que es hija del sultán.

El hombre, atónito, sacudió la cabeza, en señal de aprobación, manteniendo la boca cerrada y sin quitarle la vista ni un instante a la princesa que en aquellos momentos estaba ocupada hablando con dos mujeres de la aldea.

Amarzad siguió visitando las casas, siempre en compañía de su protector, el mago Flor.

—Tenemos que ayudar a esta gente y sacarlos de esta miseria —dijo la princesa al mago Flor con los ojos enrojecidos de la pena que le causaba todo lo que estaba viendo, especialmente los niños y bebés que a duras penas sobrevivían en medio de aquellas condiciones de vida tan miserables.

—Amarzad, hija —dijo el mago Flor, algo serio, pero cariñosamente como siempre que habla con ella—, tú sabes que no podemos meternos decisivamente en la vida de la gente, no podemos cambiar drásticamente nada en sus vidas porque ningún cambio queda limitado al momento ni al lugar donde ocurre. Todo lo que ocurre de envergadura en la vida de una persona, un poblado, una ciudad o una nación, sus efectos y resultados se expanden y alcanzan la vida de otras personas, poblados o naciones, y se propagan en el tiempo por venideras generaciones, afectando así a la vida de una infinidad de individuos sin relación alguna con aquel cambio originario, ni con aquellas personas.

—Pero yo no puedo quedarme al margen de todo este espanto que estoy presenciando —respondió la princesa, con lágrimas en los ojos—. Por favor, querido mago Flor, que la Hermandad Galáctica de Magos me lo conceda por una vez, solo por una vez. No creo que eso vaya a tener ningún resultado nocivo para nadie. ¿Además, no se merece la reina de honor del planeta Kabir un favor tan elemental y humano como este? —preguntaba Amarzad, encarecidamente, al mago Flor.

El gran mago se entrestecía al ver a toda aquella gente viviendo en la más paupérrima miseria como por ver a su amada ahijada sufrir al no poder ayudarles de inmediato, pues, como se lo dijo ella, si les dejaban sin ayuda ahora tal vez tardarían años en poderles socorrer debido a los interminables quehaceres que el sultán, y demás responsables del reino, tenían e iban a tener a causa de la esperada guerra y de sus imprevisibles consecuencias.

El mago Flor estaba convencido de que las consecuencias presentes y futuras de esa ayuda de Amarzad a los pueblerinos, propagadas a través de personas, zonas y tiempos, no podían ser más que buenas y positivas, por lo que, tras unos momentos de silencio, decidió concederle el permiso, no solo para aquella ocasión, sino para toda ayuda que Amarzad quisiera prestar en adelante, pues no en balde se trataba de la reina de honor del planeta Kabir.

Amarzad casi volaba de alegría al comunicarle el gran mago que ya tenía permiso abierto, y que, por lo tanto, podía ayudar a aquella gente del modo que le viniera en gana, sin límite, y que él la iba a acompañar y asistir a lo largo de ese proceso. Así, ambos acordaron empezar de inmediato por invitar a toda la gente de la aldea a un gran banquete que sería montado fuera del pueblo y haciendo a la gente creer que era obra de la tropa de Amarzad. Ese banquete debía ser el punto de partida del enorme cambio que iba a registrar la vida de aquella gente y la de su aldea. Y así fue.

La princesa, muy feliz, les invitó a todos a acompañarla, sin dejar a nadie atrás, ni niños ni ancianos ni enfermos. Estos últimos, se encontraron de repente sanos y ágiles, y maravillados caminaron junto a los demás, incrédulos al comprobar que estaban fuertes, acompañando a aquel «jovencito o chica, quién sabe», se decían entre ellos, pues Amarzad no descubría su rostro en ningún momento estando en compañía de ellos.

Una vez fuera del pueblo, en una extensa pradera, les esperaba una mesa baja y redonda, de enorme extensión, con un gran hueco en el centro, cubierta entera por un solo mantel de terciopelo, de colores que deslumbraban la vista, con un sinfín de flores bordadas en hilos de oro, de sublime belleza. La mesa tenía espacio suficiente para acoger a su alrededor a todos los habitantes de la aldea, cada uno con sus respectivos cojines y almohadones, colocados todos sobre una única y mullida alfombra, de espectaculares colores y exótica belleza. La alfombra se extendía mucho más allá del espacio que ocupaba la mesa, formando, en pleno campo, un espacio acogedor, de la máxima comodidad para todos, en el que acompañaba el tiempo, con sol suave y brisas agradables.

Sobre la mesa se hallaba todo lo que una persona, de cualquier parte del mundo, podía imaginar de deliciosos manjares, carnes de toda clase, preparadas y guisadas de todas las maneras habidas y por haber: corderos enteros asados y rellenos de arroces, pasas y carne picada, cubiertos de almendras, piñones y pistachos; pescados variopintos cocinados de todas las formas posibles; frutas fascinantes, unas conocidas en aquel país y otras nunca vistas antes por aquellos lares, y un sinfín de zumos y de otras bebidas naturales. Allí, en el interior de la circunferencia que formaba la mesa, había al menos tres decenas de pajes, de pie, hombres y mujeres, blancos, rubios, morenos y negros, todos de gran belleza, vestidos con trajes regionales muy variados y muy llamativos, procedentes de todas las regiones de Qanunistán, muchos de los cuales nunca antes vistos por aquella gente. Los sirvientes se inclinaban en señal de respeto y bienvenida según se acercaban los invitados.

Ls invitados se detuvieron antes de llegar a pisar la alfombra, sin atreverse a hacerlo, quedándose todos quietos, mirando fascinados y embobados ante lo que tenían delante. No alcanzaban a cerciorarse de si era verdad o si se trataba de una visión producto de su imaginación. Todos, con rostros famélicos, trasladaban su vista entre el banquete y Amarzad, como si no entendieran nada. La princesa los invitaba a sentarse y a comer, pero ellos seguían sin decidirse a creer que de verdad les estaba invitando a aquella fastuosidad de banquete, ellos, que apenas alcanzaban en su vida diaria llevarse a la boca, y a las bocas de sus hijos, sus más elementales necesidades de alimento, especialmente desde que aquellos bandidos empezaron a saquearlos, varias veces al año.

Viendo que ninguno se atrevía a dar un paso adelante, tal vez porque temían ensuciar con sus pies descalzos y sucios aquella magnífica alfombra, Amarzad cogió con una mano a Uma y con la otra a Hari y caminó con ellos hacia el banquete. En cuanto los tres pisaron la alfombra el aspecto de la mujer y del hombre cambio instantáneamente, pasando a ser dos personas lustrosas y espléndidamente vestidas. Amarzad se sentó en uno de los cojines e hizo sentar a sus dos invitados a su derecha y a su izquierda.

En cuanto los demás vieron lo sucedido, se quedaron asombradísimos y se lanzaron con sus hijos y nietos a coger sitio alrededor de la mesa, mirándose los unos a los otros, admirando las vestimentas que de repente llevaban todos, ninguna de las cuales se parecía a la otra, especialmente las mujeres de todas las edades. Lo que más les maravillaba a continuación eran sus radiantes rostros, que ahora rebosaban salud, vitalidad y alegría. Era tal el cambiazo registrado en sus aspectos físicos, desde la cabeza hasta los pies, que apenas podían conocerse entre ellos unos a otros. Algunos hasta dudaban de que sus hijos, sentados junto a ellos, eran los que conocían antes de pisar aquella alfombra, mientras algunos niños y niñas de corta edad se alejaron llorando del lado de sus padres al no reconocerlos, en medio de las risas generalizadas, que emanaban de unos corazones que empezaban a vivir la primera hora de plena felicidad de todas sus vidas, hasta aquel momento desgraciadas

Continuará…

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