AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

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AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS 

Saïd Alami

En entregas semanales 


Entrega 45    (3 marzo 2023)


...... ¿Y cree, su majestad, que en Zulmabad y Darabad nos dejarán hacer eso sin ninguna reacción por su parte? —preguntó el príncipe Shahlal.

—¿Y eso en que puede afectarnos, querido hermano? —respondió el rey tranquilamente, muy seguro de lo acertado de sus planes—. Su alteza sabe, príncipe, que de todos modos estamos abocados a una guerra sin cuartel con estos dos países, no por voluntad nuestra, sino por empecinamiento de ellos, así que, invadamos o no a Sindistán, cambiemos su monarquía o no, la guerra contra esos dos países, como lo ha sido otras veces y por los mismos motivos que antaño, se nos impone sin remedio.

Tanto Faraz Mirza como Furqan Agha asentían con la cabeza a lo que el sultán iba diciendo, a la vez que el príncipe Shahlal también, quien se mostraba ya convencido.

—Si me permite vuestra majestad —dijo Furqan Agha expresando una opinión en la que realmente creía—, yo creo que ya que vamos a la guerra con todas las de la ley, y con todas las consecuencias, sea para ellos o para nosotros. Nosotros arriesgamos mucho en esta guerra, que empieza en las próximas horas y que nadie sabe ni cuándo ni cómo se acabará. Por lo tanto, majestad, yo creo que su decisión de instalar en el trono de Sundos a un allegado de su majestad es una solución acertada y definitiva que evita males mayores en el futuro.

—Bien, Furqan Agha, se ha expresado su excelencia muy bien salvo en una cosa de capital importancia —replicó el rey en tono satisfactorio, pero no por esto dejando de ser puntilloso—. Esta guerra que, efectivamente, tendrá lugar en las próximas horas, sabemos cómo empezará y sabemos cómo acabará, pues solo tiene un modo de acabar y ese es nuestra victoria y la de nuestros aliados en Qanunistán. Eso sí, no sabemos cuándo finalizará, en eso le doy la razón a su excelencia.

—Por supuesto... Por su puesto..., no cabe duda alguna de que saldremos victoriosos bajo el mando de su majestad —se apresuró a rectificar Furqan Agha.

—Si me permite, su majestad —terció el noble Faraz Mirza—, yo creo que el mejor candidato a ocupar el trono de Sundos es el hermano de su majestad, príncipe Shahlal, con lo cual estos dos reinos estarían en realidad bajo el mando directo de su majestad, pues todos sabemos de la lealtad del príncipe. Todo esto con miras a que los dos países, el nuestro y Sindistán, se conviertan en un futuro próximo en uno solo, pues ellos y nosotros somos en realidad un solo pueblo.

Las palabras de Faraz Mirza le sonaron al sultán como a música celestial, pues él, al invitar a quedarse con él a las tres máximas personalidades de su corte, precisamente quería llegar a esta conclusión que ya había acordado previamente con su hermano Shahlal, con su gran visir, Ashfak Salan y con el caudillo del ejército, Zafar Pachá, y con otros miembros destacados de la familia real y la nobleza. Solo faltaba la aprobación de estos dos nobles, muy poderosos dentro del sultanato y que contaban con la plena confianza del sultán.

—Yo opino lo mismo, majestad —intervino Furqan Agha—. Con el príncipe Shahlal convertido en rey de Sindistán, su reinado, que es el nuestro propio, alcanzará tal poderío que ni Qadir Khan ni su aliado de Nimristán se atreverán más a lanzarse a la guerra contra nosotros y contra nuestros aliados en Qanunistán.

—Agradezco y mucho vuestra confianza en el príncipe Shahlal. ¿Qué me decís, príncipe? —dijo el rey dirigiéndose a su hermano, cuando en realidad ambos habían tomado esta decisión a solas al principio antes de comunicarla a otros príncipes y nobles.

—Me siento muy honrado, majestad, y acepto este encargo con mucha satisfacción y espero estar a la altura de las expectativas que su majestad ha puesto siempre en mí —respondió el príncipe.

Con esto, Akbar Khan se quedaba totalmente tranquilo y consideraba que ya podía acometer tan gran empresa como la invasión de Sindistán sin exponerse después a un montón de quebraderos de cabeza a la hora de entronar a su hermano Shahlal en la cúspide del poder en aquel país, una vez derrocada definitivamente la familia real de Radi Shah y su linaje, que ya llevaba reinando más de siglo y medio. Para lograrlo, además de su habilidad de convencer a los demás de sus ideas y sus proyectos, el sultán tuvo que prometer a muchos destacados príncipes y nobles grandes posesiones en Sindistán, además de importantes cargos y puestos claves en aquel país tras su conquista.

Akbar Khan sabía, además, que tras conquistar Sindistán le esperaría la difícil y complicada tarea de ganarse a la nobleza de aquel país e incluso sus príncipes, o al menos una gran parte de ambos estamentos. El sultán sabía de antemano de la existencia en Sindistán, como sucedía en Nimristán, de príncipes y nobles opositores al pacto con Qadir Khan y a la invasión de Qanunistán, e independientemente de esta cuestión, el monarca sindistaní y su familia no contaban con la simpatía del pueblo, ni con la de muchos nobles, especialmente por la extremada opulencia en la que vivían el monarca y los príncipes, ignorando por completo la miseria en la que se encontraba hundida gran parte del pueblo que era, a la vez, aplastado a filo de espada por el ejército y con despiadados castigos a manos de los recaudadores de impuestos.

Varias rebeliones se habían registrado en distintas regiones en el oeste de Sindistán contra el rey Radi Shah, y todas habían sido abortadas por su ejército en campañas militares encabezadas por el propio soberano. Ahora era menester para Akbar Khan y Shahlal localizar a los líderes de algunas de aquellas rebeliones que pudieron escapar con vida de las huestes del rey, y convertirlos en aliados leales a la nueva monarquía, pues aquellos cabecillas tenían bastante influencia y muchos seguidores en las zonas de donde procedían, todas deprimidas y con profundos y extendidos sentimientos de resentimiento y rencor hacia la familia real de Sindistán.

 

Al amanecer del día siguiente, el ejército avanzó hacia el territorio de Sindistán, con lo que aquella invasión de hecho había empezado ya, y mediaban aún varios días para alcanzar Sundos, siempre que las tropas najmistaníes no encontraran en el camino gran resistencia por parte de tropas sindistaníes. Precisamente para evitar eso, el ejército de Najmistán, precedido de exploradores que iban a unas horas por delante de las tropas, marchaba solo de noche, evitando las calzadas principales y procurando todo lo posible no producir ruidos fuertes ni llamar la atención. Los pocos campesinos, cazadores o pueblerinos con quienes se iban topando en su marcha se los llevaban consigo para que no corriese la voz de la presencia de tropas extranjeras en el país. En cuanto a encuentros militares, solo se tropezaron con un destacamento fronterizo y luego se vieron sorprendidos por algunas patrullas y un par de pelotones que no ofrecieron resistencia alguna y que fueron llevados, en todos aquellos casos, como prisioneros. Aquella escasa presencia militar enemiga hasta Sundos, con la que Akbar Khan contaba de antemano, se debía a que las regiones del este de Sindistán, de escasas poblaciones, nunca fueron escenario de rebeliones contra el rey Radi Shah, pues todas las confrontaciones se habían desarrollado en las regiones al oeste de Sundos, por lo que era allí donde más presencia militar había.

El objetivo de Akbar Khan era tomar Sundos lo antes posible, hacerse fuerte en ella, y luego dedicarse a luchar abiertamente contra la parte del ejército sindistaní que podría alcanzar la capital días más tarde.

Así las cosas, Akbar Khan se plantó delante de las murallas de Sundos sin haber encontrado en el camino resistencia digna de mencionar. Al salir el sol del séptimo día de su penetración en Sindistán, Sundos amaneció asediada y ni sus autoridades ni sus habitantes daban crédito a lo que veían desde lo alto de sus murallas, cuyas puertas estaban, como cada noche, cerradas a cal y canto. Un enorme ejército rodeaba la ciudad cual grillete herméticamente cerrado.

Akbar Khan y su hermano, Shahlal, miraban a Sundos y a sus murallas desde un cerro próximo, en silencio, mientras las frescas brisas del amanecer acariciaban sus rostros.

—¡Qué murallas! ¡Es una fortaleza infranqueable! —de pronto exclamó Shahlal como hablando consigo mismo en voz alta, mientras miraba el murallón que se erguía imponente delante de sus ojos.

—Que no te impresione mucho, hermano. No es nada —respondió el sultán.

—¿Cómo que no es nada? —se le escapó al príncipe, incrédulo acerca de lo que oía de boca de su hermano—. ¿Pero no ves, hermano, que parece una muralla inexpugnable?

—Las murallas, Shahlal, o son inexpugnables por dentro o no lo son.

Shahlal miró a su hermano sorprendido por lo que acababa de decir. El monarca le miró de reojo, sin perder de vista a la ciudad que se extendía delante de sus ojos.

—Las ciudades, Shahlal, se hacen expugnables con la estupidez de sus gobernantes, con su tiranía y con el odio que van sembrando a su alrededor —sentenció el sultán, con tono tranquilo y confiado.

Shahlal asentía con su cabeza. Había entendido. La tiranía de Radi Shah y su decisión de enviar sus tropas al sur tan pronto habían puesto a Sundos a merced de Akbar Khan.

El hermano menor del rey Radi Shah y heredero de la corona, príncipe Sarwan, miraba atónito desde una torre al inmenso ejército que cubría el vasto llano delante de la ciudad. Todos los grandes caudillos sindistaníes y muchos príncipes y nobles se encontraban de campaña con el ejército estacionado en la frontera sur del país, esperando las órdenes de irrumpir en el territorio de Qanunistán. Cuando Sarwan comprobó la multitud de estandartes del sultanato de Najmistán, que ondeaban allí fuera por doquier, y aquel poderoso ejército, provisto de toda clase de pertrechos ligeros y pesados, asediando su capital, comprendió de golpe la gran estupidez en la que había caído su hermano al haber enviado al ejército tan pronto a la frontera sur, y descartar por completo la posibilidad de un ataque desde Najmistán, a pesar del rotundo fracaso de la embajada ante Radi Shah del sultán Akbar Khan. Sarwan se acordó del tratamiento impropio que su hermano había brindado a Akbar Khan, a pesar de la estrecha amistad reinante entre los dos países desde hacía largo tiempo, y cómo el sultán visitante, junto al gran visir de Qanunistán, habían abandonado Sundos sin despedirse del monarca ni de nadie de su corte, en señal clarividente del desmedido enfado que albergaban ambos. «Todo un cúmulo de estupideces que hemos cometido y que ahora pagaremos a un precio carísimo», pensaba Sarwan amargamente.

Sarwan, que no podría reprimirse más en aquellos impactantes momentos, rodeado por otros príncipes, nobles y caudillos, empezó a golpearse la frente con la palma de su mano, exclamando en voz alta, una y otra vez, desesperadamente:

—¡Dios mío…! ¡Dios mío...! ¡Qué imbéciles hemos sido! ¡Cómo hemos sido capaces de infravalorar de aquella manera la reacción de Akbar Khan, si prácticamente le habíamos declarado la guerra!

—¡La embriaguez del poder es la peor ceguera, primo, porque no deja ver el poder de los otros, y en esa ceguera había caído tu hermano, su majestad y todos aquellos que le apoyaban en su decisión de enviar tan pronto las tropas al sur, haciéndote caso omiso a ti, a mi y a muchos otros! —se atrevió a exclamar uno de los príncipes presentes, sin recibir respuesta alguna, pues todos los que le habían escuchado, incluido Sarwan, pensaban lo mismo en aquellos momentos, cuando a posteriori todo resulta tan obvio, no así a priori.

Casi todos, en la corte de Sundos, pensaban que la gran batalla que se avecinaba tendría lugar en Dahab, y salvo el príncipe que acababa de hablar y algún otro habían advertido a Radi Shah de la probabilidad de que Najmistán lanzase un ataque contra ellos, advertencia esa que fue desoída por el rey y demás personalidades en su corte.

Un silencio sepulcral reinó sobre Sarwan y todos los que lo rodeaban, quienes, estupefactos, no dejaban de escudriñar, incrédulos, y hasta donde alcanzaba su vista, el impresionante ejército que asediaba la ciudad, sin comprender ninguno de ellos cómo había podido todo aquel ejército alcanzar la capital sin que las tropas del reino, escasas pero manifiestas, dieran noticia de su presencia en el territorio.

Cumpliendo las órdenes del sultán Akbar Khan, Furqan Agha, montado sobre un magnífico caballo árabe, de color negro, avanzó hacia la muralla hasta que estuvo a unos cien metros de la misma.

—Soy Furqan Agha, noble donde los haya y caudillo de mi amo y señor el sultán Akbar Khan, que Dios le dé larga vida, y hablo en su nombre.

La potente voz de Furqan Agha retumbaba en aquella llanura, tan mansa y apacible hasta una hora antes, y era bien audible entre los asomados desde la torre y desde lo alto de la muralla. Furqan Agha reconoció de entre los asomados desde la torre al príncipe Sarwan.

—Príncipe Sarwan —volvía a atronar la voz de Furqan Agha—. Su majestad, el sultán Akbar Khan, en persona, que Dios le dé larga vida, está aquí de regreso y lo que no obtuvo por las buenas lo va a obtener por las malas.

Sarwan y los suyos se miraban unos a otros sin saber qué hacer, muchos de ellos se habían precipitado desde sus camas hacia aquella torre al recibir la noticia de que la ciudad estaba siendo asediada.

—Presentamos nuestros respetos a su majestad, el sultán Akbar Khan y a todos sus acompañantes —respondió Sarwan, gritando, en un intento de ganar, aunque fuera un minuto de tiempo que le permitiera pensar o intercambiar opiniones con los suyos sobre lo que debían hacer.

Un silencio pesado reinó durante unos instantes en los que Furqan Agha esperaba que Sarwan siguiera hablando.

—Pido a su majestad darnos tiempo para discutir entre nosotros aquí la situación —sonó de nuevo la voz de Sarwan.

—En nombre del sultán Akbar Khan, que Dios guarde muchos años, solo os concedemos unos instantes —contestó Furqan Agha, contundente y resuelto—. U os rendís sin condiciones o asaltamos la ciudad sometiéndola al peor castigo de nuestras catapultas. Su alteza puede apreciar que son incontables y que muchas de ellas son enormes, como seguro que lo están viendo todos desde allá arriba, lo que nos permitiría terminar de arrasar la ciudad y asaltarla antes de que el sol alcance el cenit.

El silencio volvió a reinar, solo se oía en aquella hermosa mañana de suaves brisas el canto de los pájaros que llenaban los árboles esparcidos por la planicie, que se extendía a los pies de las murallas, mezclado con el relinchar de caballos y el barritar de los elefantes que se hallaban colocados en primera fila.

El príncipe Sarwan, máximo gobernante en Sundos en aquellos momentos, contaba intramuros con una tropa reducida, que pasaba de dos mil hombres, y tanto él, como los dirigentes que le acompañaban sabían de sobra que no tenían nada que hacer contra los invasores najmistaníes, con la añadidura de que el primer destacamento importante de tropas sindistaníes se encontraba a dos días de marcha, al oeste de Sundos, y tampoco contaba, ni de lejos, con efectivos, armamento y pertrechos capaces de hacer frente a ese imponente ejército que en aquellos instantes rodeaba la ciudad. Así las cosas, en la breve y apresurada discusión que mantuvo Sarwan con los adalides que le acompañaban sobre lo que podían hacer ante aquella súbita y aplastante situación a la que se enfrentaban, estaba claro que no podían contar con ninguna ayuda de peso de parte de su ejército, estacionado al sur del país, antes de al menos una semana, y sabían que la parte najmistaní conocía también esta realidad, como también tenían conciencia de la imposibilidad de que los asediados en Sundos tuvieran medio alguno de pedir auxilio a sus distantes tropas.

Sin embargo, Sarwan y los suyos decidieron primero negociar, así, de repente se abrió la puerta debajo de la torre donde estaban congregados, y desde dentro de la muralla salió el príncipe Sarwan, montando un magnífico caballo, también negro, cuyo porte llamó la atención a Furqan Agha. Le acompañaban otros dos jinetes. Los tres se plantaron ante la puerta, que inmediatamente se cerró detrás de ellos.

—Soy el príncipe Sarwan, heredero del trono de Sindistán, y pido hablar con el sultán Akbar Khan, que Dios le dé larga vida —dijo el príncipe, gritando, sentado con la espalda erguida, en la montura de su caballo.

Sarwan gritaba en medio de la quietud mañanera reinante, con la intención de hacerse oír por el sultán, lo que logró plenamente, pues no solo logró que le oyera este, sino también su hermano, el príncipe Shahlal. Ambos seguían muy atentos, a bastante distancia, lo que pasaba junto a la muralla.

—¿Quiénes acompañan a su alteza? —gritó Furqan Agha, también erguida la espalda, postrado sobre su magnífica montura, en un ámbito muy tenso entre ambas partes.

—Son mis primos paternos, el príncipe Ayub y el príncipe Ghulam.

Furqan Agha miró hacia atrás, para recibir instrucciones del sultán. Inmediatamente, el príncipe Shahlal avanzó con su caballo al galope, hasta ponerse al lado de Furqan.

—Soy el príncipe Shahlal —dijo en voz alta, mirando al príncipe Sarwan—, y mi hermano, su majestad el sultán Akbar Khan, que Dios le guarde muchos años, me ha encargado negociar con sus altezas, junto a su excelencia, Furqan Agha —dijo eso señalándole.

—Bien, alteza. Pedimos concedernos tiempo para poder avisar a nuestro rey, Radi Shah, que Dios le dé larga vida, y que sea él quien negocie con su majestad, Akbar Khan —dijo Sarwan, altivo y aparentando estar seguro de sí mismo.

—Denegado, alteza —le espetó Shahlal, tajante—. No tenemos tiempo que perder.

—En este caso, alteza, no tendremos más remedio que resistir, ya hemos avisado a nuestro ejército que estará aquí antes de lo que imagina su alteza.

Sarwan se echaba el farol de que el ejército estaba al caer a sabiendas de que sus interlocutores no le iban a creer, pero se trataba de una maniobra a la desesperada.

—Más razón aún para asegurarnos de no perder tiempo —respondió Shahlal, con un tono de sorna y mirando a Furqan Agha medio sonriendo.

Sarwan se dio perfecta cuenta del tono despectivo con el que se dirigía a él el príncipe Shahlal e intercambió miradas de indignación con sus acompañantes.

—Miren, príncipe Sarwan y altezas —prosiguió Shahlal, esta vez resuelto e impertérrito—. Sabemos muy bien dónde se encuentra su ejército, está en el sur, en la cordillera de Nujum, al menos a una semana de aquí.

Los rostros de los tres príncipes sindistaníes se iban demudando mientras escuchaban las palabras de Shahlal, que hablaba pausadamente, como masticando cada frase, pues él sabía que cada palabra suya era como un golpe en la cabeza de sus tres interlocutores.

—Pues, pues... —tartamudeaba Sarwan sin saber qué decir.

—Pues nada, pues nada, príncipe Sarwan —gritó Shahlal firmemente, como escupiendo las palabras en la cara de sus tres interlocutores—. Estas son nuestras condiciones para que os rindáis: les concedemos hasta el mediodía, ni un instante más, para entregar la ciudad. La tropa que se encuentra dentro de la ciudad ha de salir por esta puerta, uno a uno, sin armas de ninguna clase, y entregarse a nuestros soldados, de quienes serán prisioneros hasta que el sultán, que Dios le guarde, decida qué hacer con ellos. Ninguna otra puerta de la ciudad será abierta, todas las demás están controladas por nuestras tropas. En cuanto a sus altezas y a todos los miembros de la familia real, así como todo aquel que los quiera acompañar, pueden salir de la ciudad, desarmados, para ser custodiados por nuestros soldados hasta la frontera de vuestros amigos de Rujistán, vuestro aliado a quien nos habéis vendido y al que tanto os aferráis para hacernos la guerra a nosotros y a nuestros fieles aliados. Si la ciudad es entregada pacíficamente, nosotros garantizamos que nuestros soldados no causarán daño alguno a su población y dejarán intactas las propiedades.

—¡Pero alteza! —exclamó Sarwan, interrumpiéndole.

—No hay pero que valga —le respondió Shahlal tajante—. Su alteza no tiene otra alternativa que escucharme y cumplir al pie de la letra lo que le digo. Sus altezas no están en una posición que les permita negociar lo más mínimo. Aquí no les cabe más que la rendición, y nuestro sultán, Akbar Khan, que Dios le guarde muchos años, les está ofreciendo una rendición muy digna en la que su honor no será mancillado. Si no se produce vuestra rendición, saben sus altezas lo que sucederá tanto a todos los hombres de la ciudad como a vuestra propia familia. Es ley de guerra desde tiempos remotos, la ciudad que se rinde se respeta y la que resiste es devastada y ultrajada.

—¿Y nuestras propiedades? Las propiedades de esta familia —dijo Sarwan con voz quebrada y totalmente derrumbado, intentando, desesperadamente, salvar lo insalvable.

—Vuestras riquezas se las habéis quitado al pueblo a filo de espada, aplastándolo con vuestros recaudadores y sus huestes a lo largo del siglo y medio que duró vuestra dinastía, que en este momento ha llegado a su fin. Por lo tanto, mi hermano y señor, el sultán Akbar Khan, ha ordenado que vuestros tesoros sean repartidos entre los más pobres. Saldrán todos de aquí sin llevarse nada consigo, salvo las mujeres, que sí pueden llevarse sus alhajas. Se trata de una cortesía de nuestro magnánimo sultán, que Dios le dé larga vida, pues él considera que las mujeres nada tuvieron que ver con los atropellos y desmanes cometidos por vosotros y vuestro rey. Nosotros controlaremos vuestra evacuación de la ciudad y seréis registrados, uno a uno, no así las mujeres.

—¿Y nuestras tierras, aldeas, esclavos, ganado y yeguada? —se apresuró a preguntar, gritando y alarmado, el príncipe Ghulam, que hasta aquel momento permanecía callado, con el semblante pálido y muy sombrío.

—Todo esto quedará a disposición de nuestro sultán y él decidirá lo que hacer con todo eso, pero desde luego jamás volverá a ser vuestro. Nadie de los hombres evacuados irá montado, todos irán a pie, salvo las mujeres, niños, ancianos y enfermos, que serán transportados en carros nuestros hasta la frontera.

Oído esto, Ghulam, al grito de «¡Eso jamás!» y profiriendo alaridos histéricos, desenvainó velozmente su espada y arreó el caballo que saltó hacia Shahlal, quien tiró de su caballo apartándose y evitando el tremendo golpe de espada que le venía encima, a la vez que desenfundaba instantáneamente su espada y asestaba un golpe mortal a su agresor, que cayó fulminado de su caballo. En esto, Furqan Agha estaba listo, con su alfanje en alto, atento por si Sarwan y Ayub se decidían a seguir el ejemplo de su primo. Sin embargo, ambos quedaron impasibles observando lo sucedido.

—Ya está todo dicho, príncipe Sarwan —tronó la voz de Shahlal mientras intentaba controlar a su montura que desde el momento del ataque de Ghulam no paraba de agitarse levantando las patas frontales y bufando—. Tienen tiempo hasta que el sol esté en el cenit, ni un instante más para que empiecen a evacuar la ciudad, que la queremos intacta. Si se declara en ella un solo incendio antes de entrar nosotros, responderán sus altezas, y todos los demás príncipes, con sus vidas. Lo juro. En cuanto a la población, deben todos permanecer en sus casas, nadie les tocará un pelo, a no ser que se enfrenten a nosotros.

Ambos, Shahlal y Furqan Agha espolearon sus cabalgaduras que se lanzaron al galope hacia donde estaba esperándolos el sultán, acompañado por Faraz Mirza.

Cabizbajos, Sarwan y Ayub gritaron para que les abrieran la puerta, de donde salieron algunos hombres que cargaron con el cadáver de Ghulam.

Al mediodía, efectivamente, se inició la evacuación de la ciudad por parte de príncipes, nobles y soldados, muchos de ellos con el paso vacilante; todo transcurrió tal como había ordenado el príncipe Shahlal. Los soldados del destacamento militar de la ciudad, unos dos mil, pasaron a ser prisioneros en manos de los najmistaníes.

Algunos nobles pidieron hablar con Shahlal, poniéndose enteramente a su disposición a cambio de conservar sus bienes y fortunas, lo cual fue aceptado de buena gana por el sultán por la singular ayuda que podían prestar en la ocupación de las distintas regiones del país. Se trataba en realidad de la parte de la nobleza que se oponía firmemente a la alianza de Radi Shah con Qadir Khan en detrimento de la histórica amistad y alianza que había unido a Sundos y a Rastanpindi. Esa oposición, en la que participaban también algunos príncipes, fue detectada claramente por Akbar Khan durante su corta visita a Sundos para negociar con su rey. Por aquel entonces, algunos de aquellos opositores se habían acercado a él para comunicarle su postura, o le hicieron saber sobre ella mediante emisarios. Así, Akbar Khan confió en ellos cuando acudieron a él aquel día de la incruenta conquista de Sundos.

Al hacer el sultán su entrada en Sundos, junto a su séquito y seguido de una nutrida tropa armada hasta los dientes, encontró una ciudad vacía del todo, pues toda la población se recogió en sus casas o se apartó de los caminos por donde transcurría el cortejo real, además de algunos destacamentos militares que empezaron a pulular por la urbe, iniciando así su puesta bajo su control.

 Continuará.....

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