AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 23)
29 julio 2022
—De acuerdo, hija. Ni
una palabra, cuenta con ello, confía en mí —sentenció el gran visir.
—Siempre he confiado en
vuestra
excelencia. Me lo enseñó mi padre desde pequeña
—dijo Amarzad satisfecha.
Muhammad
Pachá se retiró al centro del campamento para supervisar la situación entre la
tropa. Al verle retirarse, Burhanuddin avanzó hacia Amarzad, todo nervioso,
pues tras lo que acababa de ver de las hazañas de Amarzad, se apoderó del joven
pachá la sensación de que estaba ante un ser extraordinario e inalcanzable para
él. Si en algún momento él se sentía fuerte e invencible como espadachín y en
cualquier otra clase de lucha con arma blanca, capaz de proteger a Amarzad de
posibles peligros, en aquel preciso momento se apoderaba de él la sensación de
ser absolutamente innecesario, pues ¿en qué podía él serle útil a ella? y ¿por
qué ella iba a amar a un hombre como él, que la necesitaba a ella para
defenderle, como quedó demostrado aquella noche? Burhanuddin estaba realmente
hundido y le embargaba la sensación de haber perdido cualquier esperanza
respecto a su amada. Aquella noche, el joven caballero empezó a ver a una
Amarzad muy distinta a la que él creía que era, pues no era ninguna jovencita
necesitada de su valentía ni de su arrojo.
Amarzad
no estaba menos nerviosa que su amado y gracias a su innata inteligencia y a su
madurez recién adquirida no era ajena a los pensamientos y sentimientos de
Burhanuddin, máxime al verle tan inhibido ante ella en aquellos momentos. No
dudaba de que le amaba y tampoco de que él la amaba a ella, ni tampoco dudaba
de que él merecía con creces su amor. Por eso sentía que debía quitarle de la
cabeza y del corazón la sensación de que ella era más fuerte que él o de que
ella no le necesitaba a él, pero no estaba segura de que fuera capaz de
lograrlo ahora que él había conocido su poder, que, en realidad, no era suyo,
sino el del mago Flor y Xanzax, y tal como se lo habían dado, se lo podían
quitar. En realidad, esos poderes que ella había adquirido no se la habían
subido a la cabeza, y estaba convencida de la autenticidad de las enseñanzas
que recibió de uno de sus sabios maestros, quien le solía decir que el
auténtico poder radica en el amor, y que cuanto de más amor dispones en tu
propio corazón y en los corazones de los demás, más poderoso eres; que todo
poder que nace de las armas solo sirve para vencer momentáneamente y pagando un
precio muy alto, pero nunca para salir beneficiado definitivamente ni para
siempre.
Otro motivo del
nerviosismo de Burhanuddin era saber que en aquellos momentos se encontraba a
solas con su amada, pues él no veía allí a nadie, salvo a la princesa, ya que
Safinaz se había esfumado desde que se inició la conversación entre su ama y el
gran visir. Amarzad, a su vez, también sabía que nunca antes había estado con
Burhanuddin, ni con ningún otro joven, a solas.
—Acercaos, Burhanuddin
Pachá —dijo ella amablemente al ver que el joven militar se había detenido a
unos pasos de ella, un poco cohibido. Cuando se situó delante de ella,
Burhanuddin no levantaba la vista del suelo.
—Burhanuddin Pachá
—dijo Amarzad con una voz suave, amable y que inspiraba cercanía y confianza—.
He querido hablar con vuestra excelencia y espero que entiendáis mis palabras y
que sepa que no suponen ninguna intromisión en sus responsabilidades.
—Disculpe, princesa —se
apresuró él a interrumpirla sin poderse contener—, no me trate de excelencia,
por favor, soy un simple soldado al servicio del sultán. Su majestad ha sido
muy generosa conmigo, pero yo sigo siendo el que soy, una espada en defensa del
sultanato y del sultán.
Ella
estaba impaciente por ver su cara desde que abandonaron Dahab y la ponía
nerviosa que él la hablara agachando la cabeza, y sin mirarla a la cara, por
respeto, y como era la costumbre entonces en aquella región entre hombres y
mujeres sin vínculo familiar estrecho.
—¿Por qué no me miras a
la cara, Burhanuddin? —dijo Amarzad impaciente, llamándole solo por su nombre,
sin su título de Pachá, saltando los rituales y olvidándose de la solemnidad
que la imponía ser la heredera del trono de Qanunistán.
Él levantó la cara
mirándola sorprendido, pero sin decir nada.
—Como responsable
militar de esta expedición quiero pedirte un favor —dijo Amarzad, muy amable,
con su mirada abrazando la suya y tuteándole, sin rodeos, también porque él
mismo la había pedido que no le tratase de «excelencia».
Él se sintió tan
gratamente sorprendido que dejó dibujarse una ligera sonrisa sobre sus labios,
mientras sus ojos brillaron con una mirada cargada de esperanza.
—A sus órdenes, alteza
—respondió él inclinando ligeramente la cabeza.
—Te he dicho que se
trata de un favor, nada de órdenes, Burhanuddin —respondió Amarzad sin perder
el tono amable y con una delicada sonrisa que acompañaba la ternura de su
mirada; la luz tenue de la luna y la de una antorcha y una hoguera cercanas se
encargaban de añadir otras evocaciones.
—¿De qué se trata,
princesa? —preguntó él ya curioso y presto.
—Nadie debe hablar de
lo acontecido esta noche ni siquiera en susurros. Nadie de fuera de este
campamento y esta expedición debe saber una palabra de lo ocurrido.
Burhanuddin la miró
perplejo. «¿Cómo se puede ocultar un acontecimiento de esta envergadura?»,
pensó. Sin embargo, decidió
acatar la voluntad Amarzad, y no dudaba de que si ella mandaba mantener lo
acaecido en secreto, sus motivos debía tener.
—Ordenaré a la tropa
cumplir vuestras órdenes a rajatabla, princesa.
Amarzad se extrañó de
qué Burhanuddin aceptara su palabra sin discusión alguna. Le miró como
indagando en sus adentros mientras él mantenía su mirada clavada en la suya, ya
con más atrevimiento que antes.
—¿Y no me preguntas por
qué te lo pido? —cuestionó en voz más baja que antes y acercándose un poco más
a él.
—Confío en su alteza
ilimitadamente. He visto de lo que es capaz, así como la entereza de su
carácter, que no puede ser más que fruto de una profunda madurez. Así que no
tengo nada que preguntar. Nadie fuera de la tropa que nos acompaña sabrá nada
de lo ocurrido. Permítame regresar a supervisar el estado de mis hombres.
Amarzad estaba
maravillada al percibir la entera confianza que su amado depositaba en ella y
quería corresponderle y hacerle sentirse correspondido. Ambos no cesaban de
mirarse como auténticos enamorados, pero sin decir nada al respecto.
—Yo también confío en
ti sin límite, Burhanuddin. Puedes contar conmigo siempre que quieras.
—Gracias, princesa
—contestó acercándose hacia ella y casi tocándole ambas manos, para marcharse
precipitadamente, de regreso al campamento principal.
Amarzad se quedó
mirándole hasta que desapareció en la oscuridad y enseguida se vio rodeada de
miembros de su escolta que habían estado presentes, pero a distancia, ocultos
por la oscuridad, sin perder a la princesa de vista, cumpliendo órdenes del
propio Burhanuddin. Amarzad le pidió a uno de sus guardianes ir en busca de
Shakur para informarla de lo que había pasado exactamente en el campamento.
Shakur acudió minutos más tarde y le comunicó que tres caballeros habían muerto
en los ataques de los pájaros monstruosos y algunos más estaban heridos y se
encontraban al cuidado de los médicos de la expedición. También la informó de
que habían encontrado a más de veinte de esos monstruos muertos en los
alrededores del campamento, y que estaba seguro de que habría más y que los
verían con la luz del día.
Capítulo 17.
Hilal y Jasiazadeh
Casi a la misma hora en la que se producía el ataque
de Kataziah y sus brujos, el Palacio Real de Dahab sufría otro ataque, pero
esta vez por parte de Jasiazadeh y sus brujos y brujas acompañados por los
matones de Qadir Khan, tres de los cuales se introdujeron en el palacio
infiltrados por los brujos que, a su vez, se quedaron fuera al detectar la
presencia de Hilal y sus magos, que montaban guardia en los alrededores del
palacio.
Sin embargo, Hilal y
los suyos no detectaron a unas sombras negras que transportaban a los matones a
través de las paredes del palacio, pues estas sombras envolvían a las personas
hasta hacerlas desaparecer tal como lo ordenaban los brujos que las movían y
manejaban.
A aquella hora, todo el
mundo se había retirado a sus aposentos tras la cena, y sin más presencia por
los pasillos y salones del palacio que la de los escoltas del sultán, que
montaban guardia en la misma puerta de sus habitaciones, más algunos centinelas
que hacían ronda por todo el interior del palacio, supervisando constantemente
ventanas y puertas, así como el interior de habitaciones, salones, cocinas y
demás dependencias del palacio. Otros centinelas se encargaban de vigilar las
azoteas del palacio.
Uno
de los centinelas fue reducido por uno de los tres intrusos, que le obligó a
indicarle dónde dormía Amarzad. El guardia, despojado de sus armas y amenazado
a punta de daga, no tuvo otro remedio que conducir a los agresores hasta las
habitaciones de Amarzad, y mientras uno le mantenía inmóvil, los otros dos,
aprovechando que la puerta no estaba vigilada por nadie, debido a la ausencia
de la princesa, entraron, llevándose la sorpresa de no hallar allí a nadie.
Alarmados los atacantes ante el fracaso de sus planes obligaron a su rehén a
señalarles las habitaciones del sultán.
En ese mismo instante
el sultán estaba asomado por la terraza de su alcoba mientras la sultana
Shahinaz estaba en la cama llorando en silencio por la ausencia de su hija. El
rey vio sombras de personas moviéndose por los jardines, advirtiendo que los
caballeros de la Guardia Real que patrullaban por los jardines no se habían
percatado de la presencia de esas sombras que se movían no lejos de ellos.
Nuriddin gritó a sus hombres, alarmándolos y ordenándoles que detuvieran a esas
personas que se movían por allí a sus anchas y delante de sus narices. El jefe
de aquel destacamento gritó asegurándole que no había nadie extraño en los
jardines. El sultán se sentía indignado cuando de repente apareció junto a él
en la terraza aquel hombre menudo que el día anterior vino a tranquilizarlo
acerca de su seguridad y la de los suyos. Nuriddin se sobresaltó por su
repentina aparición, pero se tranquilizó enseguida, pues sabía que venía en son
de paz.
—Son mis hombres,
majestad —dijo Hilal tranquilamente—. No debe su majestad alarmarse.
—Y
¿cómo puede ser que mis hombres no vean a sus hombres, pero yo sí, aunque
borrosos, como si fueran sombras? —preguntó el rey con un tono similar al
utilizado cuando charlas con un amigo, pues en realidad aquel hombre le
inspiraba tranquilidad y confianza.
—Ellos se ocultan de
quienes piensan que los pueden ver y no logran ocultarse del todo de quienes
ellos no ven. Aún están aprendiendo, majestad. Les falta tiempo para
perfeccionar su técnica, pero, aun así, su majestad puede confiar en ellos,
pues poseen muchas habilidades extraordinarias y poderes de los que carecen la
gente normal.
Y dicho eso, se oyeron
gritos y lucha en la puerta de las habitaciones del sultán, saltando la sultana
de la cama y apresurándose el sultán a tomar su espada mientras Hilal ya estaba
plantado en la puerta donde se libraba una feroz lucha entre los intrusos
arropados por las siniestras sombras y un puñado de caballeros de la Guardia
Real, con Noruz a la cabeza. Hilal detectó la presencia de las sombras y se
ocupó de ellas hasta hacerlas desaparecer, mientras Noruz y los escoltas, junto
al propio Nuriddin, acababan con la vida de los atacantes, tras una lucha feroz
en la que el sultán perdió a uno de sus hombres.
Hilal ordenó
inmediatamente a sus magos localizar a los brujos que debían estar cerca y,
efectivamente, hallaron tres de ellos encaramados a árboles cercanos al
palacio, pero fuera de sus jardines, así que pudieron esfumarse enseguida. No
obstante, la propia Jasiazadeh cayó en las manos de Hilal, más allá de los
jardines del palacio, y tras una lucha larga y encarnizada con ella, en la que
ambos iban adquiriendo formas distintas una vez tras otra, a cual más feroz y
dañina, desde leones hasta elefantes, tigres, fuego y humo. Algunos brujos
huidos poco antes reaparecieron de nuevo y acudieron en socorro a Jasiazadeh,
atacando a Hilal, armándose una batalla abierta y espeluznante, en la que los
brujos iban cayendo uno tras otro, incluida Jasiazadeh, a quien Hilal pudo
someter hasta dejarla inconsciente. Aquella lucha fue presenciada por el propio
sultán, asombrado y horrorizado ante los fenómenos sobrenaturales que veían sus
ojos y apenas creía, pues era una lucha que no se parecía en nada a ninguna
otra que hubiera visto a lo largo de su vida.
Acto seguido, con
Jasiazadeh inconsciente, tendida en el mismo lugar donde había transcurrido la
lucha, los magos la ataron firmemente de manos y pies con una fina cuerda que
habían fabricado ellos mismos de cabellos extraídos de las melenas de la veintena
de brujos y brujas que seguían encarcelados, desde la batalla del caserón de
Kataziah, en las mazmorras del Nuevo Palacio del mago Flor, cuerda hecha con el
propósito de inmovilizar a brujas y brujos poderosos, como lo era Jasiazadeh. A
todos aquellos brujos y brujas encerrados en las mazmorras, el mago Flor
intentaba despojarlos de sus poderes malignos para convertirlos en personas
normales, pero a riesgo de recuperar su maldad y poderío a manos de Kataziah o
de cualquier otro brujo de su categoría.
Hilal
se colocó junto a Jasiazadeh, ahora atada con aquella cuerda peculiar, y sin
moverla de su sitio, iba pronunciando en voz baja una serie de plegarias que
había aprendido de memoria de su maestro, el mago Flor, en idéntico proceso
realizado con los brujos presos. La bruja se retorcía en el suelo y sufría
sacudidas: su cara iba adquiriendo sucesiva y rápidamente todas las apariencias
que en su vida había adoptado mediante brujería, y todas las formas animales,
vegetales e inertes que ella había condenado a otras personas a adquirir
mediante sus complicados hechizos, con lo cual todas aquellas personas —si
estaban aún vivas— se libraban instantáneamente de los conjuros de Jasiazadeh y
podían recuperar su aspecto real, donde fuera que estuvieran. El proceso duró
más de una hora de agotador trabajo y transcurría delante de los ojos
horrorizados del sultán y de miembros de la Guardia Real, además de otros magos
ayudantes de Hilal, aunque estos seguían el desenlace tranquilos, aprendiendo.
Finalizado el proceso de
purificación llevado a cabo por Hilal, cuya cara tranquila y apacible no se
había alterado lo más mínimo a lo largo del mismo, la bruja Jasiazadeh quedó
despojada de todos sus poderes para convertirse en una mujer normal, libre de
toda maldad y muy anciana.
Una
vez terminado el procedimiento de recuperación de la esencia humana de
Jasiazadeh, el sultán ordenó trasladarla a palacio, lo cual se llevó a cabo sin
oposición ninguna de Hilal, que la acompañó él mismo hasta uno de los salones,
donde el sultán y la sultana no dejaban de mirar a aquella vieja mujer mientras
recuperaba el conocimiento recostada en un mullido y alargado diván. Hilal los
tranquilizó asegurándoles que ya no suponía peligro alguno para los presentes.
Nuriddin y Shahinaz dieron las gracias repetidamente a Hilal, tras haber
comprendido que sus escoltas y la Guardia Real no podrían haber hecho nada para
protegerlos si no fuera por Hilal y sus magos, y que los agresores se habían
infiltrado en el palacio gracias a los hechizos y poderes de Jasiazadeh y demás
brujos.
Jasiazadeh retomó la
conciencia por completo. A pesar de extrañarse por estar atada de manos y de
pies, rodeada de caras desconocidas, descubrió a Hilal enseguida, puesto que
era quien luchó contra ella y la apresó poco antes.
—¿Qué
me has hecho? —le preguntó a Hilal con voz baja y débil.
—Liberarte de la
maldad, Jasiazadeh —respondió Hilal, con tono apaciguador y reconciliador—.
Pero prefiero mantenerte atada hasta asegurarme del todo.
El sultán se inclinó
hacia Hilal y le preguntó en voz baja quién era esa Jasiazadeh, a lo que Hilal
le explicó, resumidamente, que se trataba de la bruja más importante de
Rujistán, y que trabajaba para Qadir Khan. El sultán montó en cólera al oír
aquello, especialmente al saber que esa mujer es la que había introducido en el
palacio a los autores del primer intento de acabar con su vida y que lo ha
vuelto a hacer esa noche perpetrando una nueva agresión, mucho más peligrosa
que la primera.
—Este
es el sultán Nuriddin y la sultana Shahinaz, a quienes tus hombres pretendían
asesinar esta noche —espetó Hilal a Jasiazadeh—. ¿A ti te parecen malas
personas? ¿Crees que merecen ser asesinados?
—Solo pretendíamos
llevarnos a Amarzad —contestó ella sin mirar a la cara a ninguno de los
presentes.