AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 21)
(14julio22)
……El sultán dio órdenes expresas a su hermano menor
para que protegiera a la princesa Gayatari en caso de que esta estuviera junto
a Bahman, que era lo más probable, y que la devolviera a su país sana y salva.
También le pidió conceder plena confianza a Sunjoq, que regresaría con Bahman,
y brindarle el mejor trato y distinción posible.
Capítulo 15. De vuelta al planeta Kabir
De regreso a su palacio, el mago Flor fue abordado,
de súbito, por un hombre que era una viva copia de él mismo, pero tenía el
rostro cargado de preocupación, rasgo que no se le escapó al gran mago, que
tras saludarle calurosamente le invitó a que le acompañara al interior del
palacio. Ambos se pusieron uno frente al otro, de pie, en medio del salón
principal.
—Algo grave pasa en Kabir, ¿me
equivoco? —se apresuró a decir el mago Flor a su huésped, con el ceño fruncido.
—Hermano Svindex, sabes que de no ser así no hubiera
sido enviado por Xanzax a vuestro planeta —contestó el huésped tranquilamente—.
Hay que convocar a los veinte al instante, hemos de partir.
El mago Flor, nada más oír las palabras del mago
kabirense, se concentró durante un buen rato, fijando la vista en su sortija
esférica, que empezó a emitir destellos de múltiples colores, en medio de un
silencio total. Hasta los pájaros del bosque que rodeaba el palacio quedaron en
silencio, lo mismo que el resto de los animales. Hilal y Habib observaban la
escena desde la otra punta del salón, entendiendo perfectamente lo que pasaba.
Ambos tenían el semblante serio, estaban preocupados y el mago Flor, al verlos,
los invitó a acercarse.
A los pocos instantes empezaron a llegar los magos
más importantes del planeta Tierra.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué os pasa? —insistían algunos de
los recién llegados.
—Xanzax nos pide ayuda urgente
—respondió el huésped—. Han invadido el planeta Kabir y nuestro mago supremo
galáctico ha convocado urgentemente a los magos mayores de la Hermandad de cada
planeta.
Al mago Flor no le
gustó nada haber sido convocado en aquellos momentos, pensaba en el cúmulo de
asuntos que tenía pendientes y urgentes que resolver: «La guerra declarada
contra los brujos y brujas de la maldad, la seguridad de Amarzad que acababa de
emprender un peligroso viaje, ¿qué podría hacer esa niña contra tantos brujos y
brujas por más armas que llevara con ella? —pensaba, y los temas se agolpaban
en su mente con gran preocupación —. ¿Y la protección del sultán Nuriddin? ¿Y
la guerra que se avecinaba entre Rujistán y Qanunistán en la que el sultanato
necesitará imperiosamente mi ayuda?».
Sabía que no podía de ninguna manera, ni él ni
ninguno de los magos capacitados para trasladarse a Kabir, eludir ese viaje que
para él se presentaba en los peores y más comprometedores momentos, máxime
cuando sabía que Xanzax era conocedor de todas esas circunstancias agobiantes
que acababan de pasar por su mente.
—Pero ¡¿quién se ha atrevido a invadir el
Kabir?! —exclamó el gran mago
mientras su cerebro no cesaba de pensar en todo lo que iba a dejar pendiente
sin hacer en la Tierra, Dios sabía hasta cuándo.
—Una grandísima avalancha de carros espaciales
akabirrizaron en el planeta, procedentes, según Xanzax, de un planeta de la
estrella Kaff, que como sabéis, no queda lejos de nuestra estrella, Alderamin.
—Y los magos guardianes de
Kabir, ¿qué han hecho ante esta invasión? —inquirió uno de los magos recién
llegados.
—El número de invasores es tan grande que
prefirieron ocultarse hasta que la Hermandad Galáctica de Magos pudiera
organizar un buen contraataque —contestó el huésped—. Xanzax ordena que todos
los magos de la Hermandad debemos reunirnos en Kabir, en nuestro Castillo Rojo,
que ningún ser de otro planeta puede detectar ni ver, como sabéis. Después, y
según el plan de contraataque, Xanzax nos distribuirá por los demás castillos.
El mago Flor pidió que le disculparan por unos
momentos y acto seguido apareció su rostro por la sortija de Amarzad.
—Malas noticias, princesa. He de trasladarme a Kabir
en una misión urgente. No sé cuándo podré regresar.
A Amarzad, que tanto solía alegrarle ver asomar al
mago Flor a través de su anillo, se le encogió el corazón cuando esta vez vio
congestionada su cara y con claros signos de profunda preocupación. No sabía
que ella misma era el motivo de gran parte de esa preocupación.
—¿Y podremos hablarnos mientras estás en Kabir?
—Lamentablemente no, hija —contestó compungido—. Las
sortijas que llevamos no tienen esa capacidad. Tampoco funcionarán los escudos
protectores que establecí para proteger a tus padres, a ti y al Palacio Real.
Encargaré a Hilal que se ocupe de su seguridad. Ya sabes que confío en ti
plenamente para tu autoprotección y autodefensa. Procuraré no estar mucho
tiempo lejos de la Tierra. Adiós, hija. Cuídate mucho.
Amarzad, sentía que se le caía el mundo encima al
oír las palabras del mago Flor.
—Que tengas un buen viaje y
regreses cuanto antes, querido mago Flor —pudo decir Amarzad con voz baja y
triste.
El gran mago de ninguna manera quería decirle a
Amarzad que Kabir había sido invadido y ocupado por fuerzas extrakabirrestres.
No quería entristecerla más aún.
El mago Flor se reincorporó de nuevo a la
conversación con sus magos, parecía haber recuperado la serenidad tras la breve
conversación con Amarzad. Los miró a todos fijamente, durante unos instantes.
Habían llegado ya la totalidad de los diecinueve magos convocados. Habib hacía
el número veinte.
—Hilal, tú te quedas aquí
cuidando de todos los asuntos que tenemos pendientes —dijo el mago Flor
dirigiéndose a Hilal—. Sabes que cuando yo abandone la Tierra, los escudos
protectores ya no tendrán efecto, ninguno de ellos. Tú y los demás magos, que
quedan a tus órdenes, tenéis como misión primordial proteger al sultán y a su
familia, así como seguir muy de cerca a la princesa Amarzad. No escatimes
esfuerzos en cumplir estas misiones de la mejor manera.
—A tus órdenes, gran mago —contestó Hilal en voz
alta, mientras se acercaba al mago Flor y le daba un abrazo al que este
correspondió con unas palmaditas en la espalda.
—¿Estáis preparados? —preguntó el mago Flor a los
demás magos presentes.
—A tus órdenes gran mago —contestaron todos,
emocionados.
Dicho eso, todos, salvo Hilal,
se pusieron en círculo, cogiéndose unos a otros de la mano, levantando las
caras hacia arriba. El mago kabirense se había colocado en el centro del
círculo y los demás se pusieron alrededor de él. Juntos, gritaron todos, al
unísono: «¡Juntos al planeta Kabir, Dios mediante!», con tal fuerza, que su voz
retumbaba ensordecedora entre el cielo y la Tierra. La tierra tembló en toda la
zona de Dahab y la gente pensó que se trataba de un terremoto y salieron a la
calle presos de pánico.
Mientras gritaban, el círculo
de magos empezó a girar adquiriendo en unos segundos tal velocidad que era
imposible distinguir a ninguno de ellos, generando un ensordecedor ruido, una
luz cegadora y un arrasador vendaval que arrancó de cuajo los árboles más
gigantescos del bosque que rodeaban el palacio. La gente de Dahab corría para
protegerse. A pesar de todo aquello, en el interior del Nuevo Palacio todo era
quietud y tranquilidad, pues no se trataba de ninguna construcción material lo
que permitía a los presentes seguir en el palacio, a salvo y seguros. De
repente, el ruido desapareció, el viento se calmó y dejó paso a suaves brisas,
y la luz cegadora se volvió tenue hasta desaparecer: brillaba de nuevo la luz
del sol. Los habitantes de Dahab tardaron en atreverse a regresar a sus casas y
a sus ocupaciones, pues habían experimentado momentos aterradores, sin embargo,
milagrosamente, nadie había sufrido daño alguno, ni tampoco las viviendas
habían quedado afectada.
Más tarde, en el Palacio Real, el sultán
discutía con Qasem Mir, Noruz y algunos consejeros reales, lo sucedido en la
ciudad. Le informaron de que nadie había sufrido daño alguno a causa del vendaval,
ni tampoco ninguna propiedad. De repente, se presentó ante ellos, salido de la
nada, en medio del salón del trono, un hombre menudo, de mediana edad y de
aspecto pacífico y bondadoso. Ante su repentina aparición, los presentes se
espantaron y se alejaron de él, salvo el sultán, al que ya no le espantaba
nada, tan acostumbrado como estaba ya a los fenómenos sobrenaturales traídos a
veces de la mano de su hija y otras de la mano de no se sabía quién.
El sultán le observó fijamente,
sin alarmarse, dado que el aspecto del hombre, vestido humildemente, no
infundía temor alguno, además de que no llevaba ninguna clase de armas a la
vista. Los demás se iban acercando, formando un corro alrededor de aquel hombre
extraño.
—¿Quién sois, buen hombre y cómo habéis penetrado en
palacio? —preguntó Nuriddin amablemente mientras pensaba que el escudo
protector del palacio no era tan eficaz como le hizo entender Amarzad.
—Vengo en son de paz, majestad, con un encargo, pero
hemos de estar a solas —dijo el aparecido en voz baja, señalando al grupo que
le rodeaba.
El sultán no dudó ni por un
momento en pedir a los presentes que abandonasen el salón, mientras quedaban
allí, inamovibles, los cuatro escoltas personales del sultán, aunque a cierta
distancia y con las manos agarrando las empuñaduras de sus espadas, por si
acaso.
El aparecido, que no era otro que
Hilal, comprendía perfectamente que se quedaran los guardias del sultán, pues
sabía de sobra los peligros que acechaban al sultán y a su familia.
El sultán dio unos pasos para alejarse más de sus
escoltas, haciendo una señal a Hilal para que le siguiera.
—Dígame, buen y misterioso
hombre, ¿qué pasa? ¿Qué le ha traído hasta aquí? ¿Cómo pudo entrar en palacio?
—preguntaba Nuriddin, lleno de curiosidad.
—Soy amigo de Amarzad, majestad —dijo Hilal.
—¿Cómo? —exclamó el sultán, que en realidad quería
añadir: «¿Cómo se encuentra ella?», pero se frenó por desconfianza, pues nadie
debía saber que ella partía de viaje y él aún no sabía si ese hombre decía toda
la verdad.
—Debe su majestad saber que el escudo protector
invisible que protegía el palacio dejó de funcionar —aseveró Hilal, sin
mencionar los otros escudos protectores personales, que protegían a los
miembros de la familia real y a Burhanuddin.
—¿Todo esto tiene que ver con la borrasca que
acabamos de sufrir? —preguntó el monarca.
—Sí, Majestad. Se debe a la borrasca —se limitó a
decir el mago.
—¿Y no lo tendremos más? Me refiero al escudo
—preguntó Nuriddin.
—No se sabe, majestad.
—Bien, buen hombre, ¿no me va a decir usted quién
estableció tal escudo para protegernos?
—Ojalá se lo pudiera decir,
pero no tengo permiso. Tal como supone su majestad, se trata de amigos que
están de vuestro lado y le apoyan. Puede que en el futuro sepa quiénes son.
—¿Se trata de mi hija, Amarzad? —no pudo el sultán
reprimir esa pregunta que le machacaba la cabeza en los últimos dos días.
—No,
majestad. La princesa no tiene tales poderes —con-
testó Hilal tajante y carraspeó
un par de veces, pensativo, pues no le gustaba nada mentir. El sultán se le quedó
mirando sin saber por dónde continuar tal absurda conversación con un hombre
del que no conocía nada.
—¿Y usted? —preguntó el sultán como último recurso y
sin esperanzas de recibir una respuesta—. ¿Quién es usted? —insistió en tono
amable.
—Ya se lo dije, majestad. Soy amigo de Amarzad.
Nuriddin no sabía qué hacer, pues no dudaba de que
el que estaba delante de él tenía poderes especiales, «¿cómo pudo aparecer de
repente en medio de este salón si no fuera así?», se decía para sus adentros.
Gustosamente habría ordenado a sus guardias personales apresarle en un intento
de conseguir un poco más de información sobre lo que estaba ocurriendo a su
alrededor, en su propia casa, de acontecimientos extraordinarios y peligrosos
para él y para su familia. Pero sabía que eso sería inútil y que podría quedar
mal ante alguien que lo único que había hecho hasta aquel momento era ayudarle.
De todos modos, Nuriddin se quedaba más tranquilo sabiendo que su hija tenía
tales amigos, pues al menos eso reduciría mucho la posibilidad de que sufriera
ella daño alguno.
—Bien —dijo el rey al no recibir respuesta—,
¿volveré a verlo?
—Sí, Majestad, siempre que haga falta. Mis ayudantes
y yo permaneceremos por aquí para su protección y la de todos los suyos. Sepa
vuestra majestad que todos los moradores de este palacio serán protegidos por
mí y por mis ayudantes, aunque no puedan vernos.
—Confío en
usted plenamente, buen hombre —dijo el sultán, sinceramente, mientras Hilal
desaparecía, después de dedicarle al sultán una ligera inclinación de
pleitesía.
—¿Y el
sultanato? ¿Qué pasa con el sultanato? —inquirió el sultán con preocupación,
pero Hilal había desaparecido.
El sultán, ante la noticia de que ya no había ningún
escudo protector alrededor del palacio, ordenó a su Guardia Real intensificar
la vigilancia y llamó a Qasem Mir para exigirle también extremar el control de
las puertas que daban acceso a Dahab. Los escoltas del sultán fueron duplicados
en número. Qasem Mir eligió personalmente a sus mejores hombres para esta
misión.
El sultán no sabía que por muy grande que fuese el
número de guardianes y por muy armados que pudieran estar, no serían
suficientes para defenderle a él y a su familia. No sabía en aquellos momentos
que sus enemigos reales eran decenas de brujos y brujas de lo más desalmado.
Así les ocurre a muchas personas que, al ignorar su verdadero problema, centran
su atención y su precaución en otras facetas que en realidad no les suponen
ningún quebradero de cabeza.
Capítulo16. Moscones y pájaros monstruosos
Faltaban aún veinte días para la celebración de la
boda y el rey Qadir Khan ya había convertido a Bahman en uno más de la familia,
envolviéndole del todo, con la connivencia de la reina Sirin, Gayatari y los
otros hijos del rey. Qadir Khan había obtenido del hijo de Parvaz Pachá toda
clase de informaciones acerca del ejército de Qanunistán, del sultán Nuriddin,
de su Palacio Real, de las riquezas de su país en general, y de las minas de
oro y su ubicación, en especial.
Con ayuda de Bahman pudo Qadir Khan enviar a
Qanunistán a varios de sus mejores hombres en la lucha y en el uso de toda
suerte de armas con el fin de asesinar al sultán Nuriddin. Estos infiltrados
rujistaníes se habían instalado en Dahab, respaldados por Jasiazadeh y demás
brujos seguidores de Kataziah, pero al separarse Jasiazadeh y sus brujos del
resto del grupo aglutinado alrededor de Kataziah, esos hombres quedaron a las
órdenes de la bruja leal a Qadir Khan, tal como les había ordenado el rey de
Rujistán antes de que abandonaran el país.
Ambos grupos de brujos planificaban secuestrar a
Amarzad, el primero como medio de doblegar y si es posible eliminar al mago
Flor; el segundo con el fin de someter al sultán Nuriddin a la voluntad de
Qadir Khan. En realidad, Jasiazadeh no tenía orden alguna del monarca de
Rujistán de secuestrar a Amarzad, pero fracasado el intento de asesinar a
Nuriddin, la bruja había fijado un nuevo objetivo, decidido motu proprio:
secuestrar a la princesa y llevarla a su amo, Qadir Khan.
Los brujos y
brujas de ambos grupos no habían perdido tiempo ni habían escatimado esfuerzos
para lograr su propósito, así que Kataziah ya había localizado a Amarzad, pero
no Jasiazadeh, que creía que la princesa seguía en el Palacio Real. Siendo así,
y cuando el sol del primer día de marcha de Amarzad, mientras se ponía el sol,
sobre el techo de su carruaje se posó un enjambre de moscones negros y
silenciosos, que en realidad eran Kataziah, su hijo, su hermano y decenas más
de brujos y brujas. Todos se habían convertido en ese vulgar insecto que no llama
la atención a nadie. En realidad, a ningún brujo ni bruja se le ocurre nunca
convertirse en mosca, moscón, ni en nada parecido, por lo vulnerables y fáciles
de matar que suelen ser estos seres. Por eso mismo decidieron arriesgarse y
adoptar la forma de estas criaturas tan endebles para acercarse a Amarzad sin
ser detectados por el mago Flor ni por sus ayudantes. «Svindex —pensaron— jamás
creería que los brujos pudieran ser tan estúpidos como para adoptar la forma de
un ser muy fácil de matar».
Kataziah y todos sus
acompañantes se quedaron fuera, quietos sobre el carruaje de Amarzad. Estaba
previsto, según habían planificado y acordado, no actuar hasta bien entrada la
noche.
Continuará…..