AMARZAD, EL MAGO FLOR Y LOS CINCO REINOS
Saïd Alami
En entregas semanales
(Entrega 32)
21 octubre 2022
—¿Insistís en mantener el duelo con mi hijo? —le
preguntó el rey serio y preocupado.
—De ninguna
manera quisiera yo causar el más mínimo daño a su hijo, el príncipe Korosh,
majestad —respondió Burhanuddin con una voz cargada de sinceridad, de lo cual
se dio perfecta cuenta el rey.
—Veo que estáis
muy seguro de poder dañar a mi hijo —dijo el monarca en tono sarcástico y
mirando a sus visires y luego a Burhanuddin.
—No, majestad, nunca antes me enfrenté a su hijo y
no sé qué clase de luchador es.
—Korosh es uno de los mejores guerreros del reino y
dudo mucho de que puedas enfrentarte a él con éxito.
—En vuestra mano está la decisión, majestad.
—Antes
tengo que hablar con Korosh y ya os lo haré saber.
Nada más marcharse Burhanuddin,
el rey hizo llamar a Korosh. Este le contó a su padre su versión de los hechos,
totalmente tergiversada, pero dejando notar a las claras, tanto para su padre
como para los visires presentes, el visceral odio que le tenía a Burhanuddin.
El padre le contó a su hijo y a todos los presentes
lo que había visto de la astucia y extrema prestancia y arrojo del joven
qanunistaní en el combate, advirtiéndole una y otra vez sobre la peligrosidad
de enfrentarse a él en un duelo, pero Korosh se reía e insistía en que él sería
capaz vencerle y matarle. Consultados los visires todos opinaban que el duelo
debía ser suspendido porque suponía un gran peligro para la vida de Korosh. Sin
embargo, el rey opinaba lo contrario, pues se moría de curiosidad por medir la
fuerza de su hijo y comprobarla, para lo cual se ingenió una nueva idea consistente
en que el combate se celebrara, pero que no fuera a muerte.
Así las cosas, el rey anunció
que el combate se celebraría inmediatamente después de su encuentro con la
princesa Amarzad y con Muhammad Pachá, ordenando entregar a ambos combatientes
sendos alfanjes, nada más, con la particularidad de que debían ser alfanjes sin
filo y sin punta, además se les prepararía un recinto donde podían luchar a sus
anchas, sin permitir que nadie los alcanzara o les prestara ayuda, e impedir a
toda costa que a ninguno de los dos les fuese entregada otra arma en el curso
del combate. El monarca, además, ordenó que el combate se celebrase en la
intimidad del palacio y que lo presenciasen solo miembros de la familia real,
príncipes y miembros de la nobleza, además de la princesa Amarzad y el gran
visir, Muhammad Pachá. Ambos contrincantes quedaron enterados de las reglas del
combate, que fueron aceptadas por Korosh a regañadientes, mientras que
Burhanuddin las aceptó de buena gana porque no deseaba derramar la sangre del
hijo del rey y arruinar así toda la misión de la princesa Amarzad en
Nirmristán.
Tanto la
princesa como el gran visir fueron informados por Burhanuddin de la decisión
del rey acerca del duelo, provocando la ansiedad de ambos, especialmente la
princesa.
Los tres estuvieron hablando
sobre este gravísimo asunto con detalle, mientras esperaban que el rey llamara
a los dos embajadores a su encuentro. Burhanuddin prometió a ambos que haría
todo lo que estuviera en sus manos para no herir a Korosh ni derramar una gota
de sangre en el duelo.
Capítulo 26. Con Kisradar, cara a cara
l rey recibió a la princesa Amarzad y al gran visir
Muhammad Pachá, a quienes acompañaba
Burhanuddin por voluntad expresa de Amarzad, a lo que el rey no puso ninguna
objeción. En el salón de trono se encontraban los príncipes Sorush y Nuri, el
gran visir, Rasul Mir, además de y algunos visires, todos puestos en pie, algo
alejados del trono, donde estaba sentado el rey, con los tres qanunistaníes
compareciendo frente a él, al pie mismo del trono, pero separados de los demás.
Se trataba de un acto solemne en el que Kisradar daba la bienvenida a la
embajada de Qanunistán.
—Bienvenidos, su alteza,
princesa Amarzad, hija del sultán Nuriddin y gran visir de Qanunistán, Muhammad
Pachá —dijo el rey, con tono afable y una sonrisa en los labios.
—La paz sea con vuestra gloriosa majestad —respondió
Amarzad, altanera y erguida, haciendo después una leve inclinación ante el rey,
tal como marcaba el protocolo de ambos reinos. Mientras que Muhammad Pachá y
Burhanuddin Pachá hacían una profunda inclinación de reverencia.
—Permita vuestra majestad que entren mis sirvientes
con los regalos enviados por mi padre, el gran sultán Nuriddin, que Dios guarde
muchos años —dijo la princesa, dejando a todos los presentes boquiabiertos ante
su resuelto carácter, su aplomo, a pesar de su corta edad, así como su belleza
y elegancia.
—Permiso concedido —dijo el
rey, con la sonrisa sin abandonar su rostro, muy impresionado también por el
carácter de Amarzad, y haciendo un gesto con la mano para que abrieran la
puerta principal del salón.
Dos filas largas formadas por
numerosos lacayos, sirvientes, pajes y encargados, que acompañaban a los
embajadores desde Qanunistán, entraron en el salón del trono portando todo tipo
de cajas de regalos. Con mucha parsimonia y una ceremonia perfectamente
ensayada, los lacayos, pajes y criados, supervisados por varios encargados,
fueron sacando los regalos uno tras otro, colocándolos sobre una alfombra
alargada, de pura seda y color granate, extendida al pie de los escalones del
trono, de un extremo a otro del enorme salón, arrancando de los presentes
exclamaciones de admiración. Regalo tras regalo, los encargados los llevaban
cada uno con su bandeja de oro macizo, exhibiéndolo durante unos instantes ante
el rey, antes de ir a colocarlo en la alfombra, mientras otro encargado hacía
lo mismo ante el monarca, instantes después, exhibiendo otro regalo, y así
durante más de una hora en la que ni el monarca ni los demás presentes sintieron
pasar el tiempo, tan entregados como estaban a observar los gráciles y sutiles
movimientos de los pajes y lacayos que llevaban a cabo toda aquella ceremonia
en forma de danza ritual, aunque sin música alguna. Todos los allí reunidos
estaban maravillados ante los increíbles regalos que iban pasando delante de
sus ojos y que no dejaron indiferente al delgado y fibroso Kisradar, a quien se
le iluminaba la cara ante cada regalo.
El monarca expresó su enorme satisfacción por tan
valiosos obsequios y en voz alta y con gran sonrisa agradeció al sultán
Nuriddin tanta generosidad, y no era para menos cuando los regalos consistían
en gran cantidad de oro en forma de joyas y alhajas repletas de incrustaciones
de diamantes, rubíes, esmeraldas y perlas de lejanos mares, algunas de color
negro, además de grandes cantidades de telas de seda y terciopelo, túnicas y
mantos con ricos encajes bordados en hilo de oro, así como gran número de
alfombras persas de la más genuina calidad, incluso algunas de pura seda.
De antemano, el rey ya estaba informado de los
grandes obsequios que había recibido su esposa, la reina Parandis, muchos de
los cuales no eran de menos valor que los recibidos por el rey. Todos los
presentes se quedaron atónitos ante tan magníficos y suntuosos regalos.
Los numerosos y fastuosos
regalos, la cara angelical de la princesa Amarzad y el bondadoso semblante de
Muhammad Pachá, viejo conocido del rey, cuya sonrisa era perenne y no decaía
salvo en casos extremos, tocaron el corazón del rey Kisradar incluso antes de
haber dado inicio a las negociaciones con ambos enviados, pues no esperaba en
absoluto tanta generosidad por parte del sultán Nuriddin.
—El gran visir, Muhammad Pachá y yo, venimos en
representación de mi padre, el sultán Nuriddin, que Dios guarde muchos años
—dijo Amarzad ante el rey, con tono solemne, cabeza en alto, voz sosegada,
mirada pacífica y gran aplomo que impresionaron nuevamente al monarca, quien
veía ante sus ojos a una jovencita, adolescente, pero escuchaba sus palabras y
eran de una mujer adulta y prudente—. Su majestad, mi padre —continuó la
princesa—, también os envía con nosotros a vuestra majestad doce magníficos
caballos árabes de pura sangre, inigualables en fortaleza y velocidad, pues es
sabido por nuestro sultán, que Dios le guarde muchos años, el amor que siente
su majestad, que Dios os guarde muchos años, hacia este linaje de caballos.
El rey Kisradar, al escuchar aquello de los
caballos, de la voz angelical de la jovencita compareciente ante él, no pudo
más que levantarse, bajar los pocos escalones hasta llegar a Amarzad, cogerla
de ambos hombros, y exclamar en voz alta, muy alegre, sin poderse contener, y
mirándola a los ojos, que «se sentía muy anonadado y honrado por tanta
generosidad del sultán Nuriddin, y maravillado ante la personalidad e
inteligencia de esta jovencita princesa». Dijo esto mientras ponía su brazo
encima de ambos hombros de Amarzad, dirigiendo su mirada a todos los presentes,
con una auténtica sonrisa de felicidad, lo que causaba una gran satisfacción en
los corazones de unos y un gran disgusto en los de otros. El gesto del rey
hacia Amarzad llenó de felicidad tanto a la princesa como a sus acompañantes,
máxime cuando Kisradar dio unos pasos hacia Muhammad Pachá, dándole un abrazo y
agradeciéndole su visita y tantos regalos.
Y en medio de aquel ambiente de relajo, amistad y
cariño, la princesa volvió a hablar, dirigiéndose a Kisradar:
—Mi padre, el sultán Nuriddin, además de enviarle
estos regalos con los que quiere expresar su respeto y amistad hacia vuestra
majestad también le envía esta misiva.
Dicho esto, Burhanuddin, que se encontraba de pie
detrás de ambos embajadores, entregó a la princesa un rollo de papel grueso, y
esta, a su vez, se lo entregó al monarca, quien lo recogió, sonriente, pues
estaba esperando desde que empezó la entrevista ese mensaje de Nuriddin, que
Kisradar no dudaba de que Amarzad lo traía consigo. El monarca leyó la misiva en silencio.
El escrito de Nuriddin era corto y decía lo
siguiente:
A
mi hermano, el rey Kisradar, que Dios guarde muchos años para su pueblo y para
la paz y la prosperidad de todos los reinos. Junto a mis insignificantes
regalos, que mi hija la princesa Amarzad y mi gran visir Muhammad Pachá acaban
de entregar a vuestra majestad, que Dios guarde muchos años, quiero expresar
mis más sinceros sentimientos de amistad y hermandad hacia su majestad y hacia
su regia familia, que Dios guarde muchos años, así como hacia su gran reino y
su grandioso pueblo. Si en el lejano pasado, en época de mi padre el sultán
Namir, que Dios le tenga en los cielos, nuestros reinos se enfrentaron en una
guerra fratricida, que tuvo desgraciadas consecuencias para todos nosotros,
tanto en Qanunistán como en Nimristán, yo le aseguro, majestad, que para mí,
para mi familia y para mi reino, todo aquello quedó relegado a aquel lejano
pasado y que hoy día no albergamos hacia su majestad, hacia su regia familia y
hacia su reino salvo los más puros sentimientos de hermandad y amistad. Mi hija
y heredera del trono, la princesa Amarzad, y mi gran visir, Muhammad Pachá,
están autorizados por mí para llegar con su majestad, que Dios guarde muchos
años, a cuantos acuerdos encuentren apropiados para la mejor y más fructífera
cooperación entre nuestras familias y nuestros reinos.
Su fiel hermano, sultán Nuriddin
hijo de Namir hijo de Sadeq.
Acabada la lectura silenciosa de la
carta por Kisradar, todos los presentes, especialmente Amarzad y Muhammad
Pachá, se dieron cuenta de cómo se quedó el monarca de absorto y ensimismado,
con tristeza en su rostro. Toda la sonrisa que iluminaba su cara mientras se le
entregaban los regalos de Nuriddin se había disipado de repente, con muestras
de pesadumbre y desconsuelo en su semblante. Todos estaban pendientes de que
Kisradar dijera algo, pero el monarca se limitó a extender la misiva de
Nuriddin a su gran visir, que se apresuró a recogerla, mientras que el rey le
ordenaba, casi susurrando, que la leyera en voz alta, para el conocimiento de
todos los visires y nobles presentes.
Estos, una vez terminada la lectura en voz alta de
la carta, se percataron del motivo de la tristeza del rey, mientras, Amarzad
tranquilizaba a Muhammad Pachá, que parecía muy preocupado al ver el semblante
serio del rey.
Amarzad,
cuya sortija de repente se iluminó con luz tenue, invisible salvo para ella,
sentía iluminarse el corazón y la mente, resultado de un nuevo poder que ella
no poseía hasta aquel momento. De repente, veía claramente lo que el monarca
pensaba y sentía, y comprendió que se estaba arrepintiendo de su decisión de
alianza con Qadir Khan, aunque no tenía aún ninguna decisión tomada al
respecto.
Efectivamente, la sortija de Amarzad adquiría a
partir de aquel momento un nuevo poder mágico, enviado desde el planeta Kabir
por el mismo Xanzax, el mago supremo galáctico, después de una intensa
conversación que este tuvo con el mago Flor. Xanzax, preocupado por Amarzad,
tras haber sido informado por su amigo de la muy difícil y peligrosa misión que
la reina honorífica del planeta Kabir estaba llevando a cabo, decidió dotarle
de un nuevo y extraordinario poder a través de su sortija. De esta manera,
Xanzax lograba retener a su lado a Svindex, tranquilizándole con respecto a
Amarzad, pues este nuevo poder le ayudaba a lograr sus objetivos en Nimristán.
El mago supremo galáctico consideraba que el peligro al que se había enfrentado
el planeta Kabir en los últimos días no había desaparecido del todo y que los
invasores podían regresar en cualquier momento con nuevos planes y nuevas
armas, ya que una vez habían localizado Kabir y habían comprobado que era
parecido a su propio planeta, seguían siendo un gran peligro, y por lo tanto,
la Hermandad Galáctica de Magos debía seguir en estado de alerta y vigilante.
Xanzax había enviado a un grupo de sus magos detrás de los invasores para
procurar conocer sus planes respecto al planeta Kabir, y hasta que no hubiera
regresado aquel grupo de magos, portando datos precisos sobre los invasores,
Xanzax no podía permitir a los magos venidos de sus respectivos planetas
regresar a sus hogares.
Este nuevo poder de Amarzad,
que llegaba en el momento en el que más lo necesitaba, le permitía saber lo que
pensaba la persona a la que ella dirigiese su mirada y cuáles son sus
intenciones, incluso aunque esa persona no la mirara a los ojos. Este nuevo
poder incluía también que la persona que escuchaba a la princesa comprendiera
sus palabras a la perfección y del modo que ella deseaba que las comprendiera.
Sin embargo, los nuevos poderes de Amarzad no garantizaban la clase de
decisiones que sus interlocutores podían tomar.
Y así fue, pues la princesa veía en aquellos
momentos, claramente, que Kisradar, tras haber leído la misiva de Nuriddin,
sintió la carga de bondad y sinceridad que contenía. El rey, que ya estaba
afectado por la oposición de su hijo mayor, Sorush, de su esposa la reina
Parandis, y de otros príncipes y nobles, como era el caso de su sobrino, Nuri,
sintió en lo más profundo de su corazón la sinceridad de las palabras de
Nuriddin y la bondad de ese sultán. El monarca, de repente comprendió el
gravísimo error que había cometido al aceptar las propuestas de Qadir Khan de
invadir Qanunistán. En realidad, Qadir Khan no le caía bien a Kisradar, y solo
había aceptado aliarse con él con el fin de apoderarse de extensos y ricos
terrenos de Qanunistán. Pero, por otra parte, el rey de Nimristán no se había
olvidado nunca de la gran guerra que hubo entre su país y Rujistán en tiempos
pasados de su padre y del padre de Qadir Khan, en el curso de la cual el
ejército de Rujistán había arrasado el reino de Nimristán, saqueando y
masacrando sin piedad a sus gentes, tras la derrota del ejército nimristaní.
Sin embargo, habían pasado desde entonces más de veinticinco años durante los
cuales su reino se había recuperado por completo, y no solo esto, sino que ya
no temía para nada la agresión del vecino Rujistán, porque su ejército era ya
tan poderoso que no tenía nada que envidiar al de Qadir Khan. Por lo tanto, si
rompía la alianza con él, este nunca se atrevería a vengarse atacando a
Nimristán.
Todos estos pensamientos pasaban por la mente de
Kisradar mientras su gran visir leía la misiva de Nuriddin en voz alta. Cuando
este hubo acabado de leerla, el rey, que parecía recuperado y más relajado
ordenó salir a todos sus hombres, salvo Sorush, Nuri y el gran visir, Rasul
Mir, luego hizo una señal con la mano a estos tres, invitándoles a que le
acompañasen, y se dirigió a la princesa y al gran visir Muhammad Pachá,
cogiéndoles a cada uno de la mano, cariñosamente. De esta manera, el rey
condujo a todos a otro salón, de dimensiones notablemente más reducidas que el
salón del trono, de ambiente más intimista. Allí les esperaba la reina
Parandis, junto a su servidumbre, y en medio del salón, una mesa con ocho
sillas, sobre la cual reposaban unos manjares de espléndida presentación.
Burhanuddin se quedó clavado en su sitio, sin saber qué hacer, si seguirles o
irse del lugar, pero el rey, en el umbral del pequeño salón, se percató de que
Burhanuddin no les seguía y que Amarzad estaba mirando hacia atrás pendiente de
que los acompañara, por lo que el monarca se detuvo y le indicó al joven pachá,
muy afablemente, que se uniera a ellos.
—Venga, joven, ¿qué hace allí? —le preguntó el rey
jocosamente a Burhanuddin.
Burhanuddin apretó el paso detrás de ellos, muy
satisfecho.
—Princesa, querido Muhammad Pachá, es hora de comer
—anunció el rey alegre mientras soltaba las manos de sus acompañantes—. Querida
esposa —continuó—, te quedaste corta en la descripción que me hiciste de esta
preciosa princesa —continuó, con el mismo tono alegre.
—Me alegro de que pienses igual
que yo sobre nuestra ilustre huésped —respondió la reina mientras avanzaba
sonriente hacia Amarzad y la daba sendos besos en las mejillas.
Continuará….